El hombre siguió su camino hasta un local en cuyo neón
ponía “Estrellas Fugaces”. El nombre lo había propuesto él y la dueña lo había
tomado como suyo. Siempre que leía el neón se acordaba de la situación, cuando
ambos, bebidos hasta las trancas hablaban del local. El hombre se dirigió hacia
la puerta que se abrió cuando estaba a unos pasos, en la velocidad de un
parpadeo. Según cruzó el umbral se escuchó un pitido fuerte. De una puerta
salió un hombrecito armado con un rifle.
-
No se puede ir armado en este local, suelta lo que lleves o
lárgate -ordenó el hombre, que al ver a quien había hecho saltar la alarma-.
¡Ah, eres tú! Pasa, no te cortes.
El hombrecito dejó de apuntar al recién llegado y
retornó por donde había aparecido, tan rápido como se cerró la puerta de
entrada.
El interior del local estaba definido por un gran
salón, al que se accedía por el pasillo que nacía en la puerta. A la izquierda
del pasillo había una barra, donde dos camareras humanas, vestidas con poca
ropa, lo que provocaba que sus curvas se hicieran demasiado visibles, se morían
de aburrimiento. Justo enfrente del pasillo, había un gran escenario, donde dos
mujeres humanas y una tharkaniana bailaban de forma voluptuosa agarradas a unas
barras ancladas al techo bajo. Una de las humanas ya había perdido toda su ropa
a excepción de un ínfimo tanga, la otras dos tenían más prendas, pero el hombre
supuso que pronto las perderían. Su público, no muy extenso por la hora que
era, no perdía de vista los cuerpos de su deseo, pero sin olvidarse de los dos
matones que había a cada lado del escenario, dispuestos a golpear a quien se
pasase de listo e incumpliera las reglas del local. A la derecha había una
serie de peanas para bailes especiales, rodeadas de taburetes y unos cuantos
reservados para clientes que buscaban la privacidad.
El hombre se dirigió hacia la barra, justo hacia donde
estaba una de las camareras, una mujer negra, de cuerpo musculoso, con
cicatrices parecidas al hombre. La mujer era hermosa y los rastros de las
heridas antiguas no le desmerecían ni un ápice. La mujer le sonrió según le vio
acercarse. Sin que el hombre hubiera dicho nada, puso un vaso alto sobre la
mesa, lo llenó con un líquido blanquecino de una botella que tomó bajo la barra
y después le añadió un buen chorro de otro incoloro.
-
Tu ruso blanco, mi sargento -dijo marcial la mujer negra, haciendo
un saludo castrense algo burlesco.
-
¡Vete a cagar, Jane! -se quejó el hombre, que tomó el vaso y dio
un buen trago-. Eres la mejor Jane, sabes cómo me gusta.
-
Cualquiera acertaría contigo, sin conocerte claro -se burló Jane,
sin perder la sonrisa-. El secreto es echar el doble de vodka. Te veo algo más
delgado, ¿ya comes bien?
-
Voy picando entre horas -se defendió el hombre, pero con poca
fuerza.
-
¡Bah! Siempre con las mismas escusas, sargento -espetó Jane,
poniendo una cara más seria-. Qué sería si yo no estuviera cerca, sargento. Te
morirías de hambre, seguro. Haré que Olghat te prepare algo.
- ¿Comida
tharkaniana otra vez? -preguntó con ironía el hombre, lo que provocó que Jane
le enseñase el dedo corazón de la mano derecha.
Olghat era un tharkaniano, y la pareja de Jane. Pero
antes que eso soldado de su batallón y uno de los pocos que sobrevivieron a la
guerra. De su grupo sólo había sobrevivido uno más.
-
Marcus se pasó por aquí hace un par de días -dijo Jane, sin perder
la seriedad. Marcus era el último superviviente de su grupo.- Estaba
preocupado. Me dio una advertencia para ti, parece que has molestado a las
personas menos indicadas, no me dijo a quienes, por mi seguridad. Andan
presionando a varios jefes policiales para que te echen el guante. Él no podrá
protegerte eternamente. No va a destruir su mundo por ti.
-
Nadie le ha pedido ayuda a ese bueno para nada -espetó el hombre,
pero simulando mal el enfado. Jane sabía demasiado bien que Marcus era lo más
parecido a un hijo para el sargento y que Marcus veía al hombre como un padre.
-
A mí sólo me ha dicho eso, no la pagues con el mensajero -murmuró
Jane, que volvió a sonreír, pero esta vez más malévolamente-. Pero supongo que
no has venido únicamente a hablar con una vieja amiga, verdad sargento. Vete al
de siempre, que yo te envío lo que necesitas.
-
Sabes cómo contentar a este viejo sargento -se burló el hombre.
- A ti y
a todos, pero no te voy a acompañar, ni llevarte la bebida -afirmó Jane, a la
vez que se marchaba hacia el fondo de la barra, con su característico cojeo.
Jane seguía contoneándose con una maestría única y el
hombre se sonrojó solo de pensarlo. La cojera se debía a que había perdido la
pierna derecha en la batalla de Jhalarn, cuando la flota invadió el planeta
para liberarlo de las garras imperiales, que se habían atrincherado con ganas.
Costó mucho hacer que los imperiales se rindieran y eso que en Jharlan se
luchaba con la población local. Lo peor fueron las sierras alejadas de la
capital, donde el imperio había erigido bastiones que hubo que tomar uno a uno.
Y fue en una de esas ciudadelas donde Jane perdió su pierna. Aunque el hombre
tampoco salió bien parado de esa acción.
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