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sábado, 7 de mayo de 2022

Aguas patrias (87)

Eugenio permanecía en pie en el alcázar, dejando a Romonés que se encargase de la navegación. El frescor de las gotas de agua que se levantaban cada vez que la proa se hundía en la mar, refrescaban el acalorado cuerpo de Eugenio. Los últimos días habían sido vertiginosos desde la reunión con el resto de los capitanes con el gobernador. Cuando los capitanes de la Osa, Salazar y Heredia le habían dejado solo con don Rafael y el gobernador, el ambiente había cambiado totalmente.

Por lo visto, las malas relaciones entre ambos eran solo de puertas hacia fuera. El gobernador debía aparentar estar enfadado con la Armada, para evitar que la moral de la guarnición bajase o peor que mandasen una carta al gobernador general de La Habana. Así después del encontronazo por Juan Manuel, los dos hombres parecían malhumorados cuando se veían en público. Otra cosa era en privado. 

-   Ya no podía aguantar más a ese idiota de la Osa -había dicho don Rafael, tras esperar que los capitanes se hubiesen ido-. Sin duda el almirante le ha mandado para impedir la misión de Eugenio. Ha tenido que enterarse de algo y por ello le ha hecho venir. Maldito cobarde. Que se quede en La Habana con todos sus navíos de línea. Ahí no perderá ni uno solo. 

-   Sí Vernon no ha tomado Cartagena, solo ver la flota de La Habana le haría largarse con el rabo entre las piernas -había intervenido el gobernador-. Es un maldito imbécil. 

-   Qué le vamos a hacer -había afirmado don Rafael-. Lo mejor que podemos hacer es que el capitán Casas se vaya lo antes posible. Tres días capitán, con la compañía de Rodrigo o sin ella. 

-   En tres días me haré a la mar, con algún barco de compañía o solo -había asegurado Eugenio, que quería quedar bien con su valedor y el gobernador. 

-   Estoy seguro que los capitanes Salazar y Heredia le acompañaran -había indicado el gobernador-. Y por lo que he oído, mi enhorabuena, capitán. Me he enterado de su próximo enlace con la ahijada de don Rafael.

Por fin Eugenio entendió porque su mentor y maestro le había acompañado e incluso había intercedido ante don Bartolomé por su suerte. Teresa era la ahijada de don Rafael. Debería haberse percatado de que esa posibilidad era real. Ya se había dado cuenta que don Bartolomé era familia de don Rafael. Pero que este fuera el padrino de Teresa, eso era otra cosa. 

-   Mi hermana me hizo prometer que no permitiera que nuestra pequeña Teresa se casase con cualquiera -había reconocido don Rafael-. La pequeña Teresa era muy importante para ambos. Incluso mi esposa la ha llegado a coger cariño. Que mejor que un buen capitán como esposo. Un militar no es lo mismo. 

-   Ya estamos con sus quejas a mis hombres, ¿no? -se había hecho el ofendido el gobernador, que había mirado a Eugenio-. Será un honor que hagan el baile de la boda en mi palacio. Los hombres de negocios y mercaderes en ocasiones también me piden usar los salones del palacio. Rara vez me he negado, pero por lo que me ha dicho Rafael, usted traerá tanto capitanes y oficiales de la Armada, como militares. Su boda tal vez lima las asperezas entre ambas facciones de la ciudad. 

-   Eso espero, señores -había conseguido decir Eugenio.

El resto de la conversación, para sorpresa de Eugenio no había sido sobre cosas de la expedición naval a Cartagena, sino que el gobernador y don Rafael fueron ultimando las necesidades del festejo. Aunque Eugenio lo intentó, los dos hombres no le permitieron decidir nada de nada. Tanto el baile, como la comida o los invitados fueron cosas que decidieron sus dos compañeros de reunión. De allí, salió sabiendo que sus oficiales, junto a otros capitanes esperaban invitarle a cenar en la principal posada de la ciudad. A la mañana siguiente se casaría en la catedral y luego, se trasladarían casi todos los oficiales de la milicia, de la Armada y no se cuantos prohombres de Santiago al palacio del gobernador, a celebrar la unión de Eugenio y Teresa.

Pronto, Eugenio llegaría a saber que la situación de no tener que hacer nada por su boda, la había sufrido igualmente don Bartolomé, ya que don Rafael lo había llevado todo sobre sus hombros, sin dejar que metiera la mano en nada.

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