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domingo, 5 de agosto de 2018

La leona (11)


Yholet despertó porque escuchaba voces al otro lado de la puerta de la cabaña donde le mantenían recluido. Asdhare no había vuelto como le había prometido para seguir su discusión a la mañana siguiente. Lo peor es que no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde su primera discusión y ahora. No le habían traído comida y allí dentro no entraba mucha luz, por lo que no era capaz de discernir qué momento del día o de la noche era. Es más, desconocía si había pasado más de un día.

De repente la puerta se abrió, trayendo luz a su oscura celda. Ante el reconoció a Asdhare que no tenía la cara muy contenta y tras él, Kounia, quien tampoco parecía feliz.

-   Parece que he dejado de ser importante para ti -dijo Yholet, cuando entraron los grakans.
-   Tu importancia no ha disminuido ni un ápice -indicó Asdhare, serio-. Pero ya no es para mí. Mandé un mensaje cuando deje de conversar contigo y me lo devolvieron enseguida. Ahora tu destino ya no está en mis manos. El Gran Consejo de jefes solicita tu presencia para saber quién eres y por qué llevabas tan singular joya. Una escolta ha sido preparada.
-   Vaya -se limitó a decir Yholet, asombrado pero sobretodo intrigado de cómo de rápidos eran los mensajeros grakan.
-   Entiendo tu sorpresa, yo también la siento -prosiguió Asdhare, haciendo poco caso a Yholet-. Hacía mucho tiempo  que nadie de tu raza era admitido en una reunión de jefes. Pero no esperes diversión o un trato mejor. No habrá más clemencia por su parte que por la nuestra.
-   Yo sabré obtener su clemencia -señaló Yholet muy seguro de sí mismo.

Asdhare se permitió lanzar una fuerte carcajada a esas palabras de Yholet. Tras lo que se volvió a Kounia.

-   Prepárale para el viaje -ordenó Asdhare-. Tiene un camino complicado y la escolta no será magnánima. Para nadie.
-   Sí, hermano.

Asdhare se limitó a darle un beso en la frente de Kounia, antes de abandonar la cabaña. La mujer se acercó a Yholet y comenzó a desatar las cuerdas que le mantenían atado a la estructura de madera. Con cada cuerda que le dejaba de oprimir el cuerpo, Yholet iba notando como la sangre se iba moviendo con libertad y las fuerzas regresaban a sus miembros entumecidos. Al final, Kounia le soltó las manos y Yholet se acarició las muñecas, intentando que se despertaran los músculos. Mientras el joven daba unos saltitos, Kounia fue metiendo las armas y las posesiones de Yholet en una bolsa de cáñamo trenzado.

-   Puedo llevar mis cosas yo mismo -indicó Yholet, pero la muchacha no le hizo caso, y siguió con su cometido-. Vamos, no me dirás que deberé cruzar por la selva con los peligros que hay desarmado.
-   La escolta te protegerá, Yholet -murmuró Kounia, con cara de pocos amigos-. Ahora acerca las manos. No te resistas o será otro el que se encargue de esto y no será por las buenas. Fharda está deseoso de meterte una buena serie de golpes. No tientes al destino.

Yholet se limitó a asentir y a juntar las manos delante de Kounia, que colocó una nueva cuerda y ató ambas muñecas. Luego le hizo una seña para que le siguiera. Tomó la bolsa de cáñamo y abrió la puerta, para que saliera. La luz de fuera cegó temporalmente la visión del hombre, pero no sus oídos. Escuchó un murmullo a su alrededor, una muestra de asombro y miedo. Cuando los ojos se fueron aclimatando a la luz diurna de la selva, se fue percatando de que se encontraba en el centro de la aldea, en una plaza de tierra, rodeada de las casuchas circulares de tejados de ramas entrelazadas. Las paredes eran una mezcla de ramas y adobe. Carecían de ventanas y solo había unos arcos que hacían de entrada. La población, hombres, mujeres y sobre todo niños, permanecían alejados, hablando en corrillos, señalándole como si fuera algo raro, algo salvaje.

Cerca de él permanecían una docena de grakans, altos y fuertes, armados con unas lanzas y unas espadas que colgaban de unos cinturones de cuero animal, del que Yholet no pudo precisar la procedencia. También vestían unas armaduras de placas de algún tejido o piel animal, pero igual de desconocida para el joven. A parte de la docena de grakans, que serían su escolta, había un nuevo grakan, igual de fuerte, que hablaba con Asdhare y Kounia se acercó a ellos. Yholet se aproximó todo lo que fue prudentemente posible, antes de que las miradas de sus escoltas se volvieran más aviesas. Aun así desde ahí podía escuchar la conversación.

-   ¿Por qué tiene que ir Kounia? -quiso saber Asdhare-. No entiendo que puede contar Kounia al Gran Consejo.
-   No es orden de los jefes, Asdhare -negó el grakan-. Es el gran chamán quien quiere hablar con ella. Además, Asdhare, si los jefes la reclaman tú no eres quien para negarte, no te olvides.
-   Sé cuál es nuestra ley, Lystok -le recordó Adhare-. No me tienes que decir cual es mi posición. Solo que dudo de la necesidad. Pero las órdenes vienen de mi padre y su mandato es ley. Kounia, no lo olvides, no has hecho nada malo, pero no sé si los jefes lo verán así. Salvar a un ser vivo, aunque sea un blanco no es malo, Gharakan te premiaría por ello. Pero nuestros hermanos han perdido mucho a manos de ellos. Norteños y sureños.

Asdhare abrazó a su hermana que agradeció el gesto y la amabilidad de su hermano, dándole un beso fraternal. Gharakan le llevaba lejos, pues nunca se había marchado por tanto tiempo y a tanta distancia de la aldea.

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