Cuando Maichlons abrió los ojos lo primero que sintió fue el dolor
en su cabeza, un dolor agudo, que ya conocía demasiado bien, pues no es la
primera vez que se había pasado con la bebida. Miró hacia la ventana y pudo ver
que la luz del sol menguaba, lo que quería decir que se había pasado toda la
tarde allí. Se movió para comprobar que no tenía nada entumecido, se quitó la
pesada manta que tenía sobre él, para descubrir que estaba completamente
desnudo. Intentó recordar qué es lo que había pasado, pero no le venía a la
mente ninguna imagen. Observó su cuerpo, se fue palpando, temiendo haber
ocurrido algo que no le hubiera gustado. Lo único que descubrió fue rastros de
semen y sangre secos en el pelo de su entrepierna. Lo primero indicaba que
había tenido sexo, pero lo segundo era más raro, ya que él no parecía tener
corte alguno. No se podía creer que le hubiera hecho algo así a una de esas
prostitutas, no era su estilo. Aunque estaba tan bebido, que no podía jurarlo.
Se levantó de un saltó y se acercó a la ventana. La luz que había
tomado por el atardecer era más bien la del amanecer. Había pasado allí toda la
noche, lo cual indicaba que había bebido más de lo que se había supuesto. Tocó
el cristal y en ese momento empezó a sentir el frío de la mañana, tanto en su
mano, como en su cuerpo desnudo, como subiendo desde las plantas de sus pies.
Los escalofríos sacudieron su cuerpo y se puso a buscar sus prendas. El maniquí
de madera junto a la cama estaba vacío, pero pronto localizó sus ropas y su
armadura sobre el suelo, formando un montón sin orden.
Maichlons se tuvo que vestir solo, pero ya lo había hecho otras
veces. Le costó colocarse la cota de malla, así como algunas piezas de su
armadura, pero al final, tras sudar un poco más estaba listo para irse de allí.
Entonces se le ocurrió revisar su bolsa, temiendo que le hubieran desvalijado,
pero al tomarla, notó el peso y escuchó el tintineo de monedas en su interior.
Abrió la puerta y salió al pasillo, recorriéndolo hasta las escaleras. Bajó
rápido los peldaños de madera, llegando a la taberna que como siempre tenía un
buen número de soldados como clientes. Se dirigió hacia la barra, que limpiaba
el tabernero, bostezando con ganas.
-
¿Ha dormido bien el señor? -preguntó el tabernero, cuando vio que
se le acercaba. Maichlons no notó ni sarcasmo ni burla en la pregunta.
-
Sí, gracias, muy cómodo el catre -asintió Maichlons, que se moría
por preguntar por lo de la sangre, por si había sido algo raro por su parte,
pero el tabernero no parecía ni disgustado ni nervioso-. ¿Os debo algo por la
cama?
-
No, oficial, no -negó sonriente el tabernero-. El catre era
gratis, tras lo que gastasteis en bebida, era lo menos que os podía ofrecer.
-
¿Y también la compañía? -se armó de valor Maichlons.
-
¿Compañía? -repitió el tabernero estupefacto-. No estabais en
situación de pedir ese servicio, mi oficial, habéis dormido solo.
-
¡Ah, sí! lo habré soñado, gracias por la cama, lo necesitaba -se
despidió Maichlons, dándose la vuelta y marchándose, más aliviado, pero sin
saber la procedencia de la sangre, algo que decidió pasar por alto.
El tabernero siguió con la mirada a Maichlons hasta que este abrió
la puerta de su establecimiento y se largó. La pregunta del soldado le había
dejado intranquilo, por lo que se fue a las cocinas y pidió a una de las
camareras que se ocupara de la barra. Después se dirigió hacia las escaleras,
las subió y recorrió el pasillo hasta una puerta más oscura que el resto. La
abrió y en vez de entrar en una habitación como las otras, había una sala más
grande, con una mesa y varias sillas. En una de ellas había sentada una señora,
de mediana edad, que levantó la cara de unos papeles para mirarle.
-
En la habitación del cerrojo, la última, había un cliente
durmiendo la mona, ¿alguna de las chicas le ha hecho algún servicio? -preguntó
el tabernero.
