Seguidores

sábado, 28 de mayo de 2022

Aguas patrias (90)

La última noche, antes de partir, Eugenio la volvió a pasar con Teresa, pues desconocía lo que le podía acarrear su próxima misión. Esa despedida del día siguiente les hizo que se amasen con más pasión que en la noche de la boda. Aunque no era del agrado de Eugenio, pasó toda la noche en tierra. No podía marcharse del lecho de su esposa porque añorase el vaivén de su coy. Apuntó en su mente preguntarle a don Rafael como se adaptó a vivir en tierra si se echaba de menos el mar.

Por la mañana la despedida fue triste y la congoja no solo fue cosa de Teresa. Casi se pudo decir que ella tuvo más compostura y le deseó lo mejor en su misión. Aunque también le aseguró que rezaría por un pronto retorno. Eugenio consiguió expresar su desdicha por tener que irse, pero las órdenes eran ley en la marina. Tras una serie de frases cargadas de amor y pena, Eugenio abandonó la casa, para regresar, con las primeras luces del día a su fragata.

Romonés le recibió en la borda. 

-   Listos para hacernos a la mar, mi capitán -anunció Mariano, con expresión neutra, como debía ser la de un primer teniente. 

-   ¿Ya han desplegado la bandera de salida en el castillo? -preguntó Eugenio. 

-   No, capitán -negó Mariano. 

-   En ese caso bajo a mi camarote para cambiarme -indicó Eugenio-. Que la tripulación se dedique a las tareas propias de su guardia. Cuando aparezca la bandera de salida que se me avise.

-   Sí, capitán -asintió Mariano.

Eugenio cruzó la cubierta hasta la escala y desapareció en el interior de la nave. En su camarote se cambió de uniforme. Se quitó el de paseo, el que usaba en tierra y se puso el que usaba en el mar. Uno más ajado, menos lustrado, uno que no importaba que se manchase o se rompiese, su antiguo uniforme de teniente, modificado para indicar el grado que era actualmente. Había capitanes que iban siempre con uniformes elegantes y bien cuidados, incluso vestían a sus marineros y oficiales. Pero Eugenio primaba que sus hombres fueran eficientes a que fueran damiselas. Unos golpes de nudillos en la puerta de su camarote le devolvieron a Eugenio a la realidad. 

-   Adelante -gritó Eugenio.

Un jovencito, que Eugenio no creía conocer, entró con su casaca de guardiamarina, una casaca remendada con ganas. Llevaba un bicornio en la cabeza, una pieza vieja y descolorida, pero que parecía que habían intentado dejarlo presentable, de esa forma que lo hace una madre, para que el que lo lleve no desentone. 

-   ¿Quién es usted? -preguntó Eugenio. 

-   Ildefonso Garrigez, señor -se presentó el muchachito-. Llegué ayer a la fragata, señor. 

-   Bien, señor Garrigez, cuando esté ante mi presencia se quita el bicornio y se lo coloca bajo la axila -le advirtió Eugenio a Ildefonso, que se quitó a toda velocidad el bicornio, pero sin ponerse rojo o ni perder la solemnidad del momento-. Bien, señor Garrigez, supongo que ha venido a traerme un mensaje, ¿no? 

-   Sí, capitán -afirmó Ildefonso-. El señor Romonés le informa que se ha izado la bandera de salida, junto a la de con presteza. 

-   Bien, indíquele al señor Romonés que subiré inmediatamente, pero que puede empezar a levar anclas y que informe a la escuadra, salida con presteza -dijo Eugenio-. Y señor Garrigez, una vez que estemos navegando, ha de presentarse ante mí para entregarme su asignación a este barco, ¿comprendido? 

-   Sí, señor, digo capitán -por fin Ildefonso pareció ponerse algo nervioso.

De todas formas, el muchacho se marchó antes de que se pudiera poner más nervioso aún. Que era lo que había provocado ese cambio en él. El hecho de tener que presentarse después para entregar las órdenes que le mandaban a la fragata como guardiamarina. Eso no podía ser, ya que todos los guardiamarinas solían llegar felices con ese papel para asumir su primer puesto en la marina. La cuestión es que las facciones del muchacho, su piel bronceada, le recordaban algo a Eugenio, pero no precisaba el qué. Ildefonso no era muy alto, pero aún podía pegar un estirón y parecía fuerte. Y lo suficientemente listo para adaptarse con lo del sombrero, que seguro que había sido una gamberrada de los otros guardiamarinas. Siempre le hacían creer al nuevo que había que presentarse de punta en blanco ante él, sombrero incluido. A él también se lo hicieron de joven. Pero como este muchacho, él no acusó a los que le habían engañado. Bueno, era hora de salir al mar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario