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domingo, 13 de mayo de 2018

La odisea de la cazadora (26)


Gynthar había estado dando órdenes a los muchachos, para que preparasen las cosas para un posible campamento allí, en lo alto de la colina, pero alejados del borde de la grieta, pues no acababa de estar convencido de la utilidad de bajar a esa oscuridad tan antinatural. Le parecía como si una nube negra mantuviera todo el fondo cubierto.

Pero había algo que le ponía más nervioso, el semental blanco, que parecía calmado al estar junto a Lybhinnia. La cazadora había asegurado que era un ebheron, los míticos caballos que tenían cerebro, las monturas de los dioses o por lo menos así les nombraban los chamanes en sus historias. Lybhinnia aseguraba que le hablaba, pero él no oía nada. Tal vez este era el primer paso de la locura que había arrasado la arboleda de Lhym. Por ellos había decidido no quitarle el ojo de encima, por si acaso. Le dejó a Romhto la misión de proteger a su hermana y a su amigo y avanzó por la cima de la colina, hasta el punto más alto, para tener a Lybhinnia bien observada, sin perder ojo a lo que le rodeaba. Gracias a este deber de proteger a la cazadora, ya fuera porque Armhiin se lo había pedido o por sus propios sentimientos, exacerbados por el beso que Lybhinnia le había dado en Lhym, vio al mal acercarse.

Desde su atalaya improvisada, Gynthar podía ver a los caballos, pastando por entre las colinas, abriendo cada vez más su grupo, despreocupados. Pero entre tanta paz, también notó un movimiento, un ligero cambio en la posición de los animales, muy sutil para cualquier ojo, excepto para el de un elfo. Solo veía las espigas de hierba alta, pero luego una ligera sombra, una silueta alargada, una herida supurante y al final unas fauces, llenas de colmillos, pesados y mortales. La herida y la pérdida de un ojo, hicieron a Gynthar recordar dónde había visto a ese ser, cuando lo habían hecho huir, pero lleno de rencor hacia ellos. No era otro que el gran lobo, que avanzaba escondido entre las hierbas, aproximándose poco a poco a su presa, que solo podía ser una, la que le había arrebatado parte de su visión, que la había herido en su orgullo, la cazadora que le había hecho frente.

El lobo se preparaba para actuar y Gynthar también. Ambos se lanzaron a la vez. El lobo rompió su silencio, abandonó las hierbas, provocando la conmoción de los sorprendidos caballos que se alejaron, pues el terror a los depredadores siempre les acompañaba. Gynthar empezó a correr, tan rápido como pudo, pero nunca llegaría a ser como la del animal, pero la distancia que le separaba de la cazadora era menor que lo que el lobo debía cruzar. Y aun así, mientras desenvainaba su espadón, a la carrera, tenía en su deber avisar.

-       ¡Lybhinnia! ¡Lybhinnia! -gritó Gynthar, entre jadeos por el esfuerzo de su carrera.

Lybhinnia al escuchar su nombre, se volvió hacia donde lo oyó, para descubrir que Gynthar llegaba a todo correr. La cazadora se sobresaltó porque Gynthar llegaba con su arma en la mano, pero al fijarse bien no era a ella a quien miraba. Siguió sus ojos y se encontró de pronto con las fauces del lobo que ya se abrían listas para destrozar a Lybhinnia, que había cometido el más simple de los errores, despreocuparse de lo que le rodeaba.

Ihlmanar, por muy viejo y divino que fuera, al final era un caballo y al igual que sus congéneres no pudo evitar alejarse de la elfa, presa de un temor inconsciente al depredador, un mecanismo de supervivencia. Lo que allí ocurrió fue muy rápido, algo que los ojos no pueden captar, pero que se graban en la mente, para resurgir en los sueños. En el último momento, cuando las pesadas fauces se cerraban alrededor de la cintura de Lybhinnia, Gynthar parapetado tras su espada, arrolló a la cazadora. El gran lobo sin poder evitarlo cerró las mandíbulas, cortándose con el filo de la espada, pero también hundiéndose en la armadura de Gynthar. El animal, presa de un dolor inconmensurable en la totalidad de sus fauces las abrió al momento, liberando la presa sobre Gynthar, que cayó al suelo, con una herida en el pecho, donde uno de los letales colmillos había perforado la armadura y se había clavado, con el tiempo justo para horadar su piel. Aun así, mientras caía, fue lo suficientemente hábil para golpear al lobo, que se rodó por la ladera, hacia la grieta.

Una flecha se clavó en el cuarto trasero del lobo, cuando este intentaba ponerse de pie. Su boca estaba llena de sangre, oscura y supurante. El arquero no era otro que Lhybber, que ya preparaba otra flecha en su arco. Lybhinnia se había arrodillado junto a Gynthar y buscaba donde le había herido, mientras lloraba desconcertada. A la carrera también llegaban Romhto e Ilyhma, aunque ninguno de los dos serían rivales para el lobo, que se preparaba para volver a atacar, para terminar su venganza. El gran lobo avanzó, con unos curiosos saltos, debido a la flecha y a un mal golpe al caer ahora, pero avanzaba contra el joven Romhto, que no le suponía ni un problema serio. Iba a esquivarle cuando apareció Ihlmanar, que una vez recuperado del sobresalto, al contrario que sus hijos, había avanzado y se hincó sobre las traseras para golpear con los cuartos delanteros. Las poderosas pezuñas golpearon en la cabeza del lobo. Se pudo escuchar el crujido de los huesos del cráneo al romperse.

La bestia se alejó, con la cabeza destrozada, ciego, con el ojo que le quedaba convertido en papilla. Perdido el orgullo y lleno de temor, el gran lobo bajó por la ladera, pero al llegar ante la niebla oscura, se fue deteniendo, temeroso por lo que su olfato le advertía. Como ya había vaticinado Ihlmanar, cuando aconsejó a Lybhinnia, esa niebla estaba viva y se lanzó contra el lobo, engulléndolo y llevándoselo de allí, mientras este lanzaba aullidos lastimeros hasta que se silenciaron de golpe.

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