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miércoles, 24 de junio de 2020

El dilema (30)

Alvho se despertó en un lecho vacío, con un hueco aún tibio, pero sin nadie. Se sonrió y miró a la puerta, para descubrir que habían quitado la silla aunque esta estaba cerrada. Ireanna había hecho lo que él solía hacer en esas ocasiones, desaparecer antes de que su compañera volviera en sí. La noche había sido toda una sorpresa, pues Ireanna sabía muy bien cómo usar su cuerpo para que él obtuviera el máximo placer. Una duda le pasó por su cerebro, Ireanna le haría lo mismo a Ulmay o este permanecía absorto a lo que no fuera crear la imagen del santo. Seguro que la mujer lo intentaba pero él se negaba.

Se levantó, se aseó y se vistió. Salió con cuidado al pasillo y se dirigió hacia su habitación. La puerta estaba entreabierta y Alvho la movió hacia dentro con delicadeza. Las velas se habían apagado y en la penumbra del amanecer pudo ver a un hombre sentado en la silla, dormido. Si en verdad era un asesino, había sido un necio al quedarse dormido allí, lo que quería decir que era un matón y no alguien como él. El pasillo estaba en silencio y no se veía a ningún amigo del durmiente. Por lo que Alvho entró en su habitación y cerró con cuidado detrás de él.

Se colocó tras el hombre, se preparó para inmovilizarlo y sacó una de sus dagas. Acercó sus labios a una de las orejas del hombre.

-       Es hora de despertarse, pequeño juerguista -susurró Alvho, con un tono poco amigable. El hombre abrió los ojos pero le costó darse cuenta dónde estaba, así que hasta que Alvho notó el filo de la daga que estaba junto a su cuello-. No hagas movimientos idiotas, que la sangre de cerdo sale mal de la ropa y de la madera. No queremos que Selvho se enfade, ¿no crees?
-       Sí… sí -musitó el hombre, empezando a sudar, mientras sus ojos buscaban algo que no encontraba.
-       Bueno, bueno, si lo vas entendiendo es hora que yo haga preguntas y tú las respondes, pero sin juegos, porque no tengo ganas de ellos -dijo Alvho en tono bajo-. Y como no queremos molestar a los otros residentes, vamos a hablar de forma moderada, ¿lo comprendes?
-       Sí, sí -se limitó a asentir el hombre, que ya no veía ninguna opción de escapar vivo de allí.
-       Bien eso es lo importante, que los dos entendamos -afirmó Alvho, simulando estar risueño-. Entonces es mejor empezar. ¿Quién te ha enviado aquí?
-       No lo sé.
-       Respuesta equivocada, amigo -indicó Alvho, apretando el filo de la daga contra el cuello-. Por esta vez voy a ser magnánimo. Vuelve a probar.
-       Te juro que no lo sé, estaba en la taberna La Ventisca y se me acercó una persona, no sé cómo se llama, se presentó como un amigo -empezó a hablar a trompicones el hombre, pero sin elevar la voz-. Me dio una bolsa de oro por venir aquí y dar una paliza al que aquí reside. No importa si lo dejaba más cerca de Ordhin que lejos.
-       Pues parece que no lo has hecho demasiado bien -se burló Alvho-. Seguro que me puedes decir cómo era esa persona.
-       No, no lo sé, llevaba una capa oscura con capucha -negó el hombre ligeramente nervioso y asustado, pues pensaba que Alvho le iba a matar.
-       Una casualidad muy conveniente para él, pero muy mala para ti -advirtió Alvho-. No puedes darme nada que te exonere, lo que me hace pensar que tu vida vale más bien poco.
-       Llevaba un anillo, en uno de sus dedos, tenía un orkkon grabado en él -se apresuró a decir el hombre. Un anillo de lacre, con la figura de la bestia sagrada. Eso era muy raro. Ya que el orkkon era el símbolo de la casa del señor Dharkme. Podría ser que uno de los hijos menores del señor de Thymok se hubiera rebajado a contratar a un matón de bajo nivel en persona.
-       Bueno parece que eso puede ser que te salve la vida o igual no, amigo -señaló Alvho-. Por ahora creo que vas a pagar por tu vida. Esa bolsa la llevas aun encima, ¿verdad? En ese caso creo que debería quedármela, ¿no crees?
-       Sí, sí, es lo más justo -aseguró el hombre-. Es un oro que no me lo he ganado y que no quería. Tengo más, me sobra esa bolsa, solo da problemas.
-       ¿Tienes más?
-       Bueno, no aquí, pero si quieres puedo ir a buscarlo y… -empezó a decir el hombre, pero volvió a notar la presión de la daga en su cuello y se calló.
-       Debes pensar que estás ante un tonto -comentó Alvho-. Te irás y volverás con otros amigos a recuperar el oro y a patearme. Bueno, es lo que haría yo en tu lugar. Al final los dos nos parecemos un poco, ¿no crees? Así que ahora debo decidir qué hacer contigo. Déjame pensar y no intentes nada, pues mi paciencia tiene sus límites y detesto que las personas se pasen de listos. 
-    Vale, vale -asintió el hombre, quedándose rígido.

Que iba a hacer con ese matón era lo que ahora más preocupaba a Alvho. Ya le había sacado lo poco que sabía ese hombretón idiota. Sin duda alguna debía matarlo, pero que haría luego. Dudaba que a Selvho le hiciese mucha gracia que matase a nadie allí dentro. Todo eran problemas.
   

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