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martes, 7 de septiembre de 2021

Lágrimas de hollín (95)

En su almacén, Shonet no estaba de mejor humor que su padre. El primero de los carros no había llegado todavía allí. Más aún, ninguno de sus hombres sabían quienes eran los matones que se lo habían llevado del almacén de su padre. Y cuando había ido a revisar la carga de su carro, se había encontrado las mismas piedras que se había encontrado su padre. 

-   ¿Qué es esto? ¿Y el oro? -gritaba nervioso Shonet. 

-   No lo sé, mi señor -negaba el hombre, harto de los gritos del noble-. Vuestro padre puede que fuera más previsor y hubiese puesto esos arcones trampa para los ladrones. Lo ocurrido la vez anterior le habrá puesto a la defensiva. 

-   ¿Mi padre? Te equivocas, no es tan listo -se quejó Shonet-. No, no. Me la han jugado. ¿Tú me la has jugado? ¿Eres un traidor? 

-   Mi señor, yo he estado con vos todo el rato -intentó convencer a Shonet-. La verdad es que solo nos hemos alejado del segundo carro cuando ha aparecido vuestro padre, el Alto Magistrado y Malven con la milicia. Podrían habernos dado el cambiazo en ese momento. 

-   ¿El cambiazo? ¿Como? Nadie a excepción de nosotros sabíamos lo del robo -espetó Shonet. 

-   Os olvidáis de contar a vuestros propios hombres -le advirtió el hombre-. Alguno podría haberse ido de la lengua. 

-   Yo no olvido -negó Shonet-. No olvido que tú los elegiste. Tú podrías haber contratado más para robarme. Eres un traidor. 

-   Yo no os he traicionado, por… -intentó decir el hombre, pero Shonet ya no escuchaba y le lanzó un puño.

El hombre con más reflejos que Shonet, esquivó el golpe y empujó a Shonet para librarse de él. Tras eso salió corriendo, abandonando el almacén por una puerta que no estaba cerrada. Shonet mandó tras él a unos cuantos matones, pero él siempre había sido hábil. Y con este trabajo, había conseguido una cosa, romper para siempre con Shonet y los Mendhezan. Tenía que ir a recuperar sus ganancias, que tenía escondidas en un lugar seguro y se marcharía de la ciudad. Pero antes, le advertiría a una persona de las malas acciones del noble. Alguién que tal vez le diese un poco más de oro, o le ayudase a abandonar la ciudad sin que le pillasen los matones de Shonet.

Shonet ordenó guardar los arcones vacíos en un lugar apartado y se fue a casa pensando en lo que iba a hacer, pues no tenía el oro que le había pedido Jockhel y este ya le había advertido lo que le iba a pasar si no había oro. Ya era una tontería ir a donde debía encontrarse con el enviado de Jockhel. Y lo peor era que su enemigo parecía ser del agrado de su padre. Tal vez se había equivocado en su estrategia, pensó, pero él nunca había errado de esa forma. Tenía que discurrir un plan, o de lo contrario todo lo que había orquestado para el futuro se vendría abajo.

Mandó a todos a casa y él mismo regresó a la suya. Allí buscó la compañía de alguna de las criadas que tenía empleadas, todas jóvenes, todas listas para hacerle pasar un buen rato. Pero esa noche todas le parecieron demasiado habituales, necesitaba volver a cambiar la plantilla, estas no le llenaban lo suficiente, sin darse cuenta que era sus propios miedos los que le estaban haciendo pensar así, le estaban haciendo dudar de todo.

Y además le hicieron que su hombría se viniera abajo. Estaba con una de las jóvenes que tenía desde hacía menos tiempo, una muchacha de dieciséis años, muy madura para su edad, con unas curvas que se amoldaban a la perfección con su cuerpo. 

-   ¿De que te ríes? ¡De mi! ¡Acaso osas reírte de mí! -gritó Shonet como un poseso, seguro de que la muchacha se había sonreído al ver que su miembro no se conseguía levantar. 

-   No mi señor -susurró la joven, intentando poner la cara más neutra que pudo. 

-   ¡Zorra! -Shonet le abofeteó con la fuerza suficiente para que la muchacha se cayese hacia atrás-. Te voy a enseñar quién es tu señor.

Shonet se sentó sobre ella, y la giró, ya que estaba boca abajo. Empezó a abofetear la cara de la muchacha. Con cada golpe la chica lanzaba un pequeño gemido, que parecía que daba más fuerza a Shonet. 

-   ¡No te vas a reír más de mi! -espetó Shonet mientras seguía golpeando la cara de la muchacha. Pero ya no eran bofetadas. Había cerrado los puños y golpeaba sin controlarse.

La muchacha pedía perdón antes de recibir el siguiente puñetazo. Aunque ya no todos iban dirigidos a la cara. Shonet iba golpeando a doquier por el cuerpo de la chica. Iban apareciendo las marcas de los golpes, los nudillos, sangre, zonas que se hinchaban. La chica no podía escapar, ni defenderse, pues sabía bien por sus compañeras que era un crimen casi mortal defenderse de las caricias de su señor. Al final, solo pudo quedarse inmóvil. Shonet, la miró y la escupió con desprecio, se quitó de encima, pero la tomó de un brazo, la arrastró por el colchón y la tiró al suelo, donde la pisó un par de veces. Después hizo sonar una campanilla, yéndose a la zona de la bañera. Un par de criados entraron si se llevaron a la muchacha, que estaba inconsciente.

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