El capitán Fhinnahl estaba bajo el portal del cuartel,
jadeando por el esfuerzo de haber ido corriendo, seguramente tras los pasos del
prefecto.
-
¿Quiere algo de mí, capitán? -preguntó solícito Beldek, sin quitar
el pie del estribo.
-
El general quiere hablar con usted, señor -informó Fhinnahl, con
una cara de cansancio por el esfuerzo y una de ruego, para que pudiera calmar
al general.
-
Hum, capitán, siento tener que negarme -dijo Beldek, sonriente-.
Dígale al general que no ha sido capaz de encontrarme…
-
Por favor, prefecto -rogó con un hilillo de voz Fhinnahl, que no
sabía cómo comunicarle eso al general, sin que este le gritara hasta el
infinito.
-
¿Ha ocurrido algo, capitán?
-
Las algaradas han pasado de menospreciar a la milicia por su
inanición a atacar al sumo sacerdote, señor -comunicó Fhinnahl, esperando que
ese dato hiciese cambiar de idea al prefecto y fuera a hablar con el general-.
La turba acusa al sumo sacerdote de falta de espiritualidad y ser un descreído.
Quieren que sea declarado enemigo de Rhetahl y elijan a otro sumo sacerdote.
-
Curioso -murmuró al tiempo que se aupaba sobre la silla de su
montura-. Recuerde capitán, no me ha visto.
- Pero
prefecto -se quejó Fhinnahl, pero sin fuerza, sabiendo que no haría cambiar de
idea al oficial.
Beldek, espoleó su caballo y se puso al mando de la
columna, seguido por Ahlssei y el sargento Shiahl. El capitán Fhinnahl se quedó
observando como el grupo se marchaba y empezaba a rumiar lo que le iba a decir
al general, quien no le iba a agradecer su trabajo, por infructuoso. Ser el
edecán del general estaba bien, a excepción de los ataques de cólera de este.
La columna del prefecto salió del cuartel y se dirigió
a la gran avenida, hasta llegar a la gran plaza. Durante el trayecto
encontraron a algunos grupos de ciudadanos, pero al ver a la caballería,
prefirieron salir del camino de los caballos. También había otros residentes
ocupados de sus negocios, tiendas y talleres que seguían trabajando a pesar de
los disturbios. Había carros de reparto y caravanas que llegaban a la ciudad,
llenas de productos de todo tipo. En el trayecto adelantaron un convoy de
grano, que había sido protegido por más caballería. Sin duda el general había
decidido con bastante prudencia que lo mejor era que el suministro de grano fuese
protegido. Mientras el alimento siguiese llenando los graneros de la ciudad, la
masa no se envalentonaría. En la plaza tomaron el camino del barrio alto, pero
al poco se desviaron al este, al barrio de Ahlmanier, que era donde residía el
propio prefecto como otros aristócratas menores, oficiales militares de alto
grado, eruditos, y otros prohombres de la ciudad.
El monasterio de El Orante Rhetahl era una gran
edificio de planta cuadrangular, que originalmente era un cuartel de la
milicia, que la construir las nuevas ciudadelas fue comprado por la iglesia de
Rhetahl. Compraron más áreas circundantes y de esa forma obtuvieron sitio para
construir nuevos edificios, adosados al original. Entre las nuevas alas se
encontraba un templo, la escuela de novicios, los dormitorios de los novicios,
un orfanato para niños de la calle, un comedor para los pobres, un hospicio,
unos jardines de oración y los edificios de los siervos que moraban dentro de
los muros que rodeaban el monasterio. Por lo que se sabía en el monasterio
residían cien sacerdotes mayores y doscientos novicios de diversas edades. Así
como casi cien huérfanos, al cuidado de los novicios. Estos también se
encargaban del hospicio y el comedor de pobres. Según las normas de Rhetahl,
los novicios debían ser instruidos tanto en las sagradas enseñanzas, así como
en la caridad hacia el prójimo.
En el barrio de Ahlmanier no encontraron tantos grupos
de molestos, sino que se cruzaron con bandas de siervos de las casas, armadas
con varas gruesas y largas. Los vecinos habían decidido montar sus propias
milicias de seguridad, sabiendo que la milicia de la ciudad estaría más ocupada
en otros barrios. A Beldek le pareció reconocer a los siervos de su vecino, el
general Ihsphar de Fheahl, un militar anciano que moraba en una pequeña
residencia. Todas las mañanas hacía que sus siervos hicieran la instrucción,
como si fueran reclutas de los ejércitos que había dirigido. Era una pena ver
como el retiro en la capital había ido mermando el raciocinio y que ya no era
capaz de distinguir la realidad de sus propias ensoñaciones.
Por fin llegaron a la puerta exterior del monasterio,
donde se encontraron un grupo de siervos con palos, que parecían estar allí
situados para proteger el acceso del lugar de culto. Uno de ellos, armado con
lo que parecía el asta de una lanza al que le habían retirado la punta de
hierro, se aproximó a Beldek.
-
Santo y seña, órdenes del general Ihsphar -espetó el siervo, con
cara de ser alguien de más rango que el real.
-
¿Santo y seña? ¿De qué hablas, amigo? Quítate de en medio o te
quito yo -ordenó sin contemplaciones Beldek, con cara de pocos amigos, al
tiempo que posaba su mano derecha sobre el pomo de su espada.
-
¡El santo y seña! -gritó el siervo, moviendo el asta de madera
hacia la cabeza de la montura del prefecto, lo que hizo que este reculase por
miedo a que le golpeasen con el palo.
-
¿Estás amenazándome con el palo? -inquirió Beldek, enfadado por la
osadía del siervo. Esto es lo que pasaba cuando un loco instruía a imbéciles
que no diferenciaban a la milicia de lo que pensase que eran ellos.
- ¡Alto,
alto! -gritó alguien por detrás de los siervos armados y la verga de la puerta
del monasterio.
Beldek alzó los ojos y vio que un sacerdote, con una
tripa incipiente y unas ropas no muy caras llegaba a la carrera con cara
preocupada.
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