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domingo, 10 de junio de 2018

La odisea de la cazadora (30)


Armhiin se puso de pie y miró por un momento a Gynthar con una sonrisa en los labios.

-   ¿Te ves con fuerzas para mañanas salir de este catre y presentarte ante el consejo, Gynthar? -preguntó Armhiin, aunque ya suponía cual iba a ser la respuesta.
-   No veo problema alguno, mhilderein -asintió Gynthar, removiéndose en la cama.
-   Gracias, Gynthar -afirmó Armhiin-. El consejo debe reunirse de una vez, debemos decidir sobre nuestro futuro. Pero esta noche no te extralimites con Lybhinnia, se te podrían abrir las heridas.
-   Yo, no… -intentó decir Gynthar, pero el anciano elfo ya se había dado la vuelta y se marchaba por la puerta.


El anciano elfo salió de la habitación sonriendo de oreja a oreja. Por un momento había visto vergüenza y rojez en el rostro casi siempre inmutable del guerrero. Le hacía gracia como hasta el más serio e imperturbable de sus hermanos podía caer tan en serio en el amor. Al fin y al cabo, sin el amor, los elfos no eran nada. Era un sentimiento que escondían en sus rostros, pero que estaba allí, les gustara o no. Y era lo que más les acercaba a los humanos, la raza de los finitos. Armhiin estaba seguro que ambas razas eran la misma, pero los humanos habían sacrificado su inmortalidad por tener sentimientos, por un corazón más flexible y por menos razonamiento, que había convertido a los suyos en seres faltos de señales de debilidad, como ellos decían. Los humanos les arrebatarían el mundo, era algo que Armhiin estaba casi seguro. Tal vez no en su época, pero sí en las venideras.

El chamán recorrió todos los caminos de la arboleda, intentando hilar de lo que quería hablar al día siguiente, intentando discernir cual iban a ser sus palabras para que los miembros del consejo vieran cuál era la situación actual y cuál era su salida. Sabía demasiado bien que algunos serían reacios a cambiar lo que tenían por seguro. Cuando la pérdida de su gran ciudad estaba próxima ocurrió exactamente lo mismo. Los de su raza eran poco proclives a los cambios, no eran capaces de ver que era necesario readaptarse. Los elfos vivían demasiado, y eso les hacía ser incapaces de darse cuenta que las estaciones traían cambios importantes a la raza. Fue su gran error entonces y si las cosas seguían así, sería su gran error ahora.

Cuando creyó tener todo estudiado y listo para la reunión del día siguiente, cuando el cielo estrellado era una visión espléndida, Armhiin decidió que era hora de retirarse. Se dirigió a su cabaña y entró. Anduvo con cuidado pues los jóvenes dormían en los lechos que habían construido para ellos, y se dirigió al suyo propio. Se quitó sus vestiduras, hasta que quedó completamente desnudo. Antes de tumbarse en su lecho, se limpió con un paño mojado y se secó con una tela aromatizada con néctar de flores. De esa forma, se metió bajo sus sábanas y se tapó con sus mantas. Se quedó un rato mirando la techumbre y las vigas de su cabaña. Por fin cerró los ojos.

Una luz casi cegadora le envolvió a Armhiin. Poco a poco, la fuerza de esta se fue reduciendo y pudo distinguir lo que le rodeaba. Por alguna razón volvía a estar vestido, pero no con su ropa normal, sino por una túnica de seda, con decoraciones de plata. Lo que tenía alrededor le sonaba, pero no recordaba de que. Tal vez era un paisaje de su infancia o de algún lugar sobre el que había leído. Era una gran habitación, con muchas columnas por todas partes, manteniendo un techo formado por arcos que se cruzaban unos con otros. Eran de piedra, no de madera. La decoración parecía vistosa, pero no conseguía captar totalmente ninguna de las piezas. Solo lo que había en el centro de la sala. Una mesa redonda de plata, con decoraciones de zarcillos y la base de cristal. Dos sillas curules con respaldo estaban situadas a cada lado de la mesa. Sobre la base de cristal había un par de copas de cristal con vino blanco en ellas.

-   Es un buen Lhiborne, así que no dudes en probarlo, Armhiin -dijo una voz a su espalda, una que conocía demasiado bien.

Armhiin se dio la vuelta y vio una figura envuelta en luz, pero sabía ante quién estaba, por lo que hizo una reverencia respetuosa.

-   Mhilderein Shiymia -dijo Armhiin cuando terminó con su reverencia-. Es un placer volver a verte.
-   También es un placer verte a ti, mi discípulo -respondió Shiymia, que le puso la mano derecha sobre el hombro derecho del elfo, tras lo que se dirigió a una de las sillas y se sentó.

Shiymia le señaló la otra silla a Armhiin, mientras tomaba una de las copas y humedecía los labios en el vino. Armhiin observó mejor el asiento que le ofrecía la chamán. Era una silla básica, con las patas curvadas, de madera, formando una equis. En la madera había relieves de la cultura élfica y de las arboledas. Los brazos eran bajos y el asiento era de una tela fuerte, una especie de loneta, de un color rojizo. Por lo que Armhiin había leído sobre ese tipo de sillas, se las podía plegar y llevar a otra parte, o por lo menos las que no poseían de respaldo, porque esta sí lo tenía. Claramente era otro tipo de silla. Armhiin recordó que los grandes líderes de los elfos y los generales siempre llevaban una de esas en sus equipajes.

Antes de sentarse volvió a revisar la sala en la que se encontraba, pero por alguna razón, las paredes parecían haberse alejado y no las podía distinguir con facilidad.

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