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domingo, 29 de julio de 2018

El conde de Lhimoner (1)


Sentado en una silla de madera, con respaldo con una curiosa filigrana y un cojín para hacerla cómoda, un hombre de mediana edad saboreaba un pastel de manzana, mientras revolvía con una cucharilla un humeante café negro, que se encontraba sobre una pequeña mesa circular. Detrás de él había un soldado, un miembro de la milicia de la ciudad de Fhelineck. La sala donde estaban era un despacho, con paredes de piedra revestidas por paneles de madera, pero estos presentaban roturas, por lo que se podía ver la pared verdadera. Frente a él había otro hombre, vestido con ropas normales, pero arrugadas y con roturas. Permanecía sentado, en un taburete y miraba hacía el suelo. A cada lado había un soldado, con una vara de madera entre las manos. Tras todos ellos, una estantería llena de libros, junto una pequeña ventana con barrotes.

A la izquierda del hombre del café, había una mesa amplia, llena de papeles y material de escritura, así como un gran plano de la ciudad colgado de la pared. Un sillón acolchado separaba la mesa del plano. Al lado contrario, una puerta de madera, cerrada. Y tras el hombre del café una nueva estantería, junto a una serie de enganches del que colgaban tahalís con espadas envainadas, ligeramente curvas.

-   Levantadle la cabeza -dijo el hombre del café, cuando tragó el último trozo de pastel de manzana-. No tenemos tiempo que perder. Mi despacho no es una celda o un dormitorio.

Uno de los soldados hizo lo que el hombre había pedido. El rostro del hombre del taburete estaba lleno de sangre reseca, con cortes viejos y otros más recientes, así como multitud de magulladuras. Un ojo lo tenía hinchado y lo más seguro es que no pudiera ver nada por él. Las manos del hombre estaban juntas, unidas por unos grilletes de cadena corta, con una argolla en el centro, de la que partía una nueva cadena, enganchada a una bola de metal. Parecía un chico joven, tal vez de veinte años o un poco más.

-   Khirahl, hazte un favor, vamos, dime donde esta -pidió el hombre del café-. Tengo todas las pruebas, la cadena que te llevaste, el pelo que le cortaste guardado en la cajita de madera. No necesito nada para mandarte ante los cadíes. Tu delito será castigado, pero yo quiero el cuerpo. Tengo una madre apenada que le gustaría poder realizar los ritos de su hija. No es mucho pedir, ¿verdad Khirahl?

El joven seguía mirando fijamente al hombre sentado, pero no dijo nada. El hombre suspiró y le hizo un gesto a uno de los hombres de las varas. El soldado asintió con la cabeza y golpeó de inmediato al joven con la vara, con toda la fuerza que pudo. El golpe fue directo a una mejilla. Un diente y un escupitajo sanguinolento salieron de su boca. Al hombre no le pareció suficiente y siguió haciendo gestos. Los hombres de las varas se iban turnando para cada golpe. El prisionero recibió varios golpes en la cara, pero también en las piernas, en los brazos y en la espalda. Mientras el otro terminaba con su pastel y se bebía su café, sin inmutarse o mostrar piedad por el joven. Cuando terminó, el soldado de su espalda, recogió la taza, el plato y los cubiertos, los colocó en una bandeja de madera y salió de la estancia.

El hombre se puso de pie, haciendo un gesto a los otros dos para que detuvieran su obra. Era un hombre alto, de metro ochenta, vestía con una cota de malla, pero con una túnica de seda rojiza por encima, con una faja verde para apretarla en la cintura. Unos pantalones holgados de una tela más recia que la seda, blanquecinos, partían por debajo del borde de la cota de malla, hasta unas botas altas de montar, de cuero oscuro. El rostro del hombre era el de alguien de mediana edad, de más de cuarenta años, piel morena, ojos verdes y pelo castaño. Se le tenía por apuesto, aunque tenía el rastro de varias cicatrices en el mentón. Sobre el pecho, llevaba un gran broche de plata con seis gemas rojas. Esa joya representaba su rango, el de prefecto. Un hombre que aunaba la vida militar con la de un funcionario imperial. Pero junto al broche llevaba una corona de laurel de oro, lo que indicaba que era un héroe de guerra.

-   Vamos, si me dices donde está el cuerpo, hablaré de tu colaboración al cadí asignado -volvió a hablar el prefecto, tras rodear tres veces a Khirahl, que se mantenía silencioso-. Una dirección, encontramos el cuerpo, recibe la ceremonia que merece, para retornar con Rhetahl y listo. ¿No quieres que pueda pasar al paraíso, con Rhetahl? ¿También quieres quitarle eso, Khirahl?

-   No -murmuró Khirahl.
-   No, dices, pero si no hay ceremonia no podrá ir al paraíso, ¿no lo sabías, Khirahl? -prosiguió el prefecto.
-   Yo… yo… no lo sabía, yo quiero que vaya al paraíso, era un ángel -musitó con tristeza Khirahl.
-   Todos los ángeles deben ir al paraíso, Khirahl -aseguró el prefecto, con una sonrisa amable-. Dime donde esta y me encargaré de que vaya lo más rápido posible.
-   La enterré en el sótano de un almacén de La Sobhora -afirmó Khirahl-. El segundo a la derecha del gran almacén de Yhurno.
-   Ves no era tan difícil -indicó el prefecto-. Llevároslo a su celda, es hora de encargarnos de ella. Que pasen los sargentos Fhahl y Shiahl.

Los hombres de las varas levantaron a Khirahl y se lo llevaron de allí. Al momento entraron dos soldados, veteranos, de más de cuarenta años. El prefecto ordenó a Shiahl que liderara un grupo de hombres y fueran a la dirección que el joven había dado. Quería el cuerpo y lo quería en la morgue de la ciudadela. Los estudiosos tenían que ver cómo había muerto, para presentar el informe al cadí. El sargento se marchó raudo.

-   ¿Que se encontrará Shiahl? -preguntó Fhahl.

-   Un cuerpo, medio comido por las ratas, pues ese idiota de Khirahl no lo habrá enterrado bien -dijo el prefecto con tristeza y enojo-. Y lo que es peor, la habrá golpeado, dará pena ver el cuerpo. Por eso he mandado a Shiahl, pues como antiguo militar no se dejara llevar por el abatimiento. Los estudiosos me dirán lo que ya sé, que ese cabrón la habrá violado, de forma salvaje. Y al final no sé qué le devolveremos a su madre. Supongo que será mejor que nosotros llevemos a cabo la ceremonia fúnebre.
-   ¿En verdad era un ángel? -inquirió Fhahl.
-   ¿Qué niña de siete años no es un ángel, Fhahl? Déjame solo y avísame cuando la hayan traído, por favor -pidió el prefecto.
-   Como ordenes, prefecto -asintió Fhahl, retirándose.

El prefecto miró el taburete vacío y pensó qué tipo de joven era el que atacaba niñas, como Rhetahl los creaba, seres de alma negra. Iría a la ejecución de Khirahl, para cerciorarse que ya no podría volver a hacer daño a nadie más.

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