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sábado, 21 de mayo de 2022

Aguas patrias (89)

En la casa de don Bartolomé, Eugenio se había desprendido de su uniforme, dejándolo con cuidado en una silla de la habitación. No había necesitado que ninguno de los criados de su suegro le ayudasen, y eso que se habían ofrecido. Al final, se quedó únicamente con sus calzones, aunque se los podía haber quitado y haberse metido en la cama. Pero quería esperar de pie a su esposa. Teresa tardó más en aparecer. Sin duda, Eugenio había pensado que quitarle el vestido y ponerla con la ropa de dormir tenía que haber sido todo un trabajo para la única criada de Teresa. Pero por fin había aparecido su esposa. Vestía con un camisón ligero pero de tela opaca. Parecía nerviosa y sin saber qué hacer.

Eugenio se acercó a ella y la beso en la frente, esperando que ese gesto apaciguase los miedos de Teresa. Por unos segundos pensó que así había sido. La tomó de la mano y la llevó a uno de los lados de la cama y le indicó que se metiese entre las sábanas. Eugenio la tapó y mientras rodeaba la cama para acceder al otro lado, escuchó las preguntas de Teresa, queriendo saber que tenía que hacer ahora. Eugenio la habló para tranquilizarla. Le dijo que él se encargaría de todo y que ella se relajase.

Sabía que Teresa era diferente de las mujeres que había conocido en los burdeles, pero lo que se esperaba de él en uno y otro lugar era bastante parecido. Cuando se sentó en su lado de la cama, se desató los cordones de los calzones y se deshizo de ellos, quedándose desnudo. Se tumbó en la cama y se tapó con la sábana. Se acercó a Teresa y la volvió a besar. Como capitán que era, tendría que dirigir a su esposa en la tierra, por lo menos las primeras veces.

Fue el Sol quien les despertó a la mañana siguiente. Cuando Eugenio se empezó a mover para salir de la cama, fue Teresa quien se lo impidió, pidiendo repetir lo que había ocurrido por la noche. Eugenio estaba feliz, porque parecía que a Teresa le había gustado. Siempre había temido que sus relaciones matrimoniales no le gustasen o algo peor, no quisiera volver a repetirlas jamás. Dado que la quería hacer feliz, Eugenio la complació, con caricias, besos y otros menesteres.

Teresa no le permitió que se marchase de la cama hasta que ambos quedasen satisfechos. Pero al final, Eugenio la mintió cuando ella parecía haber quedado pletórica. Se levantó para ir a por el desayuno, volviéndose a vestir, con los calzones y la camisola. El resto del uniforme se quedó en la habitación, no lo necesitaba y temía mancharlo con algo del desayuno. Pero tampoco permitió que los criados lo intentasen limpiar, estaba bien como estaba.

El desayuno le sintió francamente bien, recuperando las fuerzas gastadas y cuando hubo terminado, se vistió y se marchó. Le aseguró a Teresa que regresaría para comer. De la vivienda de don Bartolomé, Eugenio se dirigió a su barco. Tenía que revisar los últimos libros. Ya que la idea de don Rafael y el gobernador era hacerse a la mar al día siguiente o a lo sumo al siguiente, pero no más. Sabía que tendría que tener unas palabras con el capitán de la Osa, que seguramente le daría largas sobre la situación de su fragata. Pero las órdenes eran claras, no había tiempo para las tonterías del capitán.

Con Romonés primero y con los capitanes Salazar y Heredia todo fue coser y cantar. Ya tenían sus barcos listos para hacerse a la mar. Con suministros llenos o algo de agua que faltaba pero se podían abastecer en el camino. Pero con de la Osa, la cosa no fue tan buena. El capitán seguía dando largas, acusando a los del astillero y a los de los almacenes de suministros de corrupción y de negligencia. Incluso ahora llegó a indicar que necesitaba más marineros, ya que se habían ausentado algunos cuando él no estaba en el barco. 

-   Capitán de la Osa, el resto de capitanes están listos para hacerse a la mar -había advertido Eugenio-. El gobernador quiere que nos vayamos ya. Así que mañana zarparemos. Y que quede claro no es una pregunta sino una afirmación. Ya puede usted estar listo para ver la bandera de salida. No le vamos a esperar más. 

-   Pensaba que aún querría quedarse en tierra un poco más, no es bueno dejar a una esposa joven sin marido a los pocos días de la ceremonia -había argumentado de la Osa. 

-   Mi esposa sabe que tengo una misión que llevar a cabo y no se interpone entre esto y su placer -la había comentado Eugenio-. Y si yo fuera usted, no intentaría meter a mi esposa en sus locuciones. Tenga la fragata lista para mañana o olvídese de acompañarnos.

La advertencia de Eugenio no expresaba nada bueno y con la reciente destitución de Juan Manuel, por cobardía, de la Osa no quiso proseguir la conversación, ni quería que Eugenio llegase a afirmar que él también profesaba el mismo mal que el capitán recientemente expulsado de la Armada.

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