Armhiin
se puso de pie y miró por un momento a Gynthar con una sonrisa en los labios.
- ¿Te ves con fuerzas para mañanas salir de este catre y presentarte
ante el consejo, Gynthar? -preguntó Armhiin, aunque ya suponía cual iba a ser
la respuesta.
- No veo problema alguno, mhilderein -asintió Gynthar, removiéndose
en la cama.
- Gracias, Gynthar -afirmó Armhiin-. El consejo debe reunirse de una
vez, debemos decidir sobre nuestro futuro. Pero esta noche no te extralimites
con Lybhinnia, se te podrían abrir las heridas.
- Yo, no… -intentó decir Gynthar, pero el anciano elfo ya se había
dado la vuelta y se marchaba por la puerta.
El
anciano elfo salió de la habitación sonriendo de oreja a oreja. Por un momento
había visto vergüenza y rojez en el rostro casi siempre inmutable del guerrero.
Le hacía gracia como hasta el más serio e imperturbable de sus hermanos podía
caer tan en serio en el amor. Al fin y al cabo, sin el amor, los elfos no eran
nada. Era un sentimiento que escondían en sus rostros, pero que estaba allí,
les gustara o no. Y era lo que más les acercaba a los humanos, la raza de los
finitos. Armhiin estaba seguro que ambas razas eran la misma, pero los humanos
habían sacrificado su inmortalidad por tener sentimientos, por un corazón más
flexible y por menos razonamiento, que había convertido a los suyos en seres
faltos de señales de debilidad, como ellos decían. Los humanos les arrebatarían
el mundo, era algo que Armhiin estaba casi seguro. Tal vez no en su época, pero
sí en las venideras.
El chamán
recorrió todos los caminos de la arboleda, intentando hilar de lo que quería
hablar al día siguiente, intentando discernir cual iban a ser sus palabras para
que los miembros del consejo vieran cuál era la situación actual y cuál era su
salida. Sabía demasiado bien que algunos serían reacios a cambiar lo que tenían
por seguro. Cuando la pérdida de su gran ciudad estaba próxima ocurrió
exactamente lo mismo. Los de su raza eran poco proclives a los cambios, no eran
capaces de ver que era necesario readaptarse. Los elfos vivían demasiado, y eso
les hacía ser incapaces de darse cuenta que las estaciones traían cambios
importantes a la raza. Fue su gran error entonces y si las cosas seguían así,
sería su gran error ahora.
Cuando
creyó tener todo estudiado y listo para la reunión del día siguiente, cuando el
cielo estrellado era una visión espléndida, Armhiin decidió que era hora de
retirarse. Se dirigió a su cabaña y entró. Anduvo con cuidado pues los jóvenes
dormían en los lechos que habían construido para ellos, y se dirigió al suyo
propio. Se quitó sus vestiduras, hasta que quedó completamente desnudo. Antes
de tumbarse en su lecho, se limpió con un paño mojado y se secó con una tela
aromatizada con néctar de flores. De esa forma, se metió bajo sus sábanas y se
tapó con sus mantas. Se quedó un rato mirando la techumbre y las vigas de su
cabaña. Por fin cerró los ojos.
Una luz
casi cegadora le envolvió a Armhiin. Poco a poco, la fuerza de esta se fue
reduciendo y pudo distinguir lo que le rodeaba. Por alguna razón volvía a estar
vestido, pero no con su ropa normal, sino por una túnica de seda, con
decoraciones de plata. Lo que tenía alrededor le sonaba, pero no recordaba de
que. Tal vez era un paisaje de su infancia o de algún lugar sobre el que había
leído. Era una gran habitación, con muchas columnas por todas partes,
manteniendo un techo formado por arcos que se cruzaban unos con otros. Eran de
piedra, no de madera. La decoración parecía vistosa, pero no conseguía captar
totalmente ninguna de las piezas. Solo lo que había en el centro de la sala.
Una mesa redonda de plata, con decoraciones de zarcillos y la base de cristal.
Dos sillas curules con respaldo estaban situadas a cada lado de la mesa. Sobre
la base de cristal había un par de copas de cristal con vino blanco en ellas.
- Es un buen Lhiborne, así que no dudes en probarlo, Armhiin -dijo
una voz a su espalda, una que conocía demasiado bien.
Armhiin
se dio la vuelta y vio una figura envuelta en luz, pero sabía ante quién
estaba, por lo que hizo una reverencia respetuosa.
- Mhilderein Shiymia -dijo Armhiin cuando terminó con su
reverencia-. Es un placer volver a verte.
- También es un placer verte a ti, mi discípulo -respondió Shiymia,
que le puso la mano derecha sobre el hombro derecho del elfo, tras lo que se
dirigió a una de las sillas y se sentó.
Shiymia
le señaló la otra silla a Armhiin, mientras tomaba una de las copas y humedecía
los labios en el vino. Armhiin observó mejor el asiento que le ofrecía la
chamán. Era una silla básica, con las patas curvadas, de madera, formando una
equis. En la madera había relieves de la cultura élfica y de las arboledas. Los
brazos eran bajos y el asiento era de una tela fuerte, una especie de loneta,
de un color rojizo. Por lo que Armhiin había leído sobre ese tipo de sillas, se
las podía plegar y llevar a otra parte, o por lo menos las que no poseían de
respaldo, porque esta sí lo tenía. Claramente era otro tipo de silla. Armhiin
recordó que los grandes líderes de los elfos y los generales siempre llevaban
una de esas en sus equipajes.
Antes de
sentarse volvió a revisar la sala en la que se encontraba, pero por alguna
razón, las paredes parecían haberse alejado y no las podía distinguir con
facilidad.
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