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domingo, 12 de agosto de 2018

El conde de Lhimoner (3)


La capital era una gran urbe, llena de vida y de gente. Incluso por las calles aledañas a las murallas, había personas moviéndose, pues muchos habrían tenido la misma idea que el prefecto para poder ahorrar tiempo y dinero, sin internarse por calles más abarrotadas y llenas de ladrones. Por fin llegaron a la puerta del sur o también llamada puerta de los leones, por la decoración de los muros, con unas inmensas tallas de rostros de leones, con sus melenas alborotadas. La mayor parte del tráfico de mercancías y caravanas cruzaban los cuatro grandes arcos que formaban la puerta. Una infinidad de soldados de la milicia mantenían controlados los peajes de entrada y la revisión de las mercancías, todo lo que iba a entrar en la ciudad debía ser controlado y apuntado. Además de los que hacían funciones de aduaneros, otros muchos mantenían el orden. Un sargento vio su broche a lo lejos e hizo que su hombres paralizaran el tráfico para que el prefecto pudiera cruzar entre tanta carreta. Seguramente a los miembros de las caravanas no les haría gracia ese trato de favor, pero tampoco expondrían su pellejo inútilmente con quejas que no serían tomadas en cuenta.

Los tres jinetes se internaron en la avenida de los reyes, una gran calle, muy ancha, con un jardín estrecho central, entre los dos carriles, que tenía árboles y fuentes, así como parterres de flores y arbustos. Cada poco había una estatua de mármol, que representaba a un rey o jefe tribal que el imperio había sometido durante su larga historia. Por eso se la llamaba la avenida de los reyes, aunque estos eran para recordar los logros de los emperadores. Las edificaciones que quedaban a cada lado de la avenida, eran casas con soportales formados con arcos, de donde llegaban infinidad de olores y colores, cientos de tiendas y puestos, así como talleres, jalonaban los lados. Los caballos iban zigzagueando los carros y carruajes, mientras iban dejando atrás nuevas estatuas o peanas vacías, pues siempre habría nuevos reyes que aplastar. La avenida terminaba en una gran plaza circular, en cuyo centro había una gran fuente, con un inmenso bebedero, donde las bestias y los caballos podían saciar su fe. En el centro de la fuente, se erigía un gran monolito con las gestas del primer emperador grabadas con esmero. De la plaza nacían tres avenidas, aunque no tan grandes como la de los reyes. A la derecha, hacia el este, la avenida del emperador, que cruzaba el barrio de Ahlminer, en el que vivían los nobles menores y aristócratas de bajo peso. El prefecto poseía allí una vivienda, un edificio de tres alturas, junto una pequeña extensión de terreno rodeada por un muro, que le permitía tener un pequeño jardín, una casa de siervos y unos establos. Al final de esta avenida se llegaban a las puertas del barrio alto, entrada al complejo imperial. La avenida que quedaba más o menos enfrente de la de los reyes era la portuaria, y como tal llevaba hasta la puerta del mar, por la que se accedía al puerto y los almacenes de las navieras. Por último, a la izquierda, había una avenida menor que iba hacia el oeste, separándose en otras más pequeñas, hasta desaparecer. El prefecto creía que desde el cielo parecería como las ramas de un árbol.

Claro está, los tres hombres giraron hacia la avenida del emperador. Esta era más estrecha que la de los reyes, pero las casas que estaban construidas a sus márgenes eran hermosas. Al ser más corta, recorrerla fue más rápido, aunque también se habían librado de gran parte del tráfico mercante que había seguido de frente. Las puertas del barrio alto eran sencillas, un solo arco, pero estaban guarnecidas por soldados de la guardia imperial, por lo que el soldado imperial que venía con ellos se encargó de que les permitieran el paso. Se adelantó al oficial de guardia y le mostró algo que llevaba en la mano, mientras le decía unas palabras que no llegaron a entender ni el prefecto, ni el sargento Fhahl. Aunque tampoco podrían haberlo hecho, pues el prefecto había detenido su montura con un espacio suficiente para mostrar una especie de separación respetuosa. El soldado parecía tener más rango que el oficial, pues este se mantenía firme, algo extraño. Podría ser que el emperador le hubiera mandado el mensaje con alguien más importante de lo que la vestimenta indicaba. Empezó a pensar que el emperador tenía algún problema acuciante o de difícil resolución. Pero porqué necesitar a alguien como él, un mero prefecto de la milicia. Las preguntas se iban agolpando en la cabeza del prefecto, pero al no encontrar respuesta, tendría que esperar.

El soldado les hizo una seña, mientras las puertas comenzaron a abrirse y los soldados permitían el paso libre a los tres jinetes. El barrio alto era completamente diferente a cualquier zona de la ciudad. Estaba dividido en inmensas haciendas, con jardines, palacios y zonas de siervos. Todas ellas cerradas con su muro, aunque algunos parecían pequeñas murallas. Se podían ver las copas de árboles de todo tipo tras los cerramientos de piedra y ladrillo, acabados con vergas y picas de hierro. La mayoría eran viviendas, de los grandes nobles y generales del imperio, aunque también se encontraba el gran templo de Rhetahl, con la residencia del sumo sacerdote, el líder espiritual del culto imperial. El complejo del gran templo, tenía construcciones para las viviendas de los sacerdotes menores, para los siervos de estos y para la guardia del templo. También debía tener almacenes para las ofrendas y para los lujos de los sacerdotes, así como jardines y fuentes. Pero hoy no iría a rezar por el dios, el prefecto espoleó su montura para recorrer la gran calle hasta las puertas de la ciudadela imperial, donde el soldado debería usar otra vez su pase.

Al igual que a las puertas del barrio alto, en la puerta de la ciudadela, lo que llevaba en la mano el soldado, les permitió el paso sin problemas. Los primeros edificios que había cruzadas las puertas eran los cuarteles de la guardia y los de los siervos. Una vez pasados estos, se entraban en los jardines, desde los que ya se observaba el gran palacio, una construcción de tres alturas, escalonada, con arquerías en pasillos exteriores y grandes terrazas. La entrada principal era una gran escalinata, donde ya esperaban varios criados, para hacerse cargo de los caballos, así como un hombre delgado, vestido con ropas livianas de un blanco absoluto, con un turbante como el del prefecto, que mantenía todo el cabello tapado. Los ojos eran claros, el rostro chupado, con un gesto serio, con una perilla corta, de pelo negro con canas.

-   Prefecto de Lhimoner, su excelencia le espera con ansias -dijo el hombre de blanco, cuando el prefecto y sus compañeros se apearon de sus monturas, bajando los peldaños-. Por favor, seguidme, os espera en el salón de los nenúfares.

-   Gran chambelán Rhissue, el placer siempre es mío -devolvió el saludo el prefecto, con una ligera reverencia, pero el hombre delgado ya avanzaba hacia el arco de entrada.

El prefecto le hizo un gesto a Fhahl de que no hablase y le siguiese. En palacio, lo mejor sería que solo hablase él, por algo era un oficial y no un sargento.

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