Shennur observaba por entre las ranuras de uno de los enrejados
que cubría una de las ventanas que daba al jardín, atento a la pareja que se
alejaba por los jardines agarrados del brazo. El hombre sonreía para sí mismo,
demasiado absorto en sus cavilaciones.
-
Ahora también te dedicas a ser un casamentero -dijo Jhamir que se
había colocado junto a su esposo y miraba lo que observaba este-. Recuerda que
la dama sigue casada con el emperador. Jamás se la entregara a su hermano
mientras viva.
-
No deberías acercarte tan sigilosa, cualquier día acabarás conmigo
por un susto como este -se quejó Shennur, pero sin demasiada convicción-. Tal
vez sería bueno para nuestra causa que el amor floreciera entre ellos, Pherahl
sería un buen aliado en los tiempos que se acercan.
-
Como siempre sigues tan obtuso, el amor entre un hombre y una
mujer no florece de la nada -le advirtió Jhamir-. Tú serás capaz de leer en los
ojos de los hombres, pero no en sus corazones.
-
Pues el tuyo lo conozco perfectamente -indicó Shennur ofendido.
-
¡Ja! Solo sabes lo que te permito que sepas -dijo con orgullo
Jhamir.
Shennur se volvió hacia su esposa, la miró a los ojos y la sonrió.
Jhamir había sido su compañera durante muchos años. Tal vez no se casara con
ella por amor, sino por un matrimonio concertado por su tío. Pero a día de hoy
estaba prácticamente seguro que la amaba con locura. Además confiaba tanto en
ella, que era su principal asesor. Ella nunca se quedaba atrás, le daba
consejos correctos y llenos de cordura. Era la mejor compañera que podía haber
elegido para esta vida suya.
-
Xhini me ha comentado que había un problema de índole interno,
sobre nuestras posesiones -inquirió Shennur.
-
¡Bah! ¡Esa muchacha necesitaba una excusa para poder acercarse al
príncipe! -espetó Jhamir, sonriente-. Quería hablar con él, pero no veía cómo
aproximarse sin que pareciese que le interesase. Las jóvenes ya no son como era
yo.
-
Vaya, vaya -se limitó a decir Shennur, tras lo que besó a su
esposa con pasión en los labios.
En ese momento llegó una doncella, indicando a la señora de la
casa que los cocineros querían hablar con ella sobre los platos requeridos para
la comida, cuántos invitados y demás. Jhamir se despidió y dejo solo a su
esposo, que tras comprobar que el príncipe había desaparecido por los jardines,
se dirigió a su estudio.
Siguiendo por un pasillo bastante desprovisto de decoraciones,
llegó a una puerta estrecha, que abrió, entrando al interior de una estancia
pequeña y llena de estantes en los que rebosaban los códices y los rollos de
pergaminos. También había tomos de diversos tamaños. Los pequeños eran diarios
y crónicas de viajes o sobre el arte de la guerra. Los grandes eran mapas del
territorio imperial y de los reinos vecinos, los cuales le había costado tiempo
y oro conseguir. Ni el propio emperador en su biblioteca dentro del palacio
tenía alguno de los mapas que él había obtenido.
Empezó a tomar pergaminos en blanco y a rellenarlos, pues
necesitaba que al día siguiente hubiera suficientes “amigos” para proteger la
vida del príncipe heredero de una rabieta de su hermano. Sabía lo que tenía que
escribir y a quienes serían los más interesados. Los había de todo rango, unos
aristócratas leales, otros burgueses y mercaderes, a quienes el nuevo clima de
comercio libre les venía mejor, y a la vez eran contrarios de Pherrin, que les
robaba buenos tratos por culpa de su amistad imperial. También estaría bien
hacer que un par de eminentes sacerdotes se dejasen caer por la corte, pues
siempre era bueno tener a los dioses de tu lado.
Puede que el amor no fuera uno de sus puntos fuertes, pero los
meandros de la política eran su patio de juego más habitual. Creía tenerlo más
o menos dominado. Pero era verdad que siempre tenía que estar al tanto de todo,
porque si no se podría escapársele alguna pieza clave.
Cada una de las misivas las fue lacrando con cera y aplicando su
sello, que lo llevaba grabado en el anillo del dedo anular de su mano derecha.
Cuando tuvo todas las misivas, con el nombre de la persona a la que iba
remitido junto al lacre, hizo sonar una campanilla hasta que Dhiver apareció
por la puerta.
-
Encárgate de que estas cartas llegan a las personas a las que van
dirigidas -ordenó Shennur-. Que se entreguen en mano y por hombres que te sean
fieles.
-
Como ordenéis, mi señor -asintió Dhiver, tomando las cartas,
metiéndolas en una bolsa que llevaba al hombro.
El criado se marchó, tras guardar su cometido. Shennur observó
cómo caía arena por un reloj y supuso que ya estaría la comida lista, por lo
que se puso de pie, salió del despacho y se dirigió hacia el pasillo, para regresar
a la zona de las estancias principales.
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