Un
ambiente cálido o más bien, un olor le sacaron de su sueño. El niño abrió con
cuidado los ojos, pero la luz le cegó por completo. Tuvo que esperar a que sus
ojos se adaptaran a esa luz. No era la del sol, pero tampoco la de la luna.
Estaba en algún lugar, en una sala. El olor que había advertido era el que
creaban las velas de sebo, un olor fuerte, que en casos llegaba a repugnar. Aun
así este tipo de velas eran muy comunes, pues el sebo era mucho más barato que
la cera y ya ni qué decir de las perfumadas que había visto en las tiendas de
su barrio. La dueña del burdel solía tener de los dos, sebo para las zonas
comunes y cera para la taberna y las habitaciones.
Poco a
poco fue dándose cuenta de donde estaba. Era una sala de suelo y paredes de
madera, había dos porta velas que colgaban de las paredes. Una puerta cerrada,
un pequeño armario y la cama, sobre la que estaba tumbado, eran el resto del
mobiliario que ofrecía el lugar. No había ninguna decoración de más, ni una
ventana. Era un cuarto cerrado, como una celda de una prisión. Aunque dudaba
que las camas fueran tan blandas en las prisiones.
El niño
escuchó pasos más allá de la puerta e intentó volverse hacia esta, pero le
dolía todo el cuerpo. Fue en ese momento que se percató que estaba vendado del
cuello para abajo, ambos brazos y supuso que las dos piernas. Estaba forcejeando
con su propio cuerpo, cuando se abrió la puerta.
-
Me ha costado mucho recolocarte los huesos y vendarte, así que por
favor no te muevas demasiado -dijo una voz seria, con peso, pero a su vez
amigable-. Cuando te trajo aquí estabas hecho una verdadera mierda. La verdad
es que tenía dudas que sobrevivieras a tus heridas. Pensaba que pronto serías
llamado por el gran Bhall. Pero se ve que él tenía otra idea con respecto a ti.
El niño
miró a la persona que tenía ante él. Era un hombre, de altura media, pero
fuerte. Vestía con una camisola gruesa, pero el niño era capaz de intuir unos
brazos fuertes, gruesos. La cara era redonda, bonachona, con una tupida barba
grisácea. Los ojos grandes y sinceros, azulados. El pelo, largo, recogido en
una coleta en la nuca, del mismo color que la barba. Traía un par de taburetes,
que colocó cerca de la cama. Se marchó para regresar de nuevo con una bandeja.
El niño pudo ver un cuenco de madera de donde salía el humo de algo caliente.
-
Bueno, no te recuperaras si no te alimentas -indicó el hombre,
alzando el cuenco y una cuchara-. Voy a tener que dártelo a la boca, es una
sopita muy rica.
El niño
se negó a abrir la boca. No se llegaba a fiar del hombre, pues estos no habían
sido muy buenos con él. Solo Gholma era la excepción, pero él se había
comportado mal con él. Aun ahora el recuerdo de su forma de actuar le ardía en
el corazón.
-
¡Oh, vamos! Que le voy a decir a Gholma cuando venga de visita -se
quejó el hombre, mientras revolvía el cuenco con la cuchara-. ¿Quieres que se enfade
conmigo porque no consigo que comas?
El niño
se había quedado tan sorprendido con la revelación del hombre que se le abrió
la boca y el desconocido, con una velocidad inaudita le metió la cuchara con
una carga de contenido. El líquido, cálido y sabroso, pasó por su boca y se fue
por su garganta. Ya no pudo negarse a recibir el alimento, esperando que al
terminar con él, el desconocido le hablase de que era lo que pasaba. Pero se
equivocaba. Cuando el niño se terminó su comida, los ojos se le empezaron a
cerrar y se quedó dormido.
El hombre
dejó el plato en la bandeja, y arropó al niño para que no pasara demasiado
frío. Un buen amigo le había traído hacia dos noches y le había pedido que lo
cuidase. Él no podía faltar a su palabra. Su amigo era un gran hombre y le
debía tanto, su propia existencia estaría siempre ligada a su amigo.
-
¿Por qué serás tan importante para el viejo Gholma, muchacho?
-preguntó al aire el hombre, pues sabía que el niño estaría muy bien dormido.
Había tenido que echar una droga para dormirle.
El hombre
recogió la bandeja y salió de la habitación. Dejando al niño con sus
pensamientos. Qué sueños atormentarían a quien había sufrido tal maltrato por
sus congéneres. Sabía que Gholma había salvado al muchacho, incluso
enfrentándose a los matones de una de esas bandas que ahora se repartían el
barrio. Pero allí, en su casa, nadie vendría a por el muchacho. Nadie se le
acercaba, pues todos le tenían un respeto sepulcral. Al final y al cabo, él
hablaba a Bhall por ellos. Y nadie se quería meter con aquel que tenía el poder
de conversar con los dioses. Aún se maravillaba de lo crédula que era la gente.
Pero por ello, él vivía de forma prácticamente autónoma en el barrio, donde ni
la milicia ni los imperiales se atrevían a entrar, dejando a sus pobladores en
manos de criminales y personas malvadas.
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