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domingo, 3 de junio de 2018

La leona (2)


Un grupo de veinte jinetes seguían a un hombre de piel negruzca que corría delante de ellos, parando cada poco tiempo. La mayoría de los jinetes vestían igual. Una camisola de cota de malla, sobre la que llevaban una túnica de seda de color azul verdoso. Bajo la cota de malla, un calzón largo y una casaca de lino rojizo. Una especie de faja mantenía la túnica cerrada y toda la vestimenta en su sitio. La cabeza la llevaban protegida con un casco ojival terminado en una punta de lanza. A la altura de la frente había una especie de tela enrollada, de color rojiza. Tenía orejeras y protector del cuello de placas. La cara estaba oculta tras unos anteojos de metal, unidos al casco y una cota de malla. De un tahalí en bandolera, de cuero con incrustaciones de oro y plata, colgaba una espada ligeramente curvada, guardada en vainas con detalles en forma de grabados y piedras semipreciosas. También llevaban bolsas de cuero y alguna bota de agua. Todos llevaban un escudo redondo de madera con los bordes metálicos atado a la espalda y portaban una lanza.

A parte del guía, solo había otro hombre que vestía distinto. Era un hombre de entre cuarenta a cincuenta años. Vestía con buen número de túnicas, unas sobre otras, de bellos colores. En la cabeza un turbante con un par de plumas. Llevaba un caro cinturón de seda con oro y piedras preciosas. De la cintura pendía una espada en una vaina mucho más decorada que la de sus hombres. Los ojos eran oscuros y su piel morena. El pelo era negro y tenía una perilla terminada en punta. Su rostro se veía preocupado.

De improviso el guía se detuvo en seco y el hombre del turbante tuvo que levantar su mano y frenar a su caballo, para evitar arrollar al guía.

-       ¿Qué ocurre? -espetó el del turbante.
-       Malo, malo -respondió el guía, mirando las marcas del suelo.
-       ¡Por el gran Rhetahl! ¿Qué es malo? -gritó el hombre-. ¡Maldito primitivo!
-       Hienas siguen rastro -señaló hacia una dirección, donde se podían ver aves volando en círculo, carroñeras-. Caballo avanza hacia muerte. Hienas saben alimento fácil. Glotonas. Peligrosas.
-       ¡Shamir! -gritó el hombre del turbante, uno de los guardias se adelantó espoleando su caballo.
-       Sí, excelencia -dijo el aludido.
-       ¡Tú! -llamó la atención del guía-. Guía a Shamir y a unos hombres más hasta donde están las hienas. Shamir dale un caballo a esta escoria. Ahuyentad las hienas y si no quieren, acabar con ellas. Avisad cuando esté terminado.
-       No bueno molestar a hienas, señor -advirtió el guía.

El hombre del turbante miró con rostro enfadado al guía. Sabía que necesitaba al mestizo para adentrarse por esas tierras, pero estaba harto de su unión con la naturaleza. Sabía de la unión de ese pueblo con los espíritus de la naturaleza. Lo que no era otra cosa más que unas grandes ideas heréticas. Esos hombres inferiores, aunque no en altura, se hacían llamar el pueblo Grakan, para sí mismos. Aunque él pensaba que no se les podría catalogar de tal cosa, no eran más que unos animales de piel negra, unos seres oscuros.

Shamir acercó un caballo sin silla ni nada para que el guía se montara. Por un momento estuvo reacio a subirse en el animal. Pero al final accedió a regañadientes. Alegando que eso traía mala suerte. Los grakan, por alguna idea estrafalaria propia de una especie inferior, habían decidido que no podían montar sobre otros animales y que siempre se desplazarían a pie. Peor para ellos, pensó el hombre del turbante, gracias a eso, los cazaban como al resto de los animales.

Cuando el guía estuvo más o menos agarrado al lomo del caballo, Shamir y sus hombres, una parte de los guardias, se lanzaron hacía el lugar donde se veían a los pájaros. Como ya había vaticinado el guía, se encontraron un buen número de hienas deleitándose con el caballo muerto. Y a estos carroñeros no les hizo demasiada gracia la presencia de los humanos. A Shamir no le quedó otra que expulsar a las hienas. Sus hombres habían preparado las ballestas, dos por hombre y descargaron los proyectiles sobre las alocadas hienas. Una tras otra fueron abatidas, hasta que las supervivientes huyeron de allí. El guardia hizo un gesto y el resto de hombres se acercaron.

El del turbante observó la carnicería que quedaba tras la obra de las hienas. Miró al guía, que aún permanecía sobre el caballo.

-       ¡Qué haces ahí, tomándote un descanso! -gritó el hombre del turbante al guía-. Baja y busca al ladrón.
-       No bajar, no bajar, muerte hienas mal presagio, bajar morir -negó con vehemencia el guía.
-       ¡Shamir! Forma a tus hombres rodeando al caballo. Si se acerca alguna hiena acabad con ellas -ordenó airado el del turbante, que se volvió al guía-. ¿Mejor así?

El guía observó cómo los guardias hacían un perímetro alrededor de la zona. Sabía que era mejor eso que nada, pero no tenía todas consigo. Aun así podía ver el enfado en los ojos del señor. Si se seguía negando tal vez él acabaría allí, con hienas. Mejor no. Entonó una oración para sus adentros y descendió del caballo. Empezó a ver muchas huellas alrededor de todo. Las hienas habían emborronado todo, por lo que aparte de los caóticos movimientos de las bestias no veía nada más. Se acercó al caballo, del que las hienas ya se habían alimentado. Con sus poderosas fauces habían dado cuenta de gran parte de la tripa y las nutritivas vísceras, así como los muslos de las patas. Pero aún no se habían pasado al cuello y no pudo dejar de ver el corte en él, hecho con precisión. Alguien había acabado con el caballo. El hombre al que perseguían no podía ser, esos hombres de pieles claras nunca harían algo como eso.

Siguió buscando, pero no daba con el hombre que quería encontrar el del turbante. Pero sí que dio con otra cosa. Pisadas sin botas, pies descalzos, como los suyos. Junto a huellas de algo arrastrado. Vio hacia dónde se dirigían, las selvas del norte. Sintió un sudor frío en la espalda. El objetivo de su señor había caído en manos de los verdaderos, los grakan de la selva. Él solo era medio grakan, no podía pisar las selvas, lo matarían. Pero si lo pillaban guiando a los sureños en sus moradas sagradas, la muerte sería lo que más desearía. No, a la selva no les iba a llevar, pensó el guía, justo cuando sus pies golpearon algo. Bajó la mirada y sonrió.

-       Hombre en hiena, mala suerte él -gritó el guía, levantando lo que había encontrado, que no era otra cosa que la silla mordisqueada del caballo muerto-. Malo acercarse a territorio de hiena. Malo.

El hombre del turbante chasqueó la lengua y lanzó un suspiró, mientras miraba la destrozada silla que el guía le mostraba. Había querido pillar al ladrón, pero la naturaleza le había privado de la ejecución que tenía preparada para él. Le dijo al guía que soltase la silla destrozada y ordenó a los hombres retornar a casa.

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