Entrar en la ciudad había sido más fácil de lo que
recordaba. Tal vez fuera el caso que ya no era un andrajoso niño, sino un
hombre. Los guardias no habían dado problemas, ni le habían pedido un óbolo.
Parece que la llegada de un bardo itinerante siempre era algo bueno. La ciudad
no parecía haber cambiado en absoluto. Las casas eran las mismas, de dos
alturas, de madera con la base de piedra. Las ventanas poseían contraventanas
de madera, pintadas con runas y adornos florales. Sobre las puertas el blasón
del clan al que pertenecían sus moradores. En los bajos se encontraban talleres
y hornos. Había armerías, panaderías, carnicerías y otros locales donde vendían
todo lo que se podía necesitar en la ciudad. Si buscabas algo más específico,
era mejor ir al mercado, donde los extranjeros vendían productos más lejanos y
exóticos.
No le costó mucho dar con la posada del “Orkkon
sagrado”. Era un edificio cuadrado, de tres plantas, aunque la última no era
más que una buhardilla. Tenía un almacén y un establo, que se separaba del
resto de casas por un muro de madera de dos metros de alto. Se podía acceder al
conjunto por una puerta grande, de hierro, que llevaba al establo o por la
propia puerta de madera del edificio principal. Como Alvho no llevaba su
caballo, que lo había dejado en su posada, entró por la puerta del edificio.
El interior de la posada era modesto. Como muchas
otras, se accedía directamente a la taberna, que funcionaba como tal o como
comedor de los residentes. En esta había un pequeño escenario, donde en ese
momento tocaba un cuarteto de músicos. La tonadilla que interpretaban no era muy
allá, pensó Alvho, que estuvo a punto de sacar su laúd y ayudarles a mejorar el
ambiente. Pero en lugar de eso se dirigió a la barra, donde una mujer de
grandes volúmenes se distraía sacando brillo a la madera, con un trapo de
bordes deshilachados.
-
Estoy buscando a Attay -dijo Alvho, mirando de reojo a la banda,
que acababa de equivocarse de acorde.
-
¿Attay? No recuerdo que haya ningún Attay en la posada -murmuró la
mujer, sin quitarle la vista de encima a Alvho-. Creo que os habéis equivocado
de lugar. Tal vez debas ir más al sur.
-
Es raro, pero me habían dicho que Attay estaba aquí -indicó Alvho,
al tiempo que mostraba un trozo de tela donde había bordado un círculo con un
par de serpientes de dos cabezas entrelazadas.
- Espere
aquí, voy a preguntarle a mi esposo, el conoce mejor a los clientes -pidió la
mujer, tras mirar la tela con cara de terror.
Alvho no se había sorprendido por la reacción del a
mujer. Ese signo representaba a los arghayn, los siervos del dios Bheler, que
se encargaban de llevar a las almas al reino de su señor. El gremio se había
apropiado de ese temido símbolo para definirse, pues en muchas ocasiones se
hacían con almas ajenas.
Al poco apareció un hombre de pequeña estatura y se
acercó a Alvho. Le hizo una seña para que le siguiera. A Alvho no le gustaron
las formas, pero fue tras el hombrecito. Le llevó hasta una habitación, una
especie de reservado junto a las cocinas. Estaba bien amueblado y había dos
jarras, una con cerveza y la otra con vino, y varias copas de madera. El hombre
le indicó que pasara y esperase, todo sin decir una sola palabra. Alvho asintió
y se acercó a las jarras. El hombre hizo una reverencia y se marchó cerrando la
puerta.
Tanto la cerveza como el vino no parecían estar
adulterados y no les habían echado ninguna droga. Se sirvió un poco de vino en
una copa, pero no bebió ni un solo trago. La dejó sobre la mesa que había en el
centro de la sala, redonda y se sentó en una de las sillas acolchadas. Colocó
la silla de tal forma que pudiera levantarse sin impedimentos y lo más
rápidamente posible si la cosa se volvía una encerrona, pero en principio lo
dudaba.
Tras un tiempo que le pareció demasiado, se abrió la
puerta tras unos golpes ligeros. En el hueco apareció de nuevo el hombrecito,
que volvió a hacer una reverencia y dejó pasó a un hombre mayor, de pelo blanco
y largo, con una barba poblada. Los ojos eran pequeños y oscuros. Se ayudaba
para andar de un bastón largo. Vestía con unas túnicas colocadas unas sobre
otras. Carecía de joyas a excepción de un colgante de oro blanco, con un gran
ópalo blanquecino. El hombre también hizo una reverencia, mientras que al
hombrecillo le dio una moneda de oro, que apareció entre sus esqueléticos
dedos. Estaba muy delgado y sus pasos parecían más los de un fantasma que los
de un hombre. El hombrecillo cerró la puerta tras él y el anciano se dirigió hacia
la silla que quedaba frente a Alvho. Se dejó caer en ella, como si lo llevara
tiempo deseando.
-
Espero que Fhalt te haya tratado como se debe a un miembro del
gremio -dijo el anciano con una voz pausada.
-
Sí, ha sido lo suficientemente adecuado -asintió Alvho-. Tiene una
cautela que no he visto nunca en los posaderos.
- Ya,
pero no lo hace porque lo quiera -añadió el anciano-. Antes era muy hablador,
demasiado. Por ello, antes de que nos pusiera en un problema le cortamos la
lengua. Ahora se desvive para que no le quitemos otra cosa.
Alvho se quedó mirando el rostro del anciano. No había
ni un ápice de burla o remordimiento en sus palabras. Sabía que el gremio
prefería guardar sus actividades para él mismo, pero nunca había escuchado que
le hubieran cortado la lengua a alguien para evitar que este hablara de lo que
ocurría en las reuniones. El posadero debía haber enfadado mucho al gremio de
Thymok o estos eran menos compresivos que otras filiales.
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