Sentado
en una silla de madera, con respaldo con una curiosa filigrana y un cojín para
hacerla cómoda, un hombre de mediana edad saboreaba un pastel de manzana,
mientras revolvía con una cucharilla un humeante café negro, que se encontraba
sobre una pequeña mesa circular. Detrás de él había un soldado, un miembro de
la milicia de la ciudad de Fhelineck. La sala donde estaban era un despacho,
con paredes de piedra revestidas por paneles de madera, pero estos presentaban
roturas, por lo que se podía ver la pared verdadera. Frente a él había otro
hombre, vestido con ropas normales, pero arrugadas y con roturas. Permanecía
sentado, en un taburete y miraba hacía el suelo. A cada lado había un soldado,
con una vara de madera entre las manos. Tras todos ellos, una estantería llena
de libros, junto una pequeña ventana con barrotes.
A la
izquierda del hombre del café, había una mesa amplia, llena de papeles y
material de escritura, así como un gran plano de la ciudad colgado de la pared.
Un sillón acolchado separaba la mesa del plano. Al lado contrario, una puerta
de madera, cerrada. Y tras el hombre del café una nueva estantería, junto a una
serie de enganches del que colgaban tahalís con espadas envainadas, ligeramente
curvas.
- Levantadle la cabeza -dijo el hombre del café, cuando tragó el
último trozo de pastel de manzana-. No tenemos tiempo que perder. Mi despacho
no es una celda o un dormitorio.
Uno de
los soldados hizo lo que el hombre había pedido. El rostro del hombre del
taburete estaba lleno de sangre reseca, con cortes viejos y otros más
recientes, así como multitud de magulladuras. Un ojo lo tenía hinchado y lo más
seguro es que no pudiera ver nada por él. Las manos del hombre estaban juntas,
unidas por unos grilletes de cadena corta, con una argolla en el centro, de la
que partía una nueva cadena, enganchada a una bola de metal. Parecía un chico
joven, tal vez de veinte años o un poco más.
- Khirahl, hazte un favor, vamos, dime donde esta -pidió el hombre
del café-. Tengo todas las pruebas, la cadena que te llevaste, el pelo que le
cortaste guardado en la cajita de madera. No necesito nada para mandarte ante
los cadíes. Tu delito será castigado, pero yo quiero el cuerpo. Tengo una madre
apenada que le gustaría poder realizar los ritos de su hija. No es mucho pedir,
¿verdad Khirahl?
El joven
seguía mirando fijamente al hombre sentado, pero no dijo nada. El hombre
suspiró y le hizo un gesto a uno de los hombres de las varas. El soldado
asintió con la cabeza y golpeó de inmediato al joven con la vara, con toda la
fuerza que pudo. El golpe fue directo a una mejilla. Un diente y un escupitajo
sanguinolento salieron de su boca. Al hombre no le pareció suficiente y siguió
haciendo gestos. Los hombres de las varas se iban turnando para cada golpe. El
prisionero recibió varios golpes en la cara, pero también en las piernas, en
los brazos y en la espalda. Mientras el otro terminaba con su pastel y se bebía
su café, sin inmutarse o mostrar piedad por el joven. Cuando terminó, el
soldado de su espalda, recogió la taza, el plato y los cubiertos, los colocó en
una bandeja de madera y salió de la estancia.
El hombre
se puso de pie, haciendo un gesto a los otros dos para que detuvieran su obra.
Era un hombre alto, de metro ochenta, vestía con una cota de malla, pero con
una túnica de seda rojiza por encima, con una faja verde para apretarla en la
cintura. Unos pantalones holgados de una tela más recia que la seda,
blanquecinos, partían por debajo del borde de la cota de malla, hasta unas
botas altas de montar, de cuero oscuro. El rostro del hombre era el de alguien
de mediana edad, de más de cuarenta años, piel morena, ojos verdes y pelo
castaño. Se le tenía por apuesto, aunque tenía el rastro de varias cicatrices
en el mentón. Sobre el pecho, llevaba un gran broche de plata con seis gemas
rojas. Esa joya representaba su rango, el de prefecto. Un hombre que aunaba la
vida militar con la de un funcionario imperial. Pero junto al broche llevaba
una corona de laurel de oro, lo que indicaba que era un héroe de guerra.
- Vamos, si me dices donde está el cuerpo, hablaré de tu
colaboración al cadí asignado -volvió a hablar el prefecto, tras rodear tres
veces a Khirahl, que se mantenía silencioso-. Una dirección, encontramos el
cuerpo, recibe la ceremonia que merece, para retornar con Rhetahl y listo. ¿No
quieres que pueda pasar al paraíso, con Rhetahl? ¿También quieres quitarle eso,
Khirahl?
- No -murmuró Khirahl.
- No, dices, pero si no hay ceremonia no podrá ir al paraíso, ¿no lo
sabías, Khirahl? -prosiguió el prefecto.
- Yo… yo… no lo sabía, yo quiero que vaya al paraíso, era un ángel
-musitó con tristeza Khirahl.
- Todos los ángeles deben ir al paraíso, Khirahl -aseguró el
prefecto, con una sonrisa amable-. Dime donde esta y me encargaré de que vaya
lo más rápido posible.
- La enterré en el sótano de un almacén de La Sobhora -afirmó
Khirahl-. El segundo a la derecha del gran almacén de Yhurno.
- Ves no era tan difícil -indicó el prefecto-. Llevároslo a su
celda, es hora de encargarnos de ella. Que pasen los sargentos Fhahl y Shiahl.
Los
hombres de las varas levantaron a Khirahl y se lo llevaron de allí. Al momento
entraron dos soldados, veteranos, de más de cuarenta años. El prefecto ordenó a
Shiahl que liderara un grupo de hombres y fueran a la dirección que el joven
había dado. Quería el cuerpo y lo quería en la morgue de la ciudadela. Los
estudiosos tenían que ver cómo había muerto, para presentar el informe al cadí.
El sargento se marchó raudo.
- ¿Que se encontrará Shiahl? -preguntó Fhahl.
- Un cuerpo, medio comido por las ratas, pues ese idiota de Khirahl
no lo habrá enterrado bien -dijo el prefecto con tristeza y enojo-. Y lo que es
peor, la habrá golpeado, dará pena ver el cuerpo. Por eso he mandado a Shiahl,
pues como antiguo militar no se dejara llevar por el abatimiento. Los
estudiosos me dirán lo que ya sé, que ese cabrón la habrá violado, de forma
salvaje. Y al final no sé qué le devolveremos a su madre. Supongo que será
mejor que nosotros llevemos a cabo la ceremonia fúnebre.
- ¿En verdad era un ángel? -inquirió Fhahl.
- ¿Qué niña de siete años no es un ángel, Fhahl? Déjame solo y
avísame cuando la hayan traído, por favor -pidió el prefecto.
- Como ordenes, prefecto -asintió Fhahl, retirándose.
El
prefecto miró el taburete vacío y pensó qué tipo de joven era el que atacaba
niñas, como Rhetahl los creaba, seres de alma negra. Iría a la ejecución de
Khirahl, para cerciorarse que ya no podría volver a hacer daño a nadie más.
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