En la buhardilla de una posada, un hombre se despertó
súbitamente. Se alzó sobre el lecho, que no era más que un gran jergón, con un
colchón de plumas, pero hacía mucho que había perdido la mayoría. Al sentarse,
había provocado que la manta de piel de oso se hubiera desplazado, dejando al
descubierto su pecho. Estaba empapado en sudor, con la respiración agitada y la
piel ligeramente blancurría. Se pasó la mano derecha por la frente y se quitó
el sudor, así como se atusó los cabellos mojados que se le habían pegado a la
piel.
Otra vez le había venido el mismo sueño, en el que
volvía a ser un niño, perseguido, golpeado, apedreado, malnutrido, que
sobrevivía como podía en los barrios oscuros de Thymok. Hacía mucho de ello ya,
pues hacía tiempo que había superado los veintiséis años y ya no residía en el
señorío. En cuanto pudo, se había marchado de ese nido de miseria y había
empezado a vivir a su gusto.
Una prueba de esa nueva vida, eran las dos mozas, un
par de rameras que había pagado con el poco oro que había conseguido en su último
trabajo. Ambas dormitaban desnudas, una a cada lado del hombre. Una era rubia,
de piel blanquecina, delgada, de pechos pequeños y caderas estrechas. Había
gemido con una sonoridad que le había espoleado para sacarle cada grito de
placer. La otra, morena, de algo de más edad, más rellenita y con dos pedazos
de pechos, en los que casi se había ahogado. Ambas habían sido muy hábiles en
el lecho.
El hombre era de estatura baja, pero lo compensaba con
un cuerpo musculado. La piel estaba ligeramente bronceada, lo que le daba un
aire extranjero, más norteño. Lucía un pelo negro corto y una perilla del mismo
color, aunque con unas cuantas canas entremezcladas, indicativo que se iba poco
a poco haciendo mayor. El brazo derecho, desde el codo hasta la muñeca llevaba
tatuadas runas ancestrales y de bestias protectoras, lo que formaba una curiosa
amalgama de curvas y formas curiosas. En el torso y en el brazo izquierdo se
podían ver las marcas de la batalla que había sufrido por sobrevivir. La
mayoría eran cicatrices de cortes y puñaladas. Incluso tenía la marca de alguna
flecha.
Poco a poco se dejó caer en el lecho, más calmado y se
volvió a tapar con la manta. Miró a sus dos acompañantes, que parecía que no se
habían percatado de su malestar. Su respiración estaba acompasada y era
tranquila. Observó primero a la morena. Era más mayor y sacarle información
había sido duro. Había tenido que pagar mucho para ello, y por eso ni lo
intentó. En cambio la rubia, más joven e inexperta había sido un libro abierto
para él. En su trabajo las prostitutas eran una fuente inagotable de secretos e
historias. Muchos hombres poderosos eran propensos a contar cosas de las que
hacían a este tipo de mujeres, para que vieran con quien estaban. Ese afán de
ser mejor que el resto de los hombres que se introducían por las ingles de una
mujer, hacía que hablasen de cosas que en otras ocasiones tendrían más tino de
soltar. Pero el gran error de esos hombres era pensar que las prostitutas no
eran personas comunes.
Y la rubia había sido una enciclopedia andante, que
con un poco de cerveza y mucho placer, había revelado casi todos sus tomos.
Para él, la información era oro, comida y materiales de trabajo. Podría haberse
ido hacía algunos días, pero prefirió quedarse, para que aquellos que habían
caído en desgracia no se percatasen que había sido él quien les había vendido y
no se dieran cuenta de dónde había sacado su información. Las fuentes había que
cuidarlas, nunca se sabía cuándo podía volver a necesitarlas.
Mientras miraba el rostro de la muchacha, se dio
cuenta que sus ojos verdes le miraban con curiosidad y una ligera sonrisa
apareció en su rostro.
-
Vuelves a estar listo, campeón susurró la rubia, acercándose al
hombre.
- ¡Hum!
-es todo lo que pudo decir, ya que notó los dedos de la muchacha tocando su
miembro y sonrió ampliamente, enseñando sus dientes, la mayoría bien cuidados.
En ese momento, notó como otras manos, que venían de
su espalda se posaban en su pecho, acariciando a placer. Pronto unos pezones duros
se clavaron en su espalda. La morena también se había despertado y parecía
querer fiesta. Él no se iba a echar para atrás, pues por algo había pagado por
ambas para toda la noche. Se iba a divertir de lo lindo, hasta que llegase el
amanecer. Las iba a hacer gritar y gemir, incluso reír.
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