Bheldur y
Fhin llegaron a la calle y a excepción de un par de transeúntes que les
observaron con sorpresa, para la mayoría pasaron desapercibidos.
- Bueno, ya estas salvado, Bheldur -dijo Fhin-. Creo que nuestros
caminos se separan aquí y ahora.
- Yo no lo creo, Fhin -negó Bheldur-.Te dije que si me sacabas de la
plaza, sería tu seguidor más leal. Yo Bheldur Thirrent te juro lealtad eterna.
Cuando necesites una mano, tendrás mi fuerza, cuando necesites apoyo, lo será
mi acero, cuando requieras descanso, lo conseguiré con mi ingenio -Bheldur se
había arrodillado ante él y le besó la mano derecha a Fhin-. Deberías hacerte
con un anillo, no es bueno que te besen en dedo sin más.
- Bheldur Thirrent -repitió Fhin sorprendido por el juramento-. No
creo que sea el más indicado para que me jures lealtad, solo soy un pobre…
-
Sé quién eres, un honorable -cortó Bheldur, que se alzó y se puso
serio-. Sé distinguir a las personas y tú eres una de las mejores que nunca me
he encontrado antes.
- Bueno, pero no esperes grandes cosas -indicó Fhin-. Debo volver a
casa.
De esa
forma, acompañado por Bheldur y su charla, Fhin se dirigió hacia de vuelta a la
herrería y a reencontrarse con su maestro. Bheldur le estuvo contando un poco
sobre su vida. Tenía unos veinte años, lo que le hacía ser mayor que Fhin,
había nacido en el barrio de los mercaderes. Su padre era un laborioso
almacenero de un mercader rico, mientras que su madre se dejaba la vista con la
costura. Tenía varios hermanos menores y por ello, cuando tuvo la edad
suficiente se marchó de casa. Su idea era la de prosperar con un negocio, pero
la sociedad de la ciudad no permitía que los plebeyos ascendieran de orden
social. Por ello, las puertas se fueron cerrando y él acabó más pobre que
antes. No quiso regresar con sus padres, no quería ser una boca más que
alimentar, una carga para ellos y sus hermanos. Pronto descubrió que era bueno
haciéndose con lo ajeno y más con los juegos de cartas. Un viejo jugador le
tomó como aprendiz, enseñándole todos los trucos y sobre todo cómo sobrevivir
cuando se es acusado de tramposo. Juegos de manos y esgrima, las dos cosas que
le mantendrían vivo, le había asegurado el anciano jugador. De esa manera y
moviéndose mucho, había acabado en esa zona de La Cresta.
Se había
enterado que al difunto líder de los Serpientes, le encantaba jugar a los dados
y a los naipes. Con los primeros era poco hábil, pero con los segundos, la cosa
cambiaba. Las primeras veces, en las partidas, las cosas fueron bien. Jugó con
cautela, sacando lo suficiente, pero sin permitir que el contrario se viera
estafado. Su maestro siempre se lo repetía y debía haberlo seguido a rajatabla,
pero su afán de dejar a Vheriuss como un lerdo le pudo. Aún no sabía cómo, pero
estaba seguro que alguien le había advertido sobre él. Por eso tenían esa
charla en el callejón donde les había encontrado Fhin hacía unas horas.
- Así que me ha jurado lealtad eterna un mentiroso -se burló Fhin,
cuando Bheldur terminó su relato.
- ¡Un jugador, bien! ¡Un embaucador, bueno! ¡Pero yo no tengo nada
de mentiroso! -se quejó sonriente Bheldur-. Yo solo aligero de monedas a
aquellos que son demasiado gordos y demasiado ineptos. Nunca he jugado con
buenas personas o trabajadoras. Mi maestro era categórico con eso. Solo hay que
limpiar a los que tienen demasiado.
- ¿Y qué le pasó a tu maestro? -quiso saber Fhin, ya que Bheldur no
había indicado porque se había separado de él.
- Le pasó una espada por el gaznate -indicó Bheldur con tristeza-.
No esperó a que yo le llevara parte de mis ganancias y decidió terminar su vida
con estilo. Les levantó toda la paga a cuatro soldados imperiales, sin hacer
trampas y estos no se lo tomaron demasiado bien. Ojala…
- Los soldados imperiales no son una buena pieza, ni es bueno ir por
ahí informando a los cuatro vientos que pretendes eliminar a unos cuantos
-advirtió con voz queda a Bheldur-. Si es verdad que ahora me sirves, deberás
olvidarte de esas venganzas.
- Sí, sí -afirmó Bheldur, dándose cuenta del error que iba a
cometer, a la vez que miró a las personas que les rodeaban, pero ninguna
parecía que les atendiera.
Los pasos
de Fhin les llevaron hasta un callejón que terminaba en un solar. Había una
casa, vieja y normal, junto a un cobertizo con las puertas abiertas y una
chimenea humeante. Tras observar con detenimiento, Bheldur se dio cuenta que
era una modesta forja. Dentro se escuchaban los golpeteos de un martillo, muy
separados de unos a otros. Así, que su nuevo líder era en verdad un modesto
herrero o por lo menos el hijo de un herrero.
- ¿Qué diablos has traído contigo, Fhin? -gritó un hombre mayor que
había aparecido de la nada en la puerta de la herrería.
- Le he ayudado y ahora no quiere dejarme, maestro -respondió Fhin,
con mucho respeto-. Por lo visto cree estar en deuda conmigo.
- Buenas, me llamo Bhel… -intentó decir Bheldur.
- Vaya, por el gran Bhall -le interrumpió Fibius.
Bheldur
se quedó paralizado, pues no solía oírse nombrar al viejo dios de los tiempos
pasados. Su madre le rezaba, pero en secreto y le enseñó que era mejor dejarle
en un segundo plano, pues hablar de él, así en público, podría atraer la ira de
los imperiales. Sin duda, ya era la segunda vez que Fhin le sorprendía con
creces. Primero ante una estatua de un rey olvidado y ahora ante un viejo
herrero que creía en un dios proscrito.
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