Un grupo
de veinte jinetes seguían a un hombre de piel negruzca que corría delante de
ellos, parando cada poco tiempo. La mayoría de los jinetes vestían igual. Una
camisola de cota de malla, sobre la que llevaban una túnica de seda de color
azul verdoso. Bajo la cota de malla, un calzón largo y una casaca de lino
rojizo. Una especie de faja mantenía la túnica cerrada y toda la vestimenta en
su sitio. La cabeza la llevaban protegida con un casco ojival terminado en una
punta de lanza. A la altura de la frente había una especie de tela enrollada,
de color rojiza. Tenía orejeras y protector del cuello de placas. La cara
estaba oculta tras unos anteojos de metal, unidos al casco y una cota de malla.
De un tahalí en bandolera, de cuero con incrustaciones de oro y plata, colgaba
una espada ligeramente curvada, guardada en vainas con detalles en forma de
grabados y piedras semipreciosas. También llevaban bolsas de cuero y alguna
bota de agua. Todos llevaban un escudo redondo de madera con los bordes
metálicos atado a la espalda y portaban una lanza.
A parte
del guía, solo había otro hombre que vestía distinto. Era un hombre de entre
cuarenta a cincuenta años. Vestía con buen número de túnicas, unas sobre otras,
de bellos colores. En la cabeza un turbante con un par de plumas. Llevaba un
caro cinturón de seda con oro y piedras preciosas. De la cintura pendía una
espada en una vaina mucho más decorada que la de sus hombres. Los ojos eran
oscuros y su piel morena. El pelo era negro y tenía una perilla terminada en
punta. Su rostro se veía preocupado.
De
improviso el guía se detuvo en seco y el hombre del turbante tuvo que levantar
su mano y frenar a su caballo, para evitar arrollar al guía.
-
¿Qué ocurre? -espetó el del turbante.
-
Malo, malo -respondió el guía, mirando las marcas del suelo.
-
¡Por el gran Rhetahl! ¿Qué es malo? -gritó el hombre-. ¡Maldito
primitivo!
-
Hienas siguen rastro -señaló hacia una dirección, donde se podían
ver aves volando en círculo, carroñeras-. Caballo avanza hacia muerte. Hienas
saben alimento fácil. Glotonas. Peligrosas.
-
¡Shamir! -gritó el hombre del turbante, uno de los guardias se
adelantó espoleando su caballo.
-
Sí, excelencia -dijo el aludido.
-
¡Tú! -llamó la atención del guía-. Guía a Shamir y a unos hombres
más hasta donde están las hienas. Shamir dale un caballo a esta escoria.
Ahuyentad las hienas y si no quieren, acabar con ellas. Avisad cuando esté
terminado.
-
No bueno molestar a hienas, señor -advirtió el guía.
El hombre
del turbante miró con rostro enfadado al guía. Sabía que necesitaba al mestizo
para adentrarse por esas tierras, pero estaba harto de su unión con la
naturaleza. Sabía de la unión de ese pueblo con los espíritus de la naturaleza.
Lo que no era otra cosa más que unas grandes ideas heréticas. Esos hombres
inferiores, aunque no en altura, se hacían llamar el pueblo Grakan, para sí
mismos. Aunque él pensaba que no se les podría catalogar de tal cosa, no eran
más que unos animales de piel negra, unos seres oscuros.
Shamir
acercó un caballo sin silla ni nada para que el guía se montara. Por un momento
estuvo reacio a subirse en el animal. Pero al final accedió a regañadientes.
Alegando que eso traía mala suerte. Los grakan, por alguna idea estrafalaria
propia de una especie inferior, habían decidido que no podían montar sobre
otros animales y que siempre se desplazarían a pie. Peor para ellos, pensó el
hombre del turbante, gracias a eso, los cazaban como al resto de los animales.
Cuando el
guía estuvo más o menos agarrado al lomo del caballo, Shamir y sus hombres, una
parte de los guardias, se lanzaron hacía el lugar donde se veían a los pájaros.
Como ya había vaticinado el guía, se encontraron un buen número de hienas
deleitándose con el caballo muerto. Y a estos carroñeros no les hizo demasiada
gracia la presencia de los humanos. A Shamir no le quedó otra que expulsar a
las hienas. Sus hombres habían preparado las ballestas, dos por hombre y
descargaron los proyectiles sobre las alocadas hienas. Una tras otra fueron
abatidas, hasta que las supervivientes huyeron de allí. El guardia hizo un
gesto y el resto de hombres se acercaron.
El del
turbante observó la carnicería que quedaba tras la obra de las hienas. Miró al
guía, que aún permanecía sobre el caballo.
-
¡Qué haces ahí, tomándote un descanso! -gritó el hombre del
turbante al guía-. Baja y busca al ladrón.
-
No bajar, no bajar, muerte hienas mal presagio, bajar morir -negó
con vehemencia el guía.
-
¡Shamir! Forma a tus hombres rodeando al caballo. Si se acerca
alguna hiena acabad con ellas -ordenó airado el del turbante, que se volvió al
guía-. ¿Mejor así?
El guía
observó cómo los guardias hacían un perímetro alrededor de la zona. Sabía que
era mejor eso que nada, pero no tenía todas consigo. Aun así podía ver el
enfado en los ojos del señor. Si se seguía negando tal vez él acabaría allí,
con hienas. Mejor no. Entonó una oración para sus adentros y descendió del
caballo. Empezó a ver muchas huellas alrededor de todo. Las hienas habían
emborronado todo, por lo que aparte de los caóticos movimientos de las bestias
no veía nada más. Se acercó al caballo, del que las hienas ya se habían
alimentado. Con sus poderosas fauces habían dado cuenta de gran parte de la
tripa y las nutritivas vísceras, así como los muslos de las patas. Pero aún no
se habían pasado al cuello y no pudo dejar de ver el corte en él, hecho con
precisión. Alguien había acabado con el caballo. El hombre al que perseguían no
podía ser, esos hombres de pieles claras nunca harían algo como eso.
Siguió
buscando, pero no daba con el hombre que quería encontrar el del turbante. Pero
sí que dio con otra cosa. Pisadas sin botas, pies descalzos, como los suyos.
Junto a huellas de algo arrastrado. Vio hacia dónde se dirigían, las selvas del
norte. Sintió un sudor frío en la espalda. El objetivo de su señor había caído
en manos de los verdaderos, los grakan de la selva. Él solo era medio grakan,
no podía pisar las selvas, lo matarían. Pero si lo pillaban guiando a los sureños
en sus moradas sagradas, la muerte sería lo que más desearía. No, a la selva no
les iba a llevar, pensó el guía, justo cuando sus pies golpearon algo. Bajó la
mirada y sonrió.
-
Hombre en hiena, mala suerte él -gritó el guía, levantando lo que
había encontrado, que no era otra cosa que la silla mordisqueada del caballo
muerto-. Malo acercarse a territorio de hiena. Malo.
El hombre
del turbante chasqueó la lengua y lanzó un suspiró, mientras miraba la
destrozada silla que el guía le mostraba. Había querido pillar al ladrón, pero
la naturaleza le había privado de la ejecución que tenía preparada para él. Le
dijo al guía que soltase la silla destrozada y ordenó a los hombres retornar a
casa.
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