Tal como
habían llegado a su acuerdo, los días empezaron a pasar, primero fueron
semanas, pero los meses se empezaron a apilar, llegando a años. La forma de
vida elegida por el niño, Gholma y Fibius, se fue convirtiendo en una realidad
cómoda. Durante los primeros años, el niño recibió una enseñanza por parte de
Fibius, al principio solo de tipo mental, mientras Gholma le iba instruyendo en
los inicios de la vida del soldado. Los dos maestros se turnaban para que el
niño fuera recibiendo sus conocimientos de forma fácil. A su vez el niño se
encargaba de ayudar en todo lo posible a Fibius, convirtiéndose como en un
aprendiz. Poco a poco, fue atendiendo más y más en las ceremonias secretas que
el hombre realizaba en el sótano de su vivienda.
Cuando
Fibius lo estimó, cuando las heridas del niño se habían curado totalmente,
empezaron sus clases de herrería. Pero antes de que entrase en la forja, el
niño tenía que crecer y hacerse más fuerte, por lo que los dos hombres pasaron
a enseñarle como si fuera un escudero. Durante los días, Fhin ayudaba a Fibius
cuando éste necesitaba cuatro manos para llevar encargos especiales o más
pesados. De esa forma, Fhin fue creciendo, ganando conocimientos. Pero Fibius,
en secreto, le fue mostrando como ser algo más que un simple herrero, como
observar los problemas, las situaciones de la vida y crear estrategias para
solventarlos o como mínimo usarlos para mejorar él.
Fibius
sabía que a Gholma no le gustaría saber lo que le enseñaba, pero el viejo
maestro había cogido cariño al niño y esperaba lo mejor de él. Lo iba modelando
poco a poco. Los años pasaron y por fin Fhin cumplió los diecisiete años,
siendo un mozalbete alto, espigado, fuerte gracias al continuo ejercicio en la
fragua, así como en los combates que realizaba contra Gholma, aunque este ya no
era un rival para un guerrero tan joven como Fhin.
-
¿A dónde crees que vas, Fhin? -preguntó Fibius, al ver que Fhin
dejaba las herramientas de trabajo sobre una de las mesas de la fragua.
-
Ya he terminado mi labor -dijo Fhin, señalando una serie de piezas
sobre un estante al otro lado del yunque en el que había estado trabajando y
siguió recogiendo.
-
A ver, a ver -se limitó a murmurar Fibius, mientras revisaba el
trabajo del muchacho.
Las
piezas estaban bien rematadas y era lo que había pedido el cliente, incluso
había hecho alguna de más, por si el cliente pidiese alguna extra. Fibius sabía
que no podría retener al muchacho, pero quería ver si sus enseñanzas en
retórica se habían calado en Fhin.
-
Las piezas están bien, pero no son una maravilla -se quejó Fibius.
-
El cliente también está bien, pero tampoco es una maravilla -dijo
Fhin, lo que hizo sonreír a Fibius, por unos segundos-. Las piezas son lo que
especificó el cliente. Sin florituras ya que lo que te va a pagar es una
miseria para el nivel que tienes, maestro. Encima he terminado un par de más,
así que si necesita alguna más, sólo tiene que volver por aquí. Claramente solo
le vas a entregar las que nos pidió o que pague más, vos, maestro no trabajas
por aire.
-
Bien, bien, pero no me has respondido, muchacho, ¿a dónde vas a
ir, ahora? -inquirió Fibius, que no quería dejar marcharse a Fhin tan
fácilmente.
-
A dar una vuelta por ahí, maestro -respondió comedido Fhin-. Me
gustaría observar a las personas normales, en sus puestos habituales, para ver
lo poco que se parecen a mi reino, a mi buena suerte.
-
Muy gracioso, Fhin, tampoco hay que llegar a ser sarcástico
-indicó Fibius-. Vete a dar una vuelta, pero ten cuidado y no te metas en líos.
No me gusta cuando regresas con el rabo entre las piernas tras azuzar algún
avispero.
Fhin le
sonrió con una mueca de buen niño, al tiempo que revisaba su cinturón para ver
que llevaba todo, que eran un par de bolsas, un par de trozos de acero,
pequeños, con mucho filo, que solía lanzar como si fueran cuchillos, ideales
para atacar desde lejos. A su vez, escondidas bajo su casaca, dos dagas, listas
para un combate más cercano, más rápido.
Fibius le
vio marcharse y volvió a su tarea, que no era otra que terminar la hoja de un
hacha, un encargo de un leñador de paso. Le estaba costando cada día más seguir
con sus labores. Si no fuera por Fhin, tendría que haber dejado ya su única
forma de ganarse la vida y llevar algo de alimento a su boca. Sin duda, la idea
de Gholma había sido muy acertada.
Fhin se
conocía el barrio como la palma de la mano, sabía moverse con cuidado por él.
La Cresta se encontraba dividido por sectores. Cada uno de ellos bajo el
dominio de un clan o banda. La mayoría de ellas estaban en guerra unas contra
otras, intentando quedarse con el territorio de otra. Aunque de vez en cuando
se unían todas para enfrentarse a su enemigo común, el gobierno imperial y la
milicia de la ciudad. Fhin sabía quiénes eran los grandes señores de La Cresta
y cómo debía actuar para no verse afectado por sus guerras o sus delirios. El
sector en el que se encontraba la residencia de Fibius pertenecía al clan de
las serpientes, a cuyo líder le llamaban Vheriuss, el siseante, por su curiosa
forma de hablar. Además parecía poca cosa, por su figura enclenque que
disimulaba un poco debido a los dos gigantones que le acompañaban siempre.
Ese día
tuvo la mala suerte de volver a encontrarse con Vheriuss, junto a tres de sus
hombres. En principio cruzarse con ellos no hubiera sido el problema, sino que
Fhin tenía una cuenta con Vheriuss, una que el jefe de las serpientes ni
siquiera se acordaba ya. Ese día se los encontró justo cuando giró en un
callejón. Vheriuss y sus dos matones mantenían al tercero, arrinconado contra
una de las paredes. Sin duda ese tercero, que resultó ser un joven, tal vez de
unos veinte años, de pelo marrón, oscuro, piel morena, endurecida por el
trabajo, alguna que otra cicatriz en su rostro y brazos, que vestía un calzón
azulado, una camisa amplia, sobre la que llevaba una capa oscura con capucha.
El joven era grande, no tanto como Fhin, ni los dos matones, pero sí fuerte, se
notaba una musculatura bajo la camisa. Tenía un par de moratones en la cara.
Fhin se
había quedado parado en el centro del callejón, mirando la escena, que le recordó
algo que había pasado hacía demasiado tiempo, cuando él se acababa de trasladar
a ese barrio. Los recuerdos le fueron llegando a oleadas, le sumergieron la
mente, empezó a respirar rápido, pero al final los consejos y lecciones de
Fibius para estos menesteres empezaron a surtir efecto, quitándole la congoja y
los deseos de venganza.
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