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martes, 14 de enero de 2020

El dilema (7)

Entrar en la ciudad había sido más fácil de lo que recordaba. Tal vez fuera el caso que ya no era un andrajoso niño, sino un hombre. Los guardias no habían dado problemas, ni le habían pedido un óbolo. Parece que la llegada de un bardo itinerante siempre era algo bueno. La ciudad no parecía haber cambiado en absoluto. Las casas eran las mismas, de dos alturas, de madera con la base de piedra. Las ventanas poseían contraventanas de madera, pintadas con runas y adornos florales. Sobre las puertas el blasón del clan al que pertenecían sus moradores. En los bajos se encontraban talleres y hornos. Había armerías, panaderías, carnicerías y otros locales donde vendían todo lo que se podía necesitar en la ciudad. Si buscabas algo más específico, era mejor ir al mercado, donde los extranjeros vendían productos más lejanos y exóticos.

No le costó mucho dar con la posada del “Orkkon sagrado”. Era un edificio cuadrado, de tres plantas, aunque la última no era más que una buhardilla. Tenía un almacén y un establo, que se separaba del resto de casas por un muro de madera de dos metros de alto. Se podía acceder al conjunto por una puerta grande, de hierro, que llevaba al establo o por la propia puerta de madera del edificio principal. Como Alvho no llevaba su caballo, que lo había dejado en su posada, entró por la puerta del edificio.

El interior de la posada era modesto. Como muchas otras, se accedía directamente a la taberna, que funcionaba como tal o como comedor de los residentes. En esta había un pequeño escenario, donde en ese momento tocaba un cuarteto de músicos. La tonadilla que interpretaban no era muy allá, pensó Alvho, que estuvo a punto de sacar su laúd y ayudarles a mejorar el ambiente. Pero en lugar de eso se dirigió a la barra, donde una mujer de grandes volúmenes se distraía sacando brillo a la madera, con un trapo de bordes deshilachados.

-       Estoy buscando a Attay -dijo Alvho, mirando de reojo a la banda, que acababa de equivocarse de acorde.
-       ¿Attay? No recuerdo que haya ningún Attay en la posada -murmuró la mujer, sin quitarle la vista de encima a Alvho-. Creo que os habéis equivocado de lugar. Tal vez debas ir más al sur.
-       Es raro, pero me habían dicho que Attay estaba aquí -indicó Alvho, al tiempo que mostraba un trozo de tela donde había bordado un círculo con un par de serpientes de dos cabezas entrelazadas. 
-   Espere aquí, voy a preguntarle a mi esposo, el conoce mejor a los clientes -pidió la mujer, tras mirar la tela con cara de terror.

Alvho no se había sorprendido por la reacción del a mujer. Ese signo representaba a los arghayn, los siervos del dios Bheler, que se encargaban de llevar a las almas al reino de su señor. El gremio se había apropiado de ese temido símbolo para definirse, pues en muchas ocasiones se hacían con almas ajenas.

Al poco apareció un hombre de pequeña estatura y se acercó a Alvho. Le hizo una seña para que le siguiera. A Alvho no le gustaron las formas, pero fue tras el hombrecito. Le llevó hasta una habitación, una especie de reservado junto a las cocinas. Estaba bien amueblado y había dos jarras, una con cerveza y la otra con vino, y varias copas de madera. El hombre le indicó que pasara y esperase, todo sin decir una sola palabra. Alvho asintió y se acercó a las jarras. El hombre hizo una reverencia y se marchó cerrando la puerta.

Tanto la cerveza como el vino no parecían estar adulterados y no les habían echado ninguna droga. Se sirvió un poco de vino en una copa, pero no bebió ni un solo trago. La dejó sobre la mesa que había en el centro de la sala, redonda y se sentó en una de las sillas acolchadas. Colocó la silla de tal forma que pudiera levantarse sin impedimentos y lo más rápidamente posible si la cosa se volvía una encerrona, pero en principio lo dudaba.

Tras un tiempo que le pareció demasiado, se abrió la puerta tras unos golpes ligeros. En el hueco apareció de nuevo el hombrecito, que volvió a hacer una reverencia y dejó pasó a un hombre mayor, de pelo blanco y largo, con una barba poblada. Los ojos eran pequeños y oscuros. Se ayudaba para andar de un bastón largo. Vestía con unas túnicas colocadas unas sobre otras. Carecía de joyas a excepción de un colgante de oro blanco, con un gran ópalo blanquecino. El hombre también hizo una reverencia, mientras que al hombrecillo le dio una moneda de oro, que apareció entre sus esqueléticos dedos. Estaba muy delgado y sus pasos parecían más los de un fantasma que los de un hombre. El hombrecillo cerró la puerta tras él y el anciano se dirigió hacia la silla que quedaba frente a Alvho. Se dejó caer en ella, como si lo llevara tiempo deseando. 

-       Espero que Fhalt te haya tratado como se debe a un miembro del gremio -dijo el anciano con una voz pausada.
-       Sí, ha sido lo suficientemente adecuado -asintió Alvho-. Tiene una cautela que no he visto nunca en los posaderos. 
-   Ya, pero no lo hace porque lo quiera -añadió el anciano-. Antes era muy hablador, demasiado. Por ello, antes de que nos pusiera en un problema le cortamos la lengua. Ahora se desvive para que no le quitemos otra cosa.

Alvho se quedó mirando el rostro del anciano. No había ni un ápice de burla o remordimiento en sus palabras. Sabía que el gremio prefería guardar sus actividades para él mismo, pero nunca había escuchado que le hubieran cortado la lengua a alguien para evitar que este hablara de lo que ocurría en las reuniones. El posadero debía haber enfadado mucho al gremio de Thymok o estos eran menos compresivos que otras filiales. 

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