Una
persona, de cuerpo fino, se movía entre las hierbas de la pradera. En la gran
extensión, de la que casi no se veía su fin, crecían hierbas altas, por donde
los depredadores y las presas jugaban a un juego mortal. En algunos lugares se
alzaban pequeños bosquecillos, o árboles sueltos. Hacia el norte, se podía
observar el linde de las frondosas selvas húmedas. La persona, que había
avanzado agachada, se alzó para ver mejor lo que tenía delante. Era una mujer,
de unos veinte años.
La joven
vestía pobremente, pero no necesitaba más. Con un trozo de tela, cubría sus
pechos o por lo menos una parte, pues eran grandes. Con ayuda de unos tendones
trenzados y unas argollas de metal, lo mantenían en su lugar. Otro cubría sus
vergüenzas inferiores, siendo poco más que un taparrabos algo elaborado. El
resto del cuerpo estaba desnudo. La mujer llevaba un collar de piezas de madera
y colmillos de animales, así como varios brazaletes de metal, con unas gemas de
colores incrustadas. Un cinturón pasaba sobre la cintura, pegado al taparrabos,
del cual colgaba un puñal dentro de una vaina de cuero.
La piel
era lisa, suave, de un color marrón oscuro, pero la surcaban por los brazos y
las piernas unos bellos tatuajes con formas de líneas gruesas. Llevaba su pelo
negro recogido en un abultado moño en su nuca. Los ojos eran negros, grandes y
vivarachos. En su mano derecha llevaba un lanza larga, de asta de madera y la
hoja de doble fila, basta.
Al
momento de alzarse, se volvió a dejarse caer entre la hierba. Era mejor no
dejarse ver, sobre todo si estaba de caza. Sabía que su padre no la habría
permitido ir sola allí, pero ahora su padre no estaba en el poblado, así que
los guardias no habían dicho mucho cuando se había ido. La verdad es que les
había mentido. Les dijo que iba a ir hasta la laguna. Ellos se habían limitado
a darle una lanza, para su seguridad, aunque ya habían visto su puñal.
El
poblado estaba formado por una serie de casuchas, de una planta, cuadrada, con
un poco de tierra labrada detrás o con un corralito con un par de cerdos o
gallinas. Todas las casas rodeaban a una mucho más grande, en cuyo centro había
cuatro chimeneas. El perímetro exterior estaba defendido por una empalizada de
troncos, de tres metros de altura, sin plataforma y con varias torres bajas en
el lado interior. Al otro lado de la empalizada se encontraba la selva.
El padre
de Kounia, pues así se llamaba la muchacha, era el líder del poblado. Así que
siempre tenía mucha libertad de movimiento. Y ahora que se había tenido que ir,
llamado por el gran consejo, podía hacer lo que quisiera. Es verdad que uno de
sus hermanos, Jhibba se había quedado para mantener el poblado controlado, pero
no podía estar demasiado atento a sus aventuras.
Las praderas
abiertas eran la zona de caza del poblado, pero eran peligrosas, ya que había
infinidad de depredadores que también las tenían como su feudo, no solo para
los cazadores de su poblado. Además, estaban vetadas para todos aquellos que no
hubieran sobrepasado las pruebas de cazador. Kounia ni se había llegado a
presentar, más bien, dudaba que su padre lo permitiera. No, su sino sería
casarse y crear una buena familia. Desgraciadamente para ella, ni uno solo de
los jóvenes del poblado y por no decir de los vecinos había intentado unirse a
ella. Tal vez su padre la estuviera reservando a una unión más importante.
Alguna de las chicas de su edad, la mayoría emparejada, había llegado a
fantasear con ser la prometida del gran campeón, el líder de su nación. El único
problema que se veía en ese sueño es que hacía mucho desde que su pueblo había
requerido la presencia de un campeón, desde los tiempos de las grandes guerras.
Ahora, excepto por las luchas con los hombres del sur, rara vez había nada que
se pudiera llamar una guerra.
Un
relincho la sacó de sus pensamientos y Kounia buscó de dónde venía el sonido.
En línea recta a unos quinientos metros había aparecido un caballo. Era un
bello animal, de pelaje blanco lechoso, de crines oscurecidas, pero se movía
con el cuello bajo, la cabeza rozaba las puntas de las hierbas altas. Le
costaba andar, dando un pequeño saltito, que le hacía que todo el cuerpo
temblara. Sobre el lomo había un bulto, que de improviso se deslizó y cayó al
suelo. La montura dio un par de pasos más, con la lengua fuera de su boca. Los
ojos parecían cansados.
Kounia
avanzó hacia el animal, que no pareció mostrarse nervioso por la presencia de
la mujer, pero olisqueaba algo. Intentó dar un par de pasos más, pero el
cansancio pudo con él y se vino al suelo, hincando primero las patas, tras lo
que se posó de costado sobre las hierbas. Kounia clavó su lanza en el suelo y
acarició el pelaje del animal. Era suave y corto, parecía bien cuidado. Al
seguir estudiando al caballo, dio con dos proyectiles clavados en el cuarto
trasero, con unos hilillos resecos de sangre. Las saetas eran lo que le hacía
moverse a saltitos. Le miró a los ojos, la lengua y puso su frente contra la
del caballo.
-
No te preocupes, tus días de carreras ya se han terminado,
descansa y observa el seno de Gharakan -susurró Kounia, sin separar su cabeza
del caballo. Con la mano izquierda acariciaba la piel del animal y con la
derecha tomaba su puñal con cuidado-. Los que te esclavizaron no podrán
seguirte, pues en el mundo de Gharakan tú serás un gran señor.
El
caballo estaba tan extenuado que casi ni se movió cuando la mujer le cortó el
cuello. La sangre manó, manchando la hoja del arma y su brazo. El animal no
hizo nada para intentar sobrevivir, ni lanzó coces al aire ni se intentó
levantarse. Pues tanto el caballo como la mujer sabían que ya no iba a vivir
mucho más.
Kounia
recuperó su lanza, tras hacer una reverencia al espíritu del animal que se
marchaba ya para su verdadera tierra. Se acercó al bulto que se había caído del
caballo y al retirar lo que parecía algún tipo de tela, se encontró con un
hombre, de cabellos cortos y rubios. Era apuesto, pero su piel era más pálida
que la suya, sin llegar al color del coco, pero bastante. Vestía con mucha más
ropa que ella, que le cubría casi todo el cuerpo. Parecía de algún tipo de
cuero. Entre las piernas había algo, también de cuero. Uno de los pies aún
permanecía dentro de una argolla de forma curiosa que estaba unida por correas
a la cosa de sus piernas.
Iba a
zarandear al hombre, cuando escuchó un chasquido. Había sido muy ligero, pero
audible. Sabía lo que podía ser. Por eso el caballo estaba tan nervioso y con
ganas de seguir. Tomó al hombre por las axilas y lo aupó. Pesaba lo suyo, pero
Kounia era fuerte, podría arrastrarlo. Si llegaba a la selva, estarían a salvo.
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