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miércoles, 4 de diciembre de 2019

El dilema (1)

La mañana había sido fría y había caído algo de agua nieve. Los alares de los tejados aún goteaban, y cuando caían en una cabeza o se metían por el cuello provocaban un pequeño escalofrío. La ciudad de Thymok era una población situada junto al río Phal, uno de los afluentes del gran Phalan, que discurría al oeste, haciendo de frontera con las llanuras de Phalannor, una extensión de estepas con vegetación baja y algún árbol aislado. Rodeando a Thymok se encontraban unos fértiles valles, que en ese momento empezaban a deshelarse. Pronto los agricultores empezarían a arar para prepararlos para la siembra.

Por el camino del norte, llegaban los carros cargados de mineral que venían desde el valle de Phlassar, un valle desigual que estaba encajonado entre las dos cordilleras del norte, Phlannet al oeste y Ramshaner al este. Era un valle rico en minas de hierro, carbón, oro y plata. Esta era la mayor riqueza del señorío de las montañas. De sus minas provenía su poder. El comercio con los otros señoríos era continuo, todos pagaban con oro, pero normalmente con productos que no producían en las montañas. A su vez, el comercio era el principal aval para mantener la paz. Los otros señoríos preferían mantener la paz a perder el flujo de hierro, que era necesario para las armas de sus guerreros.

El señorío de las montañas era dirigido por Dharkme, que se decía que era descendiente de Naradhar III o por lo menos uno de sus hijos. Pero eso era historia antigua y ya no se sabía cuán cierto era ello. Dharkme era un hábil estadista, pero solo le interesaba mantener su estilo de vida. Los tharns y el resto de nobles pensaban como él. Cada año que pasaba sus recaudadores apretaba más y más a los hombres libres. En Thymok poco a poco fue apareciendo la pobreza. Primero eran puntos aislados, pero pronto se fue expandiendo por todos los barrios y al final, Dharkme los expulsó fuera de las murallas de la ciudad. Ahora cualquiera que se acercara por los caminos a Thymok, distinguiría primero las casuchas que rodeaban la ciudad, que la misma. Fuera de muros no se pagaban impuestos, pero carecían de protección en el hipotético caso que el señorío fuera atacado. Solo los que pagaban oro tenían ese privilegio.

En esos barrios exteriores, la maldad fue apareciendo en igual medida que crecía la desesperación. Los fuertes aplastaban a los débiles y los grupos de maleantes se fueron creando. Pronto bandas violentas se disputaban lo poco que había en esos estercoleros de indignidad. La sangre corría de noche y de día, mientras que los señores de Thymok miraban hacia otro lado, como si lo que pasaba fuera de las murallas no fuera con ellos. La vida nunca había valido tan poco en el señorío como en esa época.

Y los peor parados fueron los niños, pues entre tanta violencia, una marea de huérfanos inundó las fétidas callejuelas de los barrios exteriores. Como con los adultos, estos niños se dividían en dos grupos, los que sobrevivían y los que eran consumidos por el sistema. Los más hábiles subsistieron con problemas y los torpes fueron pisoteados en el barro. No era raro que desaparecieran sin ser vistos jamás. Otros acabaron en manos de esclavistas sin escrúpulos que los vendieron al mejor postor, a seres desalmados que no valoraban la vida humana, solamente al oro.

En esta condición muchos niños aprendieron la dureza de la vida. Arramplando con las migajas de los otros y soportando las inclemencias de sus iguales. No era raro ver a niños de corta edad asaltar a otros jóvenes o a hombres adultos, actuando como jaurías de lobos, hincando sus afilados colmillos en la carne del desdichado, para vaciarle una exigua bolsa. Todo se hacía por sobrevivir. Y aun así, muchos caían en las garras de la guardia que les enviaba a la cárcel, el patíbulo o a destinos peores, como las minas de Phlassar.

Aunque en muchos casos no era la guardia quien se encargaba de ellos, sino que aparecían cuerpos flotando en el Phal, descendiendo hacia el Phalan, camino al Olghalssemun, el mar del sur, el mar de hielo. Para ser el alimento de los seres, criaturas despiadadas que moraban esas inhóspitas tierras, carentes de toda calidez. Aunque muchos aseguraban que así era el pecho del señor Dharkme, pero no ante demasiada gente, pues los delatores abundaban en cada esquina, inspirados por la codicia y la envidia. Además el buen señor era rencoroso con todo aquel que hablase mal de su persona, que según él mismo era de una perfección rallante en lo delirante.

Debido a ello, pocos nobles osaban a oponerse a sus designios, sino que simplemente prefirieron marcharse a sus haciendas, abandonando la corte y prefiriendo una vida más cómoda y pacífica, lejos de la falsa protección de Thymok. 

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