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miércoles, 27 de septiembre de 2017

El tesoro de Maichlons (19)



Cuando Maichlons abrió los ojos lo primero que sintió fue el dolor en su cabeza, un dolor agudo, que ya conocía demasiado bien, pues no es la primera vez que se había pasado con la bebida. Miró hacia la ventana y pudo ver que la luz del sol menguaba, lo que quería decir que se había pasado toda la tarde allí. Se movió para comprobar que no tenía nada entumecido, se quitó la pesada manta que tenía sobre él, para descubrir que estaba completamente desnudo. Intentó recordar qué es lo que había pasado, pero no le venía a la mente ninguna imagen. Observó su cuerpo, se fue palpando, temiendo haber ocurrido algo que no le hubiera gustado. Lo único que descubrió fue rastros de semen y sangre secos en el pelo de su entrepierna. Lo primero indicaba que había tenido sexo, pero lo segundo era más raro, ya que él no parecía tener corte alguno. No se podía creer que le hubiera hecho algo así a una de esas prostitutas, no era su estilo. Aunque estaba tan bebido, que no podía jurarlo.
Se levantó de un saltó y se acercó a la ventana. La luz que había tomado por el atardecer era más bien la del amanecer. Había pasado allí toda la noche, lo cual indicaba que había bebido más de lo que se había supuesto. Tocó el cristal y en ese momento empezó a sentir el frío de la mañana, tanto en su mano, como en su cuerpo desnudo, como subiendo desde las plantas de sus pies. Los escalofríos sacudieron su cuerpo y se puso a buscar sus prendas. El maniquí de madera junto a la cama estaba vacío, pero pronto localizó sus ropas y su armadura sobre el suelo, formando un montón sin orden.
Maichlons se tuvo que vestir solo, pero ya lo había hecho otras veces. Le costó colocarse la cota de malla, así como algunas piezas de su armadura, pero al final, tras sudar un poco más estaba listo para irse de allí. Entonces se le ocurrió revisar su bolsa, temiendo que le hubieran desvalijado, pero al tomarla, notó el peso y escuchó el tintineo de monedas en su interior. Abrió la puerta y salió al pasillo, recorriéndolo hasta las escaleras. Bajó rápido los peldaños de madera, llegando a la taberna que como siempre tenía un buen número de soldados como clientes. Se dirigió hacia la barra, que limpiaba el tabernero, bostezando con ganas.
-          ¿Ha dormido bien el señor? -preguntó el tabernero, cuando vio que se le acercaba. Maichlons no notó ni sarcasmo ni burla en la pregunta.
-          Sí, gracias, muy cómodo el catre -asintió Maichlons, que se moría por preguntar por lo de la sangre, por si había sido algo raro por su parte, pero el tabernero no parecía ni disgustado ni nervioso-. ¿Os debo algo por la cama?
-          No, oficial, no -negó sonriente el tabernero-. El catre era gratis, tras lo que gastasteis en bebida, era lo menos que os podía ofrecer.
-          ¿Y también la compañía? -se armó de valor Maichlons.
-          ¿Compañía? -repitió el tabernero estupefacto-. No estabais en situación de pedir ese servicio, mi oficial, habéis dormido solo.
-          ¡Ah, sí! lo habré soñado, gracias por la cama, lo necesitaba -se despidió Maichlons, dándose la vuelta y marchándose, más aliviado, pero sin saber la procedencia de la sangre, algo que decidió pasar por alto.
El tabernero siguió con la mirada a Maichlons hasta que este abrió la puerta de su establecimiento y se largó. La pregunta del soldado le había dejado intranquilo, por lo que se fue a las cocinas y pidió a una de las camareras que se ocupara de la barra. Después se dirigió hacia las escaleras, las subió y recorrió el pasillo hasta una puerta más oscura que el resto. La abrió y en vez de entrar en una habitación como las otras, había una sala más grande, con una mesa y varias sillas. En una de ellas había sentada una señora, de mediana edad, que levantó la cara de unos papeles para mirarle.
-          En la habitación del cerrojo, la última, había un cliente durmiendo la mona, ¿alguna de las chicas le ha hecho algún servicio? -preguntó el tabernero.
