El amanecer trajo las primeras luces, que entraron por
un ventanuco que había en el techo de la buhardilla. Con ellas las dos
muchachas se levantaron con mucho cuidado, recogieron sus ropas y se deslizaron
por la puerta, intentando hacer el mínimo ruido. Pero el hombre tenía el oído
muy fino y no se le escapaba nada, su vida dependía de lo bien que detectara
los peligros que le acechaban, porque siempre había alguno.
Había sido una buena noche, pero todo se termina, no
podría ser así nunca, ya que él no era una persona rica, ni tenía un lugar
donde regresar, era libre y su forma de ganarse la vida premiaba esa libertad.
Retiró la manta y se puso de pie. Estiró un poco su cuerpo, que se había
quedado un poco entumecido por tanto ejercicio nocturno. Cruzó la habitación
hasta donde había una jofaina de madera y un cubo del mismo material. Vertió un
poco del agua que había en el cubo en la jofaina. Estaba fría, pero por lo menos
estaba limpia. Había estado en posadas que te traían agua caliente, pero su
estado era realmente asqueroso, más que lavarte te buscabas una forma de morir
rápidamente. Se limpió el cuerpo con ayuda del agua y un pequeño paño. Cuando
estuvo lo suficientemente aseado, se acercó a una silla donde había dejado sus
ropas. Lo primero que hizo fue comprobar que su bolsa con sus ahorros estaba
perfectamente. La escondía en un falso pliegue de sus botas. No esperaba que
las dos prostitutas intentaran robarle, pero no sería la primera vez que una de
ellas, haciéndose la inocente le había levantado oro. Aunque a la larga lo
había lamentado.
Se puso su taparrabos, tras lo cual se puso los
calzones de cuero endurecido, pero livianos, un jubón de color claro y acolchado,
parecido a los que usaban los arqueros. Sobre ello colocó una cota de cuero,
negra. Tomó su cinturón del que colgaban una daga corta, una espada media de
hoja estrecha y puntiaguda, que parecía más una daga larga que una espada. Más
de un guerrero se había reído de ello, aunque luego habían lamentado sus
carcajadas, cuando la tenían clavada hasta la empuñadura y su vida se escapaba
de su cuerpo. Eran armas ligeras y rápidas, no como las pesadas espadas y
hachas que usaban la mayoría de los guerreros, pero eran armas poco valoradas.
Al final se sentó en la silla, para ponerse las botas
y ya estaba listo. Se colgó del cinturón su casco, un cono de cuero ennegrecido
y tomó su zurrón, en el que llevaba útiles para mantener las armas, su laúd y
una pequeña ballesta con munición. Pues en casos era mejor matar a distancia y
en silencio.
Salió de la habitación y recorrió un estrecho pasillo
hasta llegar a unas escaleras desvencijadas. Descendió hasta la planta baja y
se dirigió al comedor, donde a parte de alguna muchacha como las que le habían
acompañado por la noche, se sentaban unos pocos clientes, la mayoría habían
pernoctado en la posada. Pero junto a la barra había cuatro guardias de la
ciudad, serios y observando a todos los que desayunaban. El hombre espetó en su
interior. Si la guardia había aparecido, sería mejor ir pensando en dejar la
población. Mientras se fijaba con cuidado en los guardias, un hombre sentado
cerca de la chimenea, le hizo señas para que se acercase.
-
Espero que hayas pasado una buena noche, Alvho -saludó el
individuo, cuando el hombre dejó sus cosas en un taburete y se sentó en otro-.
Parece que el tharn está empezando a investigar los resultados de tu trabajo.
Esta mañana han encontrado el cuerpo de Thelbar en un callejón, múltiples puñaladas.
A alguien no le gusto que se fuera de la lengua, pues se la han cortado.
-
Thelbar era demasiado hablador, supongo que se lo merecía -murmuró
Alvho-. Pero eso no indica nada y la guardia no me puede relacionar con esa
muerte.
-
No me refería a la guardia, esos son unos lerdos -se quejó el
hombre-. Alvho, te has dejado ver demasiado por la población. El trabajo está
hecho y tus honorarios pagados. Eres de los mejores en este negocio, pero
tiendes a volverte aficionado al riesgo. Nosotros no somos así.
-
¿A no? -preguntó poniendo una mueca de inocencia, aunque sabía
perfectamente la respuesta, por lo que cambió de tema-. Has oído de algún
trabajo.
-
Hay un par como este en el señorío de los mares, mercaderes
enemistados que buscan información de los otros -indicó el hombre-. Pagan lo
suficiente para subsistir. Aunque hay otro que pagan mucho más, te podría
mantener más de un año. Pero no te va a gustar demasiado.
-
¿Más de un año? -repitió Alvho, sorprendido, hacía mucho que no
salía algo así. Pero lo que más le sorprendía era que su interlocutor había
indicado que no le iba a gustar. Claramente no era solo un trabajo de búsqueda
de información. Seguro que llevaba aparejado un asesinato o tal vez varios.
Pero matar a gente por oro nunca le había parecido mal, antes ya lo hacía para
subsistir, ahora le pagaban por ello-. ¿Cuál es la pega?
- Es en
Thymok.
Oír el nombre de la ciudad le dejó paralizado. Le
pareció que todo el tiempo se había detenido, incluso las llamas de la chimenea
se habían detenido, algunas levitaban en el aire. Thymok. Su despreciable
ciudad natal. Odiaba esa población y había huido de ella en cuanto había tenido
oportunidad. Y si el trabajo estaba relacionado con esa ciudad, seguro que era
para algo malo. Thymok solo traía muerte y destrucción.
-
¿Sabes de qué va? -consiguió decir Alvho.
- Algo
he oído, pero espera, es mejor escuchar las noticias de casa con algo que comer
y beber -asintió el hombre, al tiempo que levantaba una mano y le hacía gestos
a una camarera.
La camarera vino solicita, pues estaba harta de las
atenciones mal llevadas de los guardias de la barra. El hombre pidió cerveza,
lacón ahumado, un poco del estofado de carne y algo de pan. La camarera asentía
con la cabeza y se marchó rápida a la cocina para preparar el pedido.
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