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miércoles, 11 de diciembre de 2019

El dilema (2)

En la buhardilla de una posada, un hombre se despertó súbitamente. Se alzó sobre el lecho, que no era más que un gran jergón, con un colchón de plumas, pero hacía mucho que había perdido la mayoría. Al sentarse, había provocado que la manta de piel de oso se hubiera desplazado, dejando al descubierto su pecho. Estaba empapado en sudor, con la respiración agitada y la piel ligeramente blancurría. Se pasó la mano derecha por la frente y se quitó el sudor, así como se atusó los cabellos mojados que se le habían pegado a la piel.

Otra vez le había venido el mismo sueño, en el que volvía a ser un niño, perseguido, golpeado, apedreado, malnutrido, que sobrevivía como podía en los barrios oscuros de Thymok. Hacía mucho de ello ya, pues hacía tiempo que había superado los veintiséis años y ya no residía en el señorío. En cuanto pudo, se había marchado de ese nido de miseria y había empezado a vivir a su gusto.

Una prueba de esa nueva vida, eran las dos mozas, un par de rameras que había pagado con el poco oro que había conseguido en su último trabajo. Ambas dormitaban desnudas, una a cada lado del hombre. Una era rubia, de piel blanquecina, delgada, de pechos pequeños y caderas estrechas. Había gemido con una sonoridad que le había espoleado para sacarle cada grito de placer. La otra, morena, de algo de más edad, más rellenita y con dos pedazos de pechos, en los que casi se había ahogado. Ambas habían sido muy hábiles en el lecho.

El hombre era de estatura baja, pero lo compensaba con un cuerpo musculado. La piel estaba ligeramente bronceada, lo que le daba un aire extranjero, más norteño. Lucía un pelo negro corto y una perilla del mismo color, aunque con unas cuantas canas entremezcladas, indicativo que se iba poco a poco haciendo mayor. El brazo derecho, desde el codo hasta la muñeca llevaba tatuadas runas ancestrales y de bestias protectoras, lo que formaba una curiosa amalgama de curvas y formas curiosas. En el torso y en el brazo izquierdo se podían ver las marcas de la batalla que había sufrido por sobrevivir. La mayoría eran cicatrices de cortes y puñaladas. Incluso tenía la marca de alguna flecha.

Poco a poco se dejó caer en el lecho, más calmado y se volvió a tapar con la manta. Miró a sus dos acompañantes, que parecía que no se habían percatado de su malestar. Su respiración estaba acompasada y era tranquila. Observó primero a la morena. Era más mayor y sacarle información había sido duro. Había tenido que pagar mucho para ello, y por eso ni lo intentó. En cambio la rubia, más joven e inexperta había sido un libro abierto para él. En su trabajo las prostitutas eran una fuente inagotable de secretos e historias. Muchos hombres poderosos eran propensos a contar cosas de las que hacían a este tipo de mujeres, para que vieran con quien estaban. Ese afán de ser mejor que el resto de los hombres que se introducían por las ingles de una mujer, hacía que hablasen de cosas que en otras ocasiones tendrían más tino de soltar. Pero el gran error de esos hombres era pensar que las prostitutas no eran personas comunes.

Y la rubia había sido una enciclopedia andante, que con un poco de cerveza y mucho placer, había revelado casi todos sus tomos. Para él, la información era oro, comida y materiales de trabajo. Podría haberse ido hacía algunos días, pero prefirió quedarse, para que aquellos que habían caído en desgracia no se percatasen que había sido él quien les había vendido y no se dieran cuenta de dónde había sacado su información. Las fuentes había que cuidarlas, nunca se sabía cuándo podía volver a necesitarlas.

Mientras miraba el rostro de la muchacha, se dio cuenta que sus ojos verdes le miraban con curiosidad y una ligera sonrisa apareció en su rostro.

-       Vuelves a estar listo, campeón susurró la rubia, acercándose al hombre. 
-   ¡Hum! -es todo lo que pudo decir, ya que notó los dedos de la muchacha tocando su miembro y sonrió ampliamente, enseñando sus dientes, la mayoría bien cuidados.

En ese momento, notó como otras manos, que venían de su espalda se posaban en su pecho, acariciando a placer. Pronto unos pezones duros se clavaron en su espalda. La morena también se había despertado y parecía querer fiesta. Él no se iba a echar para atrás, pues por algo había pagado por ambas para toda la noche. Se iba a divertir de lo lindo, hasta que llegase el amanecer. Las iba a hacer gritar y gemir, incluso reír.

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