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miércoles, 1 de enero de 2020

El dilema (5)

Cuando terminó de desayunar, se despidió de Orkk y se dirigió a pagar los últimos gastos de la posada, como los cuidados de su caballo. Una vez que tuvo todo en regla, se dispuso a marchar. Las chichas de la taberna se despidieron de él, todas sin excepción, pues las había catado a todas más de una vez, ya que era la mejor forma de que no se fijaran en ellas.

Al salir de la ciudad se alejó un poco de la puerta y las murallas, pero cuando llegó a la bifurcación del camino se quedó parado en el lateral del camino, para no entorpecer el paso de carretas. Si seguía el camino que iba al oeste le llevaría hacia el señorío de los mares, para hacer un trabajo parecido al que había llevado en esta población. El camino que iba hacia el sureste le llevaría a Thymok.

Su dilema era importante, pues no quería volver a Thymok, pues odiaba con ganas esa ciudad. Pero por otro lado le mataba el gusanillo por saber qué era lo que estaba haciendo ese druida para molestar tanto a los nobles de la ciudad. En más de una ocasión el viejo Hartk le había dicho que una de sus cualidades más interesantes era su curiosidad. No era un arma típica de los de su gremio, pero venía bien para no acabar criando malvas. Los mejores en su trabajo a veces habían muerto por no ser curiosos.

El viejo Hartk era quien le había salvado de desaparecer en los remolinos de desesperación de su niñez en el barrio exterior de Thymok. El anciano le encontró medio muerto en una esquina entre las casuchas. Le habían pegado una de las muchas palizas que los otros jóvenes propinaban a los que no se habían unido a una banda. Él no había querido entrar en esos grupos donde la muerte acechaba en cada momento. Y por ello los reclutadores le daban serias palizas para hacerle ver que era mejor entrar en la suya.

El anciano se lo llevó de allí y le cuidó. No tenía mucho y se iba acercando poco a poco hacia el fin. Y por ello, decidió legarle al joven Alvho todo lo que sabía de su negocio, de su forma de vida, de ser una sombra. Las personas como Hartk, y Alvho gracias a él, eran capaces de desaparecer en la oscuridad de la noche, en las sombras del día. Obtenían información, o eliminaban personas que no eran necesarias o que habían cometido un crimen contra otras personas rencorosas o vengativas. Alvho había aprendido a ganarse la vida y a escapar del destino que le había augurado Thymok. Pero no fue una enseñanza fácil, pues el anciano no era de los que lo ponían todo en el plato. Si Alvho quería mejorar, si quería superar a su maestro, debía aprender por el camino difícil, con pruebas y muchos errores, dolorosos errores, pero que viéndolos desde la actualidad, le habían sacado de muchos entuertos, mortales la mayoría de ellos. Le debía todo al anciano que lo acogió.

Al final, la curiosidad y las ganas de ver cómo seguía la maldita ciudad le hicieron azuzar a su montura y tomar el camino del sureste. Supuso que al fin y al cabo la nostalgia era una fuerza muy poderosa. No es que pensase ver a viejos conocidos, pues no tenía muchos amigos allí y los que se quedaron, posiblemente ya estarían muertos y enterrados. Pero quería ver la ciudad en sí. La degeneración que iba ligada a la propia Thymok. Pero aún le quedaba una semana de viaje y decidió que sería mejor pasarla tranquilo. Haría lo que mejor sabía hacer, camuflarse, crear una apariencia, por si alguien le podía reconocer. Su mejor papel había sido siempre el del bardo, un cantante itinerante. Conocía muchas canciones, desde las que hablaban de los héroes del pasado hasta las que versaban de temas más frívolos y calientes. 

Gracias a su papel, pronto se unió a una caravana de mercaderes que iba a Thymok. Los conoció en una posada al pie del camino. Estaban haciendo noche como él y se interesaron por unas cuantas canciones. Sus letras, algunas propias, otras de obras ampliamente conocidas por todos, amenizaron la noche y tras la serenata, llegaron las cervezas y la información. Si un hombre hablaba demasiado con una prostituta, también lo hacía si había bebido demasiada cerveza y uno de los mercaderes achispado le contó cosas sobre la Thymok de la actualidad.

El viejo Dharkme se había vuelto paranoico. Por un lado creía que sus súbditos querían matarle, por lo que había contratado más y más guardias para protegerle. Por otro lado, temía acabar en el reino de Bheler, en el inframundo. Un druida de los barrios exteriores se había encargado de que este miedo se aferrara con fuerza en el corazón del gobernante. El temor de Dharkme le había hecho cambiar su forma de gobierno. Ahora daba parte de sus riquezas a los pobres y estaba a punto de crear nuevos impuestos para que los nobles y prohombres dieran parte de sus bienes para paliar la desigualdad de la sociedad del señorío. Dharkme quería ganar el paraíso lo antes posible. Por esto mismo la población de Thymok estaba agitada, eran tiempos peligrosos y convulsos. Si no fuera porque estaba el negocio del hierro y la plata, el mercader no hubiera viajado a Thymok y si Alvho valoraba su vida, lo mejor que podía hacer era retornar por donde había venido.

Pero esta información sólo hizo espolear el deseo de Alvho de conocer al druida en cuestión. Qué tipo de persona sería para meter miedo en el inexistente corazón de Dharkme. Estaba intrigado. 

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