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miércoles, 6 de junio de 2018

Lágrimas de hollín (17)


Bheldur y Fhin llegaron a la calle y a excepción de un par de transeúntes que les observaron con sorpresa, para la mayoría pasaron desapercibidos.

-     Bueno, ya estas salvado, Bheldur -dijo Fhin-. Creo que nuestros caminos se separan aquí y ahora.
-     Yo no lo creo, Fhin -negó Bheldur-.Te dije que si me sacabas de la plaza, sería tu seguidor más leal. Yo Bheldur Thirrent te juro lealtad eterna. Cuando necesites una mano, tendrás mi fuerza, cuando necesites apoyo, lo será mi acero, cuando requieras descanso, lo conseguiré con mi ingenio -Bheldur se había arrodillado ante él y le besó la mano derecha a Fhin-. Deberías hacerte con un anillo, no es bueno que te besen en dedo sin más.
-     Bheldur Thirrent -repitió Fhin sorprendido por el juramento-. No creo que sea el más indicado para que me jures lealtad, solo soy un pobre…
-       Sé quién eres, un honorable -cortó Bheldur, que se alzó y se puso serio-. Sé distinguir a las personas y tú eres una de las mejores que nunca me he encontrado antes.
-     Bueno, pero no esperes grandes cosas -indicó Fhin-. Debo volver a casa.


De esa forma, acompañado por Bheldur y su charla, Fhin se dirigió hacia de vuelta a la herrería y a reencontrarse con su maestro. Bheldur le estuvo contando un poco sobre su vida. Tenía unos veinte años, lo que le hacía ser mayor que Fhin, había nacido en el barrio de los mercaderes. Su padre era un laborioso almacenero de un mercader rico, mientras que su madre se dejaba la vista con la costura. Tenía varios hermanos menores y por ello, cuando tuvo la edad suficiente se marchó de casa. Su idea era la de prosperar con un negocio, pero la sociedad de la ciudad no permitía que los plebeyos ascendieran de orden social. Por ello, las puertas se fueron cerrando y él acabó más pobre que antes. No quiso regresar con sus padres, no quería ser una boca más que alimentar, una carga para ellos y sus hermanos. Pronto descubrió que era bueno haciéndose con lo ajeno y más con los juegos de cartas. Un viejo jugador le tomó como aprendiz, enseñándole todos los trucos y sobre todo cómo sobrevivir cuando se es acusado de tramposo. Juegos de manos y esgrima, las dos cosas que le mantendrían vivo, le había asegurado el anciano jugador. De esa manera y moviéndose mucho, había acabado en esa zona de La Cresta.

Se había enterado que al difunto líder de los Serpientes, le encantaba jugar a los dados y a los naipes. Con los primeros era poco hábil, pero con los segundos, la cosa cambiaba. Las primeras veces, en las partidas, las cosas fueron bien. Jugó con cautela, sacando lo suficiente, pero sin permitir que el contrario se viera estafado. Su maestro siempre se lo repetía y debía haberlo seguido a rajatabla, pero su afán de dejar a Vheriuss como un lerdo le pudo. Aún no sabía cómo, pero estaba seguro que alguien le había advertido sobre él. Por eso tenían esa charla en el callejón donde les había encontrado Fhin hacía unas horas.

-     Así que me ha jurado lealtad eterna un mentiroso -se burló Fhin, cuando Bheldur terminó su relato.
-     ¡Un jugador, bien! ¡Un embaucador, bueno! ¡Pero yo no tengo nada de mentiroso! -se quejó sonriente Bheldur-. Yo solo aligero de monedas a aquellos que son demasiado gordos y demasiado ineptos. Nunca he jugado con buenas personas o trabajadoras. Mi maestro era categórico con eso. Solo hay que limpiar a los que tienen demasiado.
-     ¿Y qué le pasó a tu maestro? -quiso saber Fhin, ya que Bheldur no había indicado porque se había separado de él.
-     Le pasó una espada por el gaznate -indicó Bheldur con tristeza-. No esperó a que yo le llevara parte de mis ganancias y decidió terminar su vida con estilo. Les levantó toda la paga a cuatro soldados imperiales, sin hacer trampas y estos no se lo tomaron demasiado bien. Ojala…
-     Los soldados imperiales no son una buena pieza, ni es bueno ir por ahí informando a los cuatro vientos que pretendes eliminar a unos cuantos -advirtió con voz queda a Bheldur-. Si es verdad que ahora me sirves, deberás olvidarte de esas venganzas.
-     Sí, sí -afirmó Bheldur, dándose cuenta del error que iba a cometer, a la vez que miró a las personas que les rodeaban, pero ninguna parecía que les atendiera.

Los pasos de Fhin les llevaron hasta un callejón que terminaba en un solar. Había una casa, vieja y normal, junto a un cobertizo con las puertas abiertas y una chimenea humeante. Tras observar con detenimiento, Bheldur se dio cuenta que era una modesta forja. Dentro se escuchaban los golpeteos de un martillo, muy separados de unos a otros. Así, que su nuevo líder era en verdad un modesto herrero o por lo menos el hijo de un herrero.

-     ¿Qué diablos has traído contigo, Fhin? -gritó un hombre mayor que había aparecido de la nada en la puerta de la herrería.
-     Le he ayudado y ahora no quiere dejarme, maestro -respondió Fhin, con mucho respeto-. Por lo visto cree estar en deuda conmigo.
-     Buenas, me llamo Bhel… -intentó decir Bheldur.
-     Vaya, por el gran Bhall -le interrumpió Fibius.

Bheldur se quedó paralizado, pues no solía oírse nombrar al viejo dios de los tiempos pasados. Su madre le rezaba, pero en secreto y le enseñó que era mejor dejarle en un segundo plano, pues hablar de él, así en público, podría atraer la ira de los imperiales. Sin duda, ya era la segunda vez que Fhin le sorprendía con creces. Primero ante una estatua de un rey olvidado y ahora ante un viejo herrero que creía en un dios proscrito.

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