Pero ver como la sangre del soldado se
vertía por donde él había cortado, en un movimiento improvisado, una búsqueda
alocada de una salida, de defenderse de la violencia y la malevolencia del
soldado, no le habían bloqueado. Tal vez en ese ataque estuviera un pequeño
sentimiento de venganza por la muerte de su madre. Podía haber mucho de ello o
nada, pues él era aún un niño, y como tal no debería haber sufrido estas cosas,
pero el destino siempre era inexorable. La cuestión es que mientras el soldado,
tirado en el suelo en el que iba poco a poco apareciendo un charco de líquido
rojizo y cálido, iba diciendo adiós a este mundo, lanzando pestes del niño y la
puta de su madre, en ese lenguaje de sílabas alargadas que usaban los
imperiales, su verdugo por primera vez en mucho tiempo estaba pensando. Buscaba
la salida a esta acción y sabía que no tenía demasiado tiempo.
Antes de que el soldado muriera del todo,
él ya se había dado cuenta que su paso por el burdel se había terminado, que
echaría de menos a las chicas, unas más amables que otras, al gran Gholma, pero
que quedarse allí haría que los amigos del soldado muerto fueran a por él,
porque ella, la dueña le entregaría a sus manos. Soltó la daga, pues pesaba en
su mano, que golpeó el suelo provocando un tañido. Pasó sobre el soldado, quien
ya no percibía demasiado y buscó entre las cosas hasta dar con la bolsa. La
abrió y vio oro, y plata y algo de cobre, suficientes monedas para sobrevivir
en la calle. Se subió los calzones, volviendo a unir los extremos cortados y atándolos
como pudo. Salió de la habitación raudo, esperando no encontrarse con nadie.
Pero las esperanzas son solo mitos,
siempre pasará lo que no queremos que ocurra y al bajar la escalera se encontró
con Gholma. El gigantón le sonrió, pero él pasó por su lado, sin devolver el
saludo, sin mirarle a los ojos, sabiendo que su más viejo amigo se daría cuenta
de su desazón. De esa forma y con lo que tenía, que en ese momento eran las
andrajosas vestiduras y la bolsa del soldado muerto, salió del burdel para no
regresar más.
Durante los días siguientes se quedó
cerca, siempre escondido en las sombras de aleros y arcadas, como si fuera una
rata más, salida de las cloacas, que repta por donde cree que no la ven,
arrastrando una tripa peluda, para roer algún desperdicio que sus vecinos de la
superficie han desperdiciado. De esa forma, observó como la alarma y el miedo
se extendieron por el burdel, la llegada de guardias, todos imperiales, no vino
ni uno solo de los miembros de la milicia de la ciudad. El muerto era imperial
y ellos se encargarían de solucionar el asunto. Escrutaron todo el burdel con
lupa, con una diligencia que rayaba lo incorrecto, buscando enemigos de la paz
armada del imperio. Investigaron a todas las muchachas, es decir que se las
trajinaron gratis hasta quedar complacidos. Realmente a ninguno le importaba
mucho la muerte del soldado, pero había que parecer que eso no era así. Tan
corruptos como el muerto, tan ávidos de poseer cualquier mujer que se les
presentara delante, los imperiales se limitaron a recibir el regalo que les
entregó la habilidosa dueña, quien ya había tenido que ver cosas así cuando
ella no era más que una ramera más, cuando ocupaba un cuartucho como una de sus
propias protegidas. Al final, los imperiales se limitaron a llevarse a su
hombre, para que le acogiera Rhetahl con todos los honores debidos, la
investigación se terminó en ese mismo momento. Su amigo había caído víctima de
un ladrón, quien, poco importaba. En la prisión imperial había muchos presos,
que con el tormento adecuado reconocerían haber rajado al muerto. La justicia
pendía de aquel que tuviera el oro y el poder para hacerla administrar y en ese
tiempo era la mano del emperador o sus gobernadores.
La madre del niño desapareció en silencio,
imbuida en una tela, dentro de un saco de esparto, el gran Gholma la sacó del
burdel, sin que el niño, desde su atalaya sombría ni llegara a percatarse de
nada. A donde van esos cuerpos, los resultados de la injusticia y la
corrupción, pocos lo saben y ni la dueña quería conocerlo. El hombretón se la
llevó, limpió la habitación y ella se limitó a buscar una nueva candidata para
saciar el apetito de aquellos que se dejaban caer en su local. Pero para cuando
llegó la sustituta de la madre, el niño ya se había convertido en otra cosa.
Deambulaba por las calles, sin oficio ni beneficio, viviendo de los escasos y
cada vez más menguantes ahorros que había obtenido del soldado muerto. Pero sus
gastos, aunque ligeros y precavidos eran inexorables, debía alimentarse y debía
soltar el preciado oro para ellos. Poco a poco fue descubriendo que su vida en
el burdel, aunque triste era mejor que el deambular por las calles y callejas
de la gran ciudad, llenas de oscuridad y violencia. Desde los rincones donde se
escondía podía ver como los mayores se enzarzaban en lides de acero y sangre,
donde el oro pasaba de manos de forma muy fácil. En más de una ocasión estuvo a
punto de caer en las perversas manos de gente que se parecía demasiado al
soldado muerto, imbuidos en la maldad y la envidia. Que movían sus cuerpos
accionados por el rencor. Cada día que pasaba era un nuevo combate, una carrera
por sobrevivir, y por segunda vez en poco tiempo tuvo una nueva visión de
claridad, sino tomaba los problemas por los cuernos, acabaría igual o peor que
su madre.
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