Estaba
casi seguro de que la mujer era una grakan. Nunca se había encontrado con una
salvaje. En Hussear había visto algunas, domesticadas como se decía en la
población. Lo único bueno de esas grakan esclavas es que había aprendido su
lenguaje, de una forma rudimentaria y esperaba que fuese suficiente para
hacerse entender con ella.
- Gracias -oyó Kounia salir de los labios del hombre. Las sílabas se
habían salido pisado unas a otras, pero había entendido la palabra-. Me llamó
Yholet de Thargan.
A Kounia
la segunda frase no le dijo nada, excepto que el hombre rubio se llamaba
Yholet. Lo otro no sabía qué lugar sería.
- Gracias por tu ayuda -dijo Yholet, que no estaba muy seguro de que
estuviera diciendo bien las palabras. Tal vez las esclavas le habían engañado-.
¿Qué ha sido de mi caballo?
Yholet
añadió un movimiento de manos para hacer un gesto de que lo había matado,
simulando que cortaba el aire con su mano. Yholet hizo puso una mueca de
tristeza, pues le había gustado ese caballo, había sido un regalo de su padre
cuando se había marchado a la corte imperial. Pero supuso que la mujer lo había
matado porque no le quedaba otra, la herida que tenía en los cuartos traseros
habría dejado a su montura inservible, abocada a una muerte lenta y dolorosa. Por
lo que sabía, los grakan tenían una conexión con la naturaleza y los animales,
tal vez había acabado con el sufrimiento de su caballo, por piedad.
No sabía
cómo seguir la conversación, pues la mujer le miraba pero tampoco parecía
interesada en mantenerla. Pero se equivocaba, pues la mujer se aproximó y le
puso un dedo sobre el pecho.
- Hablas mi idioma, tú ser el primero de los tuyos que sabe
-entendió Yholet, con dificultad-. ¿Por qué?
- Puede ser, pero yo no creo que sea el único -respondió Yholet,
parando cada vez que necesitaba pensar en una palabra, pues no estaba muy
seguro si las estaba usando bien-. Lo que pasa es que yo he querido aprender tu
idioma. ¿Dónde nos encontramos?
- Charca sagrada, de nuestro dios. No poder cazar aquí o enfadar
-indicó Kounia-. Cavernas naturales, buenos refugios, alejados de bestias y
otros males. Poder pasar noche bien aquí, luego tendrás que irte.
- ¿Estamos en las selvas? Yo no sé salir de ellas, necesitaré que me
guíes -rogó Yholet, poniendo una cara de alguien muy desgraciado, pero no
funcionó como otras veces con las mujeres, su compañera se le quedó mirando sin
saber qué hacer-. Bueno, supongo que lo mejor será pasar aquí la noche.
- Caverna segura, si pasar aquí noche -aseguró Kounia, que seguía
mirando el rostro de Yholet, para ver si volvía a hacer muecas. Sería que los
hombres blancos tenían un lenguaje basado en muecas, como si fueran niños.
- Supongo que tendrás un nombre, ¿verdad? -señaló Yholet, mientras
observaba como la mujer terminaba de despellejar el mono y buscaba algo entre
las reservas de madera, que al final resultó ser un palo una largura y un
grosor medio-. Yo te he dicho el mío, Yholet, cual es el tuyo.
- Kounia -se presentó la mujer, mientras con su puñal sacaba punta a
uno de los extremos del palo, casi sin mirar al hombre-. Debo terminar esto o
no tendremos cena.
Yholet se
fijó que cada vez las palabras de Kounia las entendía mejor. Había sido una
suerte aprender algo de ese idioma. Ya lo solía decir su padre, que había que
aprender de todo para poder sobrevivir en cualquier lugar. La mujer en cambio,
abrió con cuidado la boca del mono muerto e introdujo el palo por la punta,
hasta espetarlo por completo. Luego busco unas cuantas rocas del fondo de la
caverna, para hacer un par de montones donde apoyó el palo, para que la carne
se hiciera al fuego. Cuando terminó con esos quehaceres, se volvió a sentar
junto a Yholet, que la observaba con admiración y sorpresa.
- Carne rica, pero necesita fuego -indicó Kounia, al notar la mirada
del hombre-. Cruda también sabrosa, pero en casos provocar problemas a tripa.
No bien durante varios días.
- Prefiero la carne cocinada -dejó caer Yholet-. Siempre mejor pasar
carne sobre fuego.
Kounia
sonrió ante esa idea. A ella le gustaban más las cosas cocinadas, pero en casos
no había opción. En época de lluvias, en un campamento de caza costaba mucho
hacer fuego. La humedad reinante, mantenía todo empapado y no había madera seca
que prendiese.
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