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domingo, 10 de junio de 2018

La leona (3)


Una vez que se había adentrado en la selva, Kounia había soltado al hombre rubio, lo había medio escondido y se había subido a un árbol. Desde allí había visto la llegada de las hienas. Los animales no siguieron su rastro, que estaba seguro que era claro en el suelo, sino que al ver al caballo muerto se lanzaron sobre su carne entre sus risas ostentosas. Regresó al suelo y volvió a levantar al hombre. Tenía que llevarlo a un lugar seguro. El poblado no podía ser, su hermano y los guerreros no lo verían bien. Tampoco lo podía dejar ahí tirado hasta que se despertara. En la selva había tantos peligros como en las praderas. Solo se le ocurría un lugar, la laguna. Se distribuyó bien el peso, pues tenía una buena caminata hasta ese lugar.

La laguna era un claro en el bosque, donde se mantenía una extensión de agua, pura y limpia, en la base de una serie de montículos rocosos que se adentraba en la selva. En el primero de estos, había horadados unas pequeñas cavernas, ideales para que pudieran descansar durante la noche, lejos de los peligros de las fieras. Solo había que hacer fuego en la entrada y listo. Ni a los leopardos ni a las panteras se les ocurriría acercarse. Rodeando el claro había infinidad de árboles frutales. Muchos animales venían allí a beber agua, pero la ley de su pueblo prohibía cazar allí, o el gran dios, señor de las bestias, se enfadaría con ellos. Le costó un poco, pero fue capaz de escalar con el cuerpo.

Kounia había elegido una de las cavernas, una lo suficientemente alta y protegida de la intemperie. Dejó al hombre en el suelo y retiró las vestiduras que le cubrían en cuerpo, hasta dejar al aire un pecho blanquecino, casi sin pelo. Observó cómo el cuerpo se elevaba con cada respiración y se sintió aliviada. Por un rato había temido que el hombre estuviera muerto. Solo dormía. Por lo que descendió de vuelta a la selva, para hacerse con lo necesario. Lo primero fue buscar hojas de palma y ramas cortas y verdes, con suficientes hojas. Conocía un árbol que tenía unas hojas muy grandes, era lo que necesitaba.

Con su carga entre las manos, regresó a la abertura y la depositó junto al hombre. Tuvo que dar un par de viajes más, pero tras un rato, estuvo convencida que había hecho un buen lecho. El suelo rocoso de la caverna era irregular y duro, pero un lecho de ramas y hojas sería mejor. Cuando terminó de depositar el colchón natural, recolocó el cuerpo del hombre. Esta vez se dedicó a desnudarlo. Lo dejo solo con el taparrabos. El cuerpo era fibroso, algo musculado, pero no demasiado. Tenía poco pelo corporal y el que había era rubio o muy claro. Las facciones eran delicadas y las manos cuidadas. A parte de observar al hombre, estuvo buscando posibles heridas. No había ninguna que sangrara o que se hubiese infectado. Sí que descubrió en su espalda las cicatrices de unas heridas delgadas y largas. Kounia nunca había visto ese tipo de marcas. Si el hombre despertaba, le preguntaría por ellas. Una vez tumbado, le tapó con sus vestiduras.

Entonces se puso a ver las pertenencias del hombre. Había un colgante, unido a una cadena de oro. Había algunas letras grabadas, pero no las entendía Kounia. En el centro, había una gema roja, muy bella. Además se había hecho con un par de anillos, solo unos aros. Uno era de oro y el otro de plata. Una espada envainada, de hoja estrecha y puntiaguda, así como un puñal de empuñadura de madera, muy tosca. Del cinturón también habían colgadas un par de bolsas de cuero negro. Una llena de monedas de oro y en la otra unos papeles doblados. Tras revisar todas las pertenencias, las dejó junto al cuerpo, ordenadas por tamaños.

Kounia regresó al exterior y se fue a por unas cuantas frutas, así como unos cocos. Además se hizo con la suficiente madera, ramas en su mayoría, para poder hacer una pequeña fogata en el acceso de la caverna. Fue llevando cada cosa y apilándolas en diversos sitios. Lo primero que hizo cuando regresó a la cueva, fue levantar un poco al hombre. Se arrodilló tras su espalda y le bajó colocando su cuello sobre sus muslos. Tomó un coco, le hizo un agujero pequeño, separó con cuidado los labios del hombre, sorprendiéndose por lo blandos y carnosos que eran, y vertió un poco del agua del interior por el hueco formado en la boca.

De improviso los ojos se abrieron, apareciendo dos piedras verdosas. Los dos ojos la miraron y al poco se volvieron a cerrarse. El cuerpo se movió un poco, pero no pareció que se atragantara con el agua. Kounia respiró tranquila al ver que el hombre había aceptado el agua del coco, sin complicaciones. Cuando se terminó el contenido del coco, volvió a levantarlo, retiró sus piernas y colocó la cabeza sobre el lecho que le había hecho. Se movió hacia la entrada, empezó a apilar las ramas y otros trozos de madera en una oquedad que había encontrado al revisar la entrada, pero antes de encender el fuego, fue a la zona más interior para regresar con unas piedras sueltas, con las que fue haciendo un círculo, rodeando las ramas. No quería que un ascua saltara y prendiera la hierba o la vegetación de la selva.

Hacer el fuego era lo más difícil. Su padre le había enseñado como hacerlo, pero implicaba gastar mucho tiempo, algo que en esa selva fresca no tenía. Aun así se dedicó a frotar un par de ramas, una con otra hasta que notó el ligero cambio de calor y el pequeño hilillo de humo que partió de la zona de contacto. Sopló un par de veces, llenó todo con unas fibras de madera y hierba reseca. Al final, consiguió que el fuego aguantase y ardiese sobre las ramas de la hoguera. Cuánto tiempo había gastado para ello, no lo sabía precisar. pero estaba seguro que había gastado más del necesario. El fuego fue pasando de una rama a otra y cada poco tiempo, Kounia fue echando más madera de sus reservas, que menguaban más rápido de lo que esperaba. Por ello, tuvo que regresar al suelo y hacerse con más, pero en este caso, dio con el tronco de un árbol caído, con suficiente madera para la hoguera. Lo rompió como pudo y lo llevó a la caverna. Fue un trabajo arduo, pero necesario. Cuando vio que tenía mucha madera, más de la necesaria, reparó que necesitaría carne. No podía ir al poblado a por ello, pues tendría que explicar en lo que andaba metida. La única solución era alejarse de la laguna y cazar alguna pieza pequeña.

Revisó al hombre que seguía dormido y se marchó tras echar más madera a la hoguera. Esperaba regresar antes de que se apagara o antes de que se hiciera de noche, pues la selva a esas horas era aún más peligrosa.

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