Albhak
recuperó su espada, tirando de la empuñadura, destrozando el hueso en el que se
había clavado. La sangre del esclavo había manchado el acero hasta la
empuñadura. Ya no podía pensar, solo observó como el cadáver se precipitó al
otro lado del parapeto y él se preparó para recibir al siguiente rival, al que
ya le veía los dedos sobre la madera.
Él, un
pobre guardia, nunca había llegado a ver ni desear una guerra. Su misión era
simple, proteger a la dama, había sido entrenado para ello, desde que su padre
le consiguiera un puesto en la guardia. Se había entrenado, con dedicación y
esfuerzo. Todas las mañanas, realizando ataques, fintas, defensas y todo lo que
los instructores le enseñaron. Ahora en sus veintisiete años, era todo un
guerrero y como tal, junto con su capitán y sus diez compañeros, defendían todo
el muro bajo y la puerta del cuartel, los lugares más débiles de toda la
defensa interior. En la entrada habían cruzado un carro, que hacía de defensa,
al carecer de puertas.
Este era
el tercer ataque tras la caída de la ciudad en el levantamiento de los esclavos
de las minas. Nadie se había esperado tal cosa y la evacuación fue difícil.
Habían perdido tantos guardias y ciudadanos a manos de los insurrectos que
ahora, diez días después de ello, todo parecía perdido. Aun así, la dama les
había pedido que aguantasen, que llegarían los refuerzos del señor Naynho. La
voz de la muchacha les llenó de esperanza y allí seguían, con el cansancio del
esfuerzo, con la debilidad de no estar comiendo en condiciones, pues las
provisiones que tenían habían sido racionadas.
Y de esa
forma aguantaba en ese nuevo ataque y estaba en su puesto junto a la madera del
carromato cuando escuchó la conmoción al otro lado. Los gritos de temor, los
aullidos de dolor. Pero los enemigos seguían apareciendo, pero ahora en sus
caras a parte de la desesperación o los deseos de venganza, se había unido el
terror, por algo que había al otro lado.
- ¡Capitán! ¡Algo pasa al otro lado! -gritó desde su puesto, cuando
recibió con un espadazo al siguiente esclavo, cuyo brazo izquierdo cercenó.
- ¡Olvídalo! ¡Sigue en tu puesto, Albhak! -ordenó el capitán, que en
ese momento se defendía de un ataque más o menos elaborado de un esclavo, algo
mejor vestido.
Albhak se
centró en despachar al manco, cortando el cuello con la punta de su espada. Al
gastar tiempo en rematar al esclavo, que aullaba como un cerdo, dejó libre un
hueco en su defensa, que aprovechó un oficial enemigo, que se encaramó como un
gato al parapeto del carro y golpeó con la bota en la cabeza de Albhak, que
cayó de espaldas, con un pitido ensordecedor machacándole la cabeza. Al mirar
hacia arriba vio al oficial prepararse para lanzarse sobre él, desde la parte
alta del parapeto, con su espada lista para acabar con él. Pero todo se detuvo,
pues la punta de una espada apareció por el cuello. El oficial enemigo abrió
los ojos como platos y escupió sangre. Las manos perdieron su agarre y el arma
se cayó con un golpeteo metálico. La punta de acero desapareció y el cuerpo del
oficial se cayó hacia delante. Un guerrero joven, perfectamente vestido para la
batalla, le miraba.
- ¡Levántate, cagarruta! -le gritó Mhista, mientras saltaba hacia el
interior-. Mis compañeros tienen que entrar, ayúdame a hacer un hueco, leches.
Albhak,
sin salir de su asombro, pero apremiado por las órdenes de Mhista se levantó y
empezó a empujar el carromato, hacia un lado, para abrir un hueco, estrecho
pero suficiente para que entraran los compañeros de Mhista. El capitán que
había estado ocupado acabando con dos enemigos, al ver lo que hacía Albhak con
el recién llegado se acercó a la carrera, tras poner a otro hombre en su sitio.
- ¡Albhak! ¿Qué haces, maldito imbécil? -bramaba el capitán-. ¡Vas a
hacer que esos cabrones entren en tropel! ¡Nos vas a matar a todos!
Pero las
advertencias del capitán llegaron tarde, pues el hueco ya estaba abierto y
Ofthar entró por él a la carrera. Mhista sabiendo lo que iba ocurrir se retiró,
pero Albhak fue arrollado por Ofthar y rodó por el suelo. Uno a uno, los
hombres de Ofthar entraron por el hueco, excepto Ubbal y Rhime que se
encaramaron en el carromato, lanzando alguna flecha esporádica, contra algún
oficial, ya que los esclavos habían roto la formación, debido a la entrada de
Ofthar y se dispersaban por las callejas de la población, alejándose del
cuartel, seguidos de los oficiales, desesperados por reconstruir sus filas y
con un clamor de victoria proveniente de los muros y defensas.
- Mhista, bloquead el paso, colocad bien el carromato -ordenó
Ofthar, al tiempo que le tendía la mano a un sorprendido Albhak-. Muchas
gracias por tu ayuda, sin ella no podría haber metido a mis hombres.
Albhak
tomó la mano y Ofthar tiró de él para que se pusiera de pie. El capitán, junto
con otros guerreros, se acercó armas en mano.
- ¡Tirad las armas, en nombre del señor Naynho! -gritó el capitán,
apuntando con su espada-. ¡Tú también, Albhak!
- Vamos, vamos, amigo, me gustaría hablar con quien está al mando de
todo este lío -intentó apaciguar Ofthar-. Para que veas que vamos en son de
paz, vamos a guardar nuestras armas, ¿te parece bien?
- No te voy a llevar hasta la dama armado -negó el capitán.
- Vale, vale, amigo, mis hombres se quedan aquí, pero yo, él -señaló
a Mhista- y este guerrero -Albhak se sorprendió- seremos llevados ante la
señora, sin armas de ningún tipo -dijo Ofthar-. Nuestras armas se las dejaremos
a mis compañeros y tu hombre a ti. ¿Te parece mejor esta propuesta?
El
capitán se quedó un rato pensativo y al final asintió con la cabeza. Mhista a
regañadientes y Ofthar entregaron sus armas a Rhime y Ubbal que se habían
bajado del carromato, donde eran blancos fáciles. Ofthar les indicó que
guardaran sus armas y esperasen sin montar un escándalo. El capitán le ordenó a
Albhak que le entregase la espada y tras observar que solo había esclavos
muertos al otro lado del parapeto, sobretodo un buen número en el camino hacia
el carromato, se dispuso a ir hacia la plaza de armas del complejo.
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