-
No, las chicas no han entrado en ese cuarto, nunca lo hacen, allí
está prohibido que entren, Edgbert, se lo decimos a cada chica nueva -negó la
mujer-. ¿Por?
-
No sé, el cliente se acaba de marchar, pero me ha querido pagar
por un servicio que cree que le han hecho -explicó Edgbert-. Me ha dado mala
espina, pues parecía estar muy seguro de que había hecho algo, hasta estaba
nervioso.
-
Si has comentado que se había pillado una buena pelotera con el
alcohol, tal vez lo ha soñado -indicó la mujer.
-
La verdad es que iba bien bebido, más aún no se podía poner en
pie, para subirlo tuvo que cargar de él Lisvor y… -comenzó a decir Edgbert,
pero sus palabras se quedaron en el aire, mientras su mente trabajaba a toda
pastilla. Solo una palabra se repetía en su cabeza, Lisvor.
El tabernero salió de la habitación como una exhalación, sin
cerrar la puerta. La mujer tuvo que levantarse y cerrarla, sin comprender qué
diablos le había pasado al tabernero por la mente, pero la verdad le daba lo
mismo. No la habían contratado en el burdel por ser la más lista del mundo,
sino porque cuando era más joven era lo suficientemente bella y voluptuosa para
ocupar una de las habitaciones y ahora, cuando la edad había hecho mella en
ella, se había ganado el puesto de cuidadora de las chicas, que venían donde
ella para que las ayudara cuando alguno de los clientes no era lo suficiente
limpio o sosegado.
Edgbert bajó por las escaleras contrarias a la de descenso a la
taberna, cruzó las cocinas, saliendo al patio y de allí fue directo a una casa
con forma de ele, donde tanto él como otros trabajadores dormían cuando no
tenían turnos que hacer. Tuvo que subir al segundo piso, recorrer un pasillo
hasta encontrar la puerta a la que quería llegar. Entró sin llamar.
-
¡Niña estúpida! -gritó Edgbert-. ¡Levántate!
Lisvor se despertó de un salto y obedeció sin pausa, pues sabía
bien lo que podía pasar si no lo hacía. Miró hacia el ventanuco que había en su
cuarto y distinguió que aún no había amanecido, por lo que no se había dormido.
Entonces por qué estaba ahí el tabernero, más iracundo que nunca. Lisvor
decidió sonreírle, pues su sonrisa parecía que hacía derretir a los hombres.
Esta vez, no salió el truco como esperaba. Edgbert cerró la puerta de golpe, avanzó
hasta donde ella permanecía de pie, puso su mano derecha sobre su hombro
izquierdo, apretando ligeramente el cuello con el pulgar. La otra mano del
tabernero agarró la tela del cuello del camisón de Lisvor. Por un momento
pareció que el tiempo se detenía, pero todo cambió cuando el tabernero tiró de
la tela, destrozando el camisón que cayó a los pies de la niña, dejando al aire
su desnudez. La mano izquierda bajó y varios dedos se introdujeron por su
vagina, sin cautela ni sentimiento. Unas lágrimas aparecieron en los ojos de
Lisvor, debido al dolor que le produjo la entrada salvaje de los dedos del
tabernero y el frío de estos.
Edgbert mantuvo allí dentro sus dedos, buscando algo que ya no
estaba. Sus ojos se inyectaron en sangre, mientras la ira crecía por su cuerpo.
Cuando sacó sus dedos, la muchacha pareció suspirar de alivio. Edgbert observó
lo que había en la punta de sus dedos y se limpió en el pantalón.
-
Creo que te hemos tratado bien -dijo Edgbert-. Pero aun así has
decidido joderme el negocio. Me ibas a dar mucho dinero. Cualquiera de esos
impresentables me daría una buena suma por desflorarte, pero tú tenías otras
cosas en mente, ¿verdad? No me respondas. Vas a desear no haber nacido.
Edgbert empujó a Lisvor que cayó sobre la cama, sin entender nada.
Miraba al tabernero, que se desató el cinturón y sus calzones cayeron al suelo,
dejando ver un miembro palpitante. Lisvor intentó recular cuando vio que el
tabernero avanzaba hacia ella. Ahora sabía lo que iba a pasar, pero esta vez
ella no tendría la iniciativa.
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