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miércoles, 11 de diciembre de 2019

El mercenario (3)

El hombre siguió su camino hasta un local en cuyo neón ponía “Estrellas Fugaces”. El nombre lo había propuesto él y la dueña lo había tomado como suyo. Siempre que leía el neón se acordaba de la situación, cuando ambos, bebidos hasta las trancas hablaban del local. El hombre se dirigió hacia la puerta que se abrió cuando estaba a unos pasos, en la velocidad de un parpadeo. Según cruzó el umbral se escuchó un pitido fuerte. De una puerta salió un hombrecito armado con un rifle.

-       No se puede ir armado en este local, suelta lo que lleves o lárgate -ordenó el hombre, que al ver a quien había hecho saltar la alarma-. ¡Ah, eres tú! Pasa, no te cortes.
 
El hombrecito dejó de apuntar al recién llegado y retornó por donde había aparecido, tan rápido como se cerró la puerta de entrada.

El interior del local estaba definido por un gran salón, al que se accedía por el pasillo que nacía en la puerta. A la izquierda del pasillo había una barra, donde dos camareras humanas, vestidas con poca ropa, lo que provocaba que sus curvas se hicieran demasiado visibles, se morían de aburrimiento. Justo enfrente del pasillo, había un gran escenario, donde dos mujeres humanas y una tharkaniana bailaban de forma voluptuosa agarradas a unas barras ancladas al techo bajo. Una de las humanas ya había perdido toda su ropa a excepción de un ínfimo tanga, la otras dos tenían más prendas, pero el hombre supuso que pronto las perderían. Su público, no muy extenso por la hora que era, no perdía de vista los cuerpos de su deseo, pero sin olvidarse de los dos matones que había a cada lado del escenario, dispuestos a golpear a quien se pasase de listo e incumpliera las reglas del local. A la derecha había una serie de peanas para bailes especiales, rodeadas de taburetes y unos cuantos reservados para clientes que buscaban la privacidad.

El hombre se dirigió hacia la barra, justo hacia donde estaba una de las camareras, una mujer negra, de cuerpo musculoso, con cicatrices parecidas al hombre. La mujer era hermosa y los rastros de las heridas antiguas no le desmerecían ni un ápice. La mujer le sonrió según le vio acercarse. Sin que el hombre hubiera dicho nada, puso un vaso alto sobre la mesa, lo llenó con un líquido blanquecino de una botella que tomó bajo la barra y después le añadió un buen chorro de otro incoloro.

-       Tu ruso blanco, mi sargento -dijo marcial la mujer negra, haciendo un saludo castrense algo burlesco.
-       ¡Vete a cagar, Jane! -se quejó el hombre, que tomó el vaso y dio un buen trago-. Eres la mejor Jane, sabes cómo me gusta.
-       Cualquiera acertaría contigo, sin conocerte claro -se burló Jane, sin perder la sonrisa-. El secreto es echar el doble de vodka. Te veo algo más delgado, ¿ya comes bien?
-       Voy picando entre horas -se defendió el hombre, pero con poca fuerza.
-       ¡Bah! Siempre con las mismas escusas, sargento -espetó Jane, poniendo una cara más seria-. Qué sería si yo no estuviera cerca, sargento. Te morirías de hambre, seguro. Haré que Olghat te prepare algo. 
-   ¿Comida tharkaniana otra vez? -preguntó con ironía el hombre, lo que provocó que Jane le enseñase el dedo corazón de la mano derecha.

Olghat era un tharkaniano, y la pareja de Jane. Pero antes que eso soldado de su batallón y uno de los pocos que sobrevivieron a la guerra. De su grupo sólo había sobrevivido uno más.

-       Marcus se pasó por aquí hace un par de días -dijo Jane, sin perder la seriedad. Marcus era el último superviviente de su grupo.- Estaba preocupado. Me dio una advertencia para ti, parece que has molestado a las personas menos indicadas, no me dijo a quienes, por mi seguridad. Andan presionando a varios jefes policiales para que te echen el guante. Él no podrá protegerte eternamente. No va a destruir su mundo por ti.
-       Nadie le ha pedido ayuda a ese bueno para nada -espetó el hombre, pero simulando mal el enfado. Jane sabía demasiado bien que Marcus era lo más parecido a un hijo para el sargento y que Marcus veía al hombre como un padre.
-       A mí sólo me ha dicho eso, no la pagues con el mensajero -murmuró Jane, que volvió a sonreír, pero esta vez más malévolamente-. Pero supongo que no has venido únicamente a hablar con una vieja amiga, verdad sargento. Vete al de siempre, que yo te envío lo que necesitas.
-       Sabes cómo contentar a este viejo sargento -se burló el hombre. 
-   A ti y a todos, pero no te voy a acompañar, ni llevarte la bebida -afirmó Jane, a la vez que se marchaba hacia el fondo de la barra, con su característico cojeo.

Jane seguía contoneándose con una maestría única y el hombre se sonrojó solo de pensarlo. La cojera se debía a que había perdido la pierna derecha en la batalla de Jhalarn, cuando la flota invadió el planeta para liberarlo de las garras imperiales, que se habían atrincherado con ganas. Costó mucho hacer que los imperiales se rindieran y eso que en Jharlan se luchaba con la población local. Lo peor fueron las sierras alejadas de la capital, donde el imperio había erigido bastiones que hubo que tomar uno a uno. Y fue en una de esas ciudadelas donde Jane perdió su pierna. Aunque el hombre tampoco salió bien parado de esa acción.

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