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miércoles, 4 de marzo de 2020

El dilema (14)

Una mañana, tras despedirse de Lhianne, Alvho decidió que ya era hora de conocer al gran Ulmay, al druida que tantos quebraderos de cabeza estaban provocando en los señores de Thymok. Lhianne le había contado que ese día Ulmay y sus discípulos iban a otear los misterios de Ordhin, en una pequeña arboleda que quedaba a unas millas de la ciudad, en el camino del valle de Phlassar. Siempre iban en ese día del mes y algunos fieles les acompañaban para escuchar lo que el dios indicaba. Claramente viajaban con los escoltas de Tharka, aunque Lhianne no lo mencionó. Igual el propio jefe iba con ellos, aunque lo dudaba. No creo que los otros líderes de las bandas se quedaran de brazos cruzados si uno abandonaba su territorio.

Una vez vestido y desayunado, se dirigió hacia donde se empezaba a congregar una pequeña muchedumbre. A Ulmay no lo pudo distinguir, pero si a sus discípulos, todos vestidos con túnicas del color de la nieve. Nunca había visto a druidas con ese color, tan puro. También fue distinguiendo a varios escoltas, que intentaban no parecerlo. No sabía si eran hombres de Tharka o había alguien más apoyando al druida.

Desde su posición, pronto vio algo que le interesó. Entre los discípulos de las túnicas blancas, vio una nota discordante. Alguien vestido con ropas más oscuras y entre tanta tela, unos ojos pequeños, castaños y muy vivaces. Parecía que daba órdenes a los druidas, o por lo menos estos se apartaban de su paso. Sería interesante saber quién era el dueño de esos ojos y porque los otros discípulos le tenían respeto. Pero esa persona no fue la única que le llamó la atención. Entre los seguidores, había algunos que intentaban mimetizarse con ellos, pero sus acciones eran demasiado exageradas. Intentaban no llamar la atención y tal vez para los ojos no entrenados daban el pego, incluso los escoltas no parecían haberse dado cuenta de su presencia. Sin duda era lo que le había advertido Attay, había más espías o asesinos tras los pasos del druida.

Tras un buen rato de espera, el grupo se puso en marcha. Los druidas iban por delante de los fieles. Cantaban y hablaban dando gracias a Ordhin, parecían que iban de fiesta. Los fieles les seguían los pasos. Muchos de ellos iban cargados con pesadas cargas. Otros como el propio Alvho llevaban mochilas o zurrones, para llevar algo que comer cuando hiciesen guardia alrededor de la arboleda.

Llegaron a su destino hacia el mediodía. Era una arboleda de cierto tamaño. De los árboles del exterior colgaban sogas con piezas de hueso tallado con símbolos religiosos. Cualquiera que pasase por allí sabría que ese bosquecillo era sagrado y no entrarían. Seguramente ni los furtivos seguirían ahí a sus presas, ya que nadie quería tener de enemigo a Ordhin y el resto de los dioses como enemigos. Los fieles empezaron a levantar un campamento para la espera y los druidas se fueron internando en la arboleda. No todos lo hicieron. El de los ojos castaños se puso a dar órdenes a los que se quedaron y fueron levantando una serie de tiendas. Los escoltas se distribuyeron por el campamento de los discípulos y alguno patrullaba el de los fieles. Los espías también comenzaron a hacer lo suyo. 

Alvho decidió que también debía moverse. Lo principal era encontrar una forma de entrar en la arboleda. Un buen lugar para acabar con Ulmay, aunque tal vez no hoy. Algunos de los discípulos de blanco mantenían una guardia en el camino por el que se habían marchado los druidas. Los escoltas observaban a los centinelas y Alvho a todos. Por fin algo le llamó la atención. Uno de los espías parecía que iba a dar el paso, para matar a Ulmay, Alvho se sonrió y se acercó. El espía había encontrado un pliegue suelto en una de las tiendas y se había escurrido dentro. Alvho tras cerciorarse que nadie le veía, se introdujo detrás. 

En el interior, el espía se mantenía agachado detrás de la tela de la tienda, observando cómo cruzar hasta la arboleda. En el interior habían colocado varias esterillas. Sin duda la iban a usar para lugar de descanso. Había varias mantas apiladas y algunas túnicas blancas. El espía era un hombre menudo, vestido de un color pardo. Llevaba un par de dagas y alguna bolsa. Alvho desenvainó su daga en silencio, como sabía demasiado bien y se aproximó con mucho cuidado al espía. Pisaba con mucho cuidado, pues sabía que un paso en falso o en una de esas esterillas le haría perder el factor sorpresa. Agarró el rostro del espía con la mano izquierda, sobre la boca y le cortó el cuello. La sangre salió proyectada contra la tela de la tienda. El espía soltó la tela e intentó parar la hemorragia, aunque ya era tarde para él. El cuerpo se sacudió un poco y al final se quedó inmóvil. Lo dejó en el suelo y lo revisó. Las dagas eran un par de armas normales, incluso algo deterioradas. En una de las bolsas llevaba un cordel y en otra unas monedas. Alvho se quedó con parte del oro y dejó el resto. Colocó el cuerpo de tal forma que se le encontrase pronto y se llevó una de las túnicas blancas. Se marchó por donde había entrado, cuando vio que nadie observaba. 

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