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sábado, 18 de septiembre de 2021

Aguas patrias (54)

Los días que siguieron desde la comida a bordo del Vera Cruz hasta la llegada a Santiago, fueron muy tranquilos, a excepción por la nave que se distinguía cada vez más cerca y que ya todos los barcos sabían que era la Santa Ana. La mayoría de oficiales desconocían porque el capitán de la Santa Ana parecía no querer reencontrarse con la escuadra. Los marineros eran más fantasiosos. Algunos aseguraban que eran un barco fantasma, otros que habían desertado, matando a los oficiales e infantes de marina. Las teorías de los marineros eran a cual más descabellada e irreal. Pero eso era algo habitual en los marineros, siempre pensando en monstruos marinos, brujas y todo tipo de cosas inventadas.

Lo que había vaticinado Don Rafael no se cumplió, ya que la Santa Ana tomó el canal entre la Isla Beata y el islote de Alto Velo, antes de que la escuadra, que en su singladura pillo unos vientos más flojos, además de que debían esperar a los pesados galeones, demasiado cargados por la avaricia de los ingleses que los habían llenado con otras mercancías confiscadas por los barcos corsarios que operaban desde Antigua. De todas formas, según las señales del Windsor, la fragata se había acercado demasiado a los rompientes de la isla Beata, para arañar hasta el último segundo. Tras lo ocurrido, la Santa Ana volvió a ceñir su rumbo a la costa sur de la Española, y la escuadra siguió sin pausa su rumbo oeste. Las órdenes llegaban directamente del Vera Cruz.

Sin duda, pensaba Eugenio, que don Rafael quería probar suerte junto a la isla la Vache. Después de ella, doblarían el cabo cercano y ya pondrían rumbo directo hacia Santiago. Tal vez en ese momento, don Rafael mandase a la Sirena a poner a la Santa Ana bajo su custodia. Pero la verdad es que ni la Santa Ana fue alcanzada en la isla la Vache, ni se mandó a la Sirena a poner orden. La Santa Ana, durante una noche desapareció. Eugenio estaba seguro de que la fragata había cambiado de rumbo, seguramente que de trescientos sesenta grados y luego al sur o hacia otro lado. La cuestión es que la habían perdido.

Esto empezó a hacer pensar que la Santa Ana había sido hecha prisionera y huía hacía Puerto Real. Don Rafael, con la escuadra tan diezmada y con las tripulaciones diseminadas para dirigir todos los barcos decidió que era una tontería intentar recuperar la fragata y ordenó poner rumbo a Santiago. Ya sin más divertimentos externos, la escuadra retomó la rutina de la navegación, mientras se alejaban de la costa de la Española, para acercarse a Santiago.

Cuando una mañana, los vigías anunciaron la presencia de la fortaleza del morro, la mayoría suspiraron, pero la verdad es que estaban deseosos de anclar en la bahía, dejar allí las presas y que la población de la ciudad se alegrara por las riquezas que habían recuperado y las naves enemigas capturadas. Pero tras de discurrir con cuidado por los canales de entrada y mientras que el Vera Cruz, como nave capitana disparaba la cantidad de cañonazos debida al gobernador de Santiago, Eugenio y el resto pudieron ver que no había mucha alegría en las calles, ni parecía que les recibiesen con júbilo por sus conquistas. Más aún se acercó un guardacostas que les ordenó que las tripulaciones no podían bajar a tierra hasta nuevo aviso.

Unas horas después de que cada uno de los barcos fuera fondeando por la bahía, poniendo a las presas más al interior y los barcos de guerra hacia los canales de entrada, se vieron las señales del castillo, en el que se ordenaba al comodoro a presentarse ante el gobernador. Y mientras se preparaban para hacer descender a don Rafael por la borda, mediante un columpio, ya que no estaba recuperado del todo como para descender por el costado, se dio orden a los soldados de la milicia a regresar a tierra. Permitieron al Windsor que se acercase al muelle, para que los soldados que habían sido trasladados de todos los barcos, pudieran llegar andando.

Mucho más tarde, con el capitán aún en tierra, los botes se llenaron para trasladar a los ingleses y el resto de los prisioneros a las cárceles de la ciudad. Esta medida llegó con otro guardacostas. Pasase lo que pasase, pronto lo sabría la escuadra o eso esperaba Eugenio. Las naves mercantes recuperadas y las presas se fueron vaciando de marineros, que regresaron a la Sirena y al Vera Cruz, al tiempo que llegaban marineros mercantes y soldados de tierra. Las miradas de unos y otros eran esquivas, pero no parecían demasiado ariscas. Solo que no dirigían la palabra a los marineros.

Al final, tras horas en tierra, el comodoro regresó al Vera Cruz. Tras su llegada, fueron llamados Eugenio y su primer teniente, que se asombró por la curiosa llamada. En el Vera Cruz, ambos fueron acompañados por un guardiamarina al camarote del comodoro, donde ya esperaba el teniente Heredia. 

-   ¿Qué tal estaba el gobernador, comodoro? -preguntó por cortesía Eugenio, al entrar en el camarote de don Rafael-. El ambiente está cargado en la ciudad. Parece que no les agrade lo que hemos hecho. 

-   El gobernador está complacido con nuestra misión, con la captura de la Diane, y la destrucción de la corbeta -dijo con seriedad don Rafael-. Pero la ciudad está molesta. Nos esperaban con ansia. 

-   ¿Nos esperaban con ansia? ¿Se ha muerto el hijo del capitán Menendez? -quiso saber Eugenio. 

-   No, el chico, gracias a Dios, ha superado sus heridas -comentó don Rafael-. No, esperaban a la Santa Ana. El imbécil del capitán de Rivera y Ortiz ha secuestrado o lo que sea a la hija de un rico mercader de la ciudad. Se la ha llevado en su fragata o eso es lo que aseguró una amiga tonta varios días después de que nos hiciéramos a la mar. Una muchacha sin honra, la escuadra mancillada por ese maldito don Juan. Como no haya sido capturada por los ingleses como le he comentado al gobernador, os juró que mató a ese truhan.

Con razón don Rafael estaba enfadado, Juan Manuel había comprometido al honor de la escuadra y de su comodoro, así como de toda la armada por sus juegos de faldas. Parece que había tenido la suerte de ser apresado, pues en la ciudad le esperaba un recibimiento de todo tipo menos cordial. Y por ahora serían las tripulaciones de los barcos allí anclados los que sufrirían de la fama que había labrado Juan Manuel.

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