No se habían alejado mucho del río o eso
le parecía a Yholet, cuando el terreno le pareció que tenía más subidas y
bajadas. Ya no era un suelo recto, aun con las raíces y los árboles caídos. La
selva parecía crecer en ondulaciones o colinas bajas. Yholet tomó ese cambio
como una prueba de que se estaban acercando a las montañas del oeste, que es la
idea que había tenido durante ya mucho tiempo. Y sin que se diera cuenta,
salieron de la selva. Ante los ojos de Yholet vio una gran extensión, una gran
pradera que se alejaba hacia el oeste. Pero también había montes, pequeños, y
colinas de cimas aplanadas. La selva seguía al este, en dirección al norte.
Casi en el horizonte le pareció ver que los árboles cerraban la pradera.
El cielo había empezado a oscurecerse y
Lystok puso rumbo a una meseta, pequeña y con ruinas sobre ella. Mientras
corrían hacia ella, Yholet se entretuvo en estudiarla. La construcción no se
parecía ni a las de los grakan, aunque solo había conocido la aldea de Kounia y
tampoco se parecía a las de los eternos. Le pareció una antigua atalaya de piedra,
aunque la mayoría de sus muros se habían desmoronado por la falta de cuidado.
Pero aún se mantenía más o menos el arco de la antigua puerta y una torre
cuadrada. Lystok y el grupo ascendieron por la ladera y entraron en la antigua
construcción por el antiguo arco. Los sillares le parecieron familiares. Hasta
percibió un antiguo escudo de armas, pero la figura había sido erosionada por
el tiempo y las inclemencias.
- No te suena familiar esto, blanco -espetó
Lystok, deteniéndose en el patio de armas tras la puerta-. He aquí una
construcción de los tuyos.
Lystok no esperó la contestación de
Yholet, pues empezó a dar órdenes a los guerreros. Yholet en cambio observó
concienzudamente lo que quedaba de la construcción. La atalaya en el momento de
su edificación debió estar formada por una puerta gruesa, enclavada entre dos
torres anchas y cuadradas. De ellas nacía una muralla de no más de seis metros
de altura, con parapeto de madera que iba desde la puerta hasta el castillo,
que estaba en el otro lado del recinto, frente a la puerta. Las separaba un
patio de armas, hecho de losas de piedra. En el centro aún podía ver el pozo,
que sin duda seguía operativo, pues dos grakan estaban girando la manivela. El
castillo no sería más que una torre cuadrada de varios pisos. De grandes
dimensiones, por la planta que aún permanecía y por las piedras que había visto
desmoronadas en la base de la meseta. En el piso bajo habría habido un pequeño
establo y una armería. En los pisos superiores viviría la guardia. Por las dimensiones
ya habría cincuenta soldados de guarnición.
Pero lo que más le hacía pensar era que la
construcción era de los suyos. Según las crónicas que había estudiado, los
imperiales no habían levantado ninguna obra militar tan al norte. Si no habían
sido ellos, quien podía haber construido la atalaya.
- Fue erigida aquí porque podía controlar el
camino que cruzaba el llano, del sur al norte -indicó Kounia al ver la cara de
Yholet, pensando-. Cuando la guerra terminó, se construyeron varias, fue parte
de la alianza de paz. Tu gente quería unir sus nuevas tierras con las antiguas.
Durante años, mantuvieron el camino abierto, pero luego, el señor del sur vio
que nadie del norte se acordaba ya de ellos. Hizo regresar a su gente al sur y
dejó sus obras para que la naturaleza las integrara de nuevo en el ciclo de
Gharakan.
- ¿De cuando hablas? -inquirió Yholet.
- Hace demasiado tiempo, ya solo los chamanes
saben de ello, y no todos -contestó Kounia-. Deberíamos haber aprendido más de
los tuyos en aquel entonces, pero la alianza de paz nos bastó. Los chamanes
creen que fue nuestro mayor error.
Yholet vio la tristeza en los ojos de
Kounia y no dijo nada, solo se acercó a unos de los escudos indescifrables,
poso su frente sobre él y murmuró unas palabras. Una vieja oración que le
enseñó su abuelo, en la que se pedía por las almas de los que nos habían dejado
para que volvieran hasta los clanes con sus antepasados.
Kounia le observó ligeramente pero pronto
se volvió a sus tareas, pues había que hacer un fuego, pues las bestias podían
atacarlos y en esa pradera había más cosas que los leones negros. Varios grakan
habían partido, para encontrar madera y cazar algo, pues la mayoría estaban
hartos de la carne seca de las provisiones. Casi ninguno de los guerreros hizo
mucho caso de las cosas que hizo Yholet, pues la verdad es que ya se habían
adaptado a llevar con ellos al blanco y ya no les parecía algo raro.
Lystok era el único que no le quitaba ojo
a Yholet. Se había subido en la torre que aún quedaba en pie y desde allí podía
observar muchas cosas, como un centinela de antaño.
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