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domingo, 22 de abril de 2018

El juego cortesano (44)


Pherrin observaba estupefacto a su hija desnuda, manchada de sangre, con la apariencia de haber sido golpeada y tratada de pésima forma. Mhirin lloraba y gemía, mientras se intentaba atusar el pelo, que había sido alborotado por la manera en que el soldado la había arrastrado hasta allí.

-       ¿Cómo podéis darle este trato a la esposa del emperador? ¡Os maldigo a todos por vuestros actos! En especial a ti, príncipe Bharazar -bramó Pherrin, sintiéndose ultrajado por la forma de hacer llegar a su hija, por la afrenta a su honor, mostrándola como una ramera del montón-. Os conminó a que la tapéis, lejos de las miradas perversas de esos viejos.


Pherrin había señalado al grupo de Pherahl, que hacía mucho tiempo que habían dejado de mirar a la hija de Pherrin, centrando su mirada en el techo o en el fondo de la sala, pero que no les gustó nada ni las amenazas, ni las órdenes, ni los insultos. Aun así se abstuvieron de hablar y menos a mirar a Pherrin, porque eso les haría ver el cuerpo desnudo de la muchacha. Bharazar en cambio, observaba a Shennur, incómodo por la situación, esperando que el canciller resolviera el entuerto.

-       Desde cuando debemos tapar a aquella que vende su cuerpo al mejor postor -señaló Shennur, burlón.
-       ¡Mentiras! Mi hija solo mantiene relaciones con su esposo -negó Pherrin, nervioso.
-       Este soldado, un miembro de la guardia, fue enviado por el emperador para cazar al asesino y donde lo encontró -prosiguió Shennur, sabiendo que tenía toda la atención de los presentes-. ¡En el lecho de la esposa del difunto emperador Shen’Ahl!
-       ¡Adultera! -corearon el gran sumo sacerdote Atahlon de Ornha y los otros sacerdotes que le habían acompañado.
-       ¡Silencio! -pidió Bharazar, que señaló a Jha’al-. Habla, Jha’al, ¿qué viste?
-       Mi señor, canciller, encontré a un hombre compartiendo lecho con la esposa del emperador -informó Jha’al, con voz neutra y rostro serio, como buen soldado-. Les pille en pleno acto, con esta mujer gimiendo por el gozo que le proporcionaba el hombre en cuestión.
-       ¡Adultera! ¡Adultera! -volvieron a corear los sacerdotes.
-       ¡Silencio! -ordenó Bharazar, molesto por las interrupciones-. ¿Qué hiciste cuando les pillaste en semejante pecado?
-       Yo y mis hombres nos dispusimos a separar a la pareja pecadora -indicó Jha’al-. Ambos, pero sobre todo él lucharon, tuve que golpearlo, y me los lleve a ambos a las celdas del sótano, para interrogarlos. Primero a él y luego a ella.
-       ¿Confesaron su crimen? -esta vez fue Shennur quien habló.
-       Él confesó, habló que todo lo había organizado el padre de la muchacha, Pherrin de Thahl, para quien él había trabajado como mozo de cuadras. Por lo visto él había crecido con Mhirin y ya eran amantes antes de casarse con Shen’Ahl. Pero no fue hasta bastante después de la boda que retomaron sus encuentros -explicó Jha’al, ante el estupor que sus palabras fueron provocando entre los allí reunidos.
-       Pherrin entregó a una impura al emperador -se pudo escuchar al sumo sacerdote Atahlon-. ¡Sacrilegio!
-       Esas son mentiras, mi hija era pura -intervino Pherrin fuera de sí.
-       ¿Confesó algo más? -preguntó Shennur, sin hacer caso a los murmullos que empezaban a extenderse.
-       Pherrin sabía que su hija estaba embarazada, o eso le indicó al hombre, por lo que le ordenó que asesinara al emperador -añadió Jha’al, lo que provocó un silencio glacial, solo roto por los lloros de Mhirin-. Pherrin ansiaba dirigir él mismo una regencia, es decir, convertirse él mismo en un emperador de facto.


Los murmullos volvieron, así como todas las cabezas se giraron para mirar a Pherrin. Los nobles no podían creer que ese mercader advenedizo hubiera creado tal conspiración. Pherahl era de los pocos que no se había asombrado, pues sabía de primera mano las aspiraciones del mercader, las había sufrido en sus carnes. Ya no se esperaba asombrar por nada de lo que hubiera creado.

-       Ese hombre es un demente, miente, yo no lo conozco de nada, son todo mentiras -las palabras de Pherrin se chocaban unas con otras, todas intentando salir a la vez por su boca-. Yo soy inocente,... son todo mentiras,... no hay nada de verdad en ellas,... ¡Por Rhetahl! Yo siempre he servido lo mejor posible al emperador…
-       ¡Guardias! -bramó Bharazar, al tiempo que dos guardias se acercaron a Pherrin, para arrestarlo.


Curiosamente Pherrin no intentó resistirse, por lo que los soldados le agarraron por cada brazo.

-       ¡Yo soy inocente! -repetía entre lloriqueos Pherrin-. Ese hombre miente.
-       ¿Crees que el hombre mentía, Jha’al? -inquirió Bharazar.
-       No mi señor, ese hombre hablaba como aquellos que saben que todo está perdido, indicó que quería ir limpio ante Rhetahl, así que lo contó todo, sobre su vida y sobre lo que había hecho y para quién -respondió Jha’al rápidamente.
-       Majestad, antes el soldado ha dicho que se le interrogó a la esposa imperial, ¿confesó algo? -intervino Pherahl, dando un paso adelante.
-       Ella no ha dicho nada, solo indicó que era la emperatriz y que debía tratarla como se merecía -señaló Jha’al-. Y eso he hecho, tratarla como la adúltera que es.


Pherahl volvió con sus compañeros cortesanos, sonriéndose por la respuesta del soldado. Si los soldados de la guardia creían que había habido adulterio, nadie levantaría ni un dedo por la vida de Mhirin, que terminaría de una forma muy dolorosa, tal y como indicaba la ley de Rhetahl. La verdad es que pensaba que esa forma de morir era demasiado cruel, pero se la merecía. Aun recordaba como esa muchacha insolente había orquestado la repudia de su hija, que había sentido un gran dolor. La venganza de la ejecución de Mhirin no llenaría ese vacío, pero algo conseguiría.

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