-          No, las chicas no han entrado en ese cuarto, nunca lo hacen, allí está prohibido que entren, Edgbert, se lo decimos a cada chica nueva -negó la mujer-. ¿Por?
-          No sé, el cliente se acaba de marchar, pero me ha querido pagar por un servicio que cree que le han hecho -explicó Edgbert-. Me ha dado mala espina, pues parecía estar muy seguro de que había hecho algo, hasta estaba nervioso.
-          Si has comentado que se había pillado una buena pelotera con el alcohol, tal vez lo ha soñado -indicó la mujer.
-          La verdad es que iba bien bebido, más aún no se podía poner en pie, para subirlo tuvo que cargar de él Lisvor y… -comenzó a decir Edgbert, pero sus palabras se quedaron en el aire, mientras su mente trabajaba a toda pastilla. Solo una palabra se repetía en su cabeza, Lisvor.
El tabernero salió de la habitación como una exhalación, sin cerrar la puerta. La mujer tuvo que levantarse y cerrarla, sin comprender qué diablos le había pasado al tabernero por la mente, pero la verdad le daba lo mismo. No la habían contratado en el burdel por ser la más lista del mundo, sino porque cuando era más joven era lo suficientemente bella y voluptuosa para ocupar una de las habitaciones y ahora, cuando la edad había hecho mella en ella, se había ganado el puesto de cuidadora de las chicas, que venían donde ella para que las ayudara cuando alguno de los clientes no era lo suficiente limpio o sosegado.
Edgbert bajó por las escaleras contrarias a la de descenso a la taberna, cruzó las cocinas, saliendo al patio y de allí fue directo a una casa con forma de ele, donde tanto él como otros trabajadores dormían cuando no tenían turnos que hacer. Tuvo que subir al segundo piso, recorrer un pasillo hasta encontrar la puerta a la que quería llegar. Entró sin llamar.
-          ¡Niña estúpida! -gritó Edgbert-. ¡Levántate!
Lisvor se despertó de un salto y obedeció sin pausa, pues sabía bien lo que podía pasar si no lo hacía. Miró hacia el ventanuco que había en su cuarto y distinguió que aún no había amanecido, por lo que no se había dormido. Entonces por qué estaba ahí el tabernero, más iracundo que nunca. Lisvor decidió sonreírle, pues su sonrisa parecía que hacía derretir a los hombres. Esta vez, no salió el truco como esperaba. Edgbert cerró la puerta de golpe, avanzó hasta donde ella permanecía de pie, puso su mano derecha sobre su hombro izquierdo, apretando ligeramente el cuello con el pulgar. La otra mano del tabernero agarró la tela del cuello del camisón de Lisvor. Por un momento pareció que el tiempo se detenía, pero todo cambió cuando el tabernero tiró de la tela, destrozando el camisón que cayó a los pies de la niña, dejando al aire su desnudez. La mano izquierda bajó y varios dedos se introdujeron por su vagina, sin cautela ni sentimiento. Unas lágrimas aparecieron en los ojos de Lisvor, debido al dolor que le produjo la entrada salvaje de los dedos del tabernero y el frío de estos.
Edgbert mantuvo allí dentro sus dedos, buscando algo que ya no estaba. Sus ojos se inyectaron en sangre, mientras la ira crecía por su cuerpo. Cuando sacó sus dedos, la muchacha pareció suspirar de alivio. Edgbert observó lo que había en la punta de sus dedos y se limpió en el pantalón.
-          Creo que te hemos tratado bien -dijo Edgbert-. Pero aun así has decidido joderme el negocio. Me ibas a dar mucho dinero. Cualquiera de esos impresentables me daría una buena suma por desflorarte, pero tú tenías otras cosas en mente, ¿verdad? No me respondas. Vas a desear no haber nacido.
Edgbert empujó a Lisvor que cayó sobre la cama, sin entender nada. Miraba al tabernero, que se desató el cinturón y sus calzones cayeron al suelo, dejando ver un miembro palpitante. Lisvor intentó recular cuando vio que el tabernero avanzaba hacia ella. Ahora sabía lo que iba a pasar, pero esta vez ella no tendría la iniciativa.

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