Beldek observaba como Ahlssei se movía en el asiento
que estaba frente a él. Ambos viajaban en un carruaje que pertenecía a la
milicia. El general Shernahl lo había cedido con mucha amabilidad, sobretodo
porque lo iban a usar para llegar hasta la fiesta del conde Yhurino y sabía que
iban a apretarle las tuercas. El uniforme de capitán de estado mayor que había
traído Shiahl para Ahlssei era casi de su talla, pero le estaba algo justo. Por
ello, estaba cada poco estirando las piezas de cuero. Shiahl comandaba una
escuadra de soldados y hacía ya un rato que todos habían dejado atrás la
ciudadela.
-
Debemos ser muy cautos cuando hablemos con Yhurino, el conde es
muy hábil para llevar la conversación a su terreno -advirtió Beldek a su
acompañante-. Si consigue ganarte la mano, lo usará todas las veces para
sacarte de quicio. lo que hay que conseguir es evitar que te lleve por el
camino de la confrontación.
-
Entonces casi es mejor que habléis vos con él, le conocéis mejor
que nadie -murmuró Ahlseei, incómodo por el uniforme-. Deberíamos haber mandado
a Shiahl por otro uniforme, este me queda justo.
- No
había tiempo, capitán -negó Beldek-. Además no os queda tan mal.
Ahlssei no las tenía todas con él, pero prefirió no
comentar nada más. Miraba por la ventanilla del carruaje. Estaba anocheciendo,
pero se podía distinguir bien lo que ocurría fuera. Había grupos de soldados de
la milicia que se empleaban con ganas contra grupos de ciudadanos que estaban
incumpliendo las medidas de excepción que el general Shernahl había dictado con
el apoyo del palacio de la Ciudadanía y el palacio de los cadíes. Se decía que
del palacio imperial había llegado una respuesta positiva a las medidas que
iban a imponer en la ciudad.
Sin duda por el grado de violencia, estaba seguro que
ya se había corrido la noticia de la carga que había llevado un coronel de la
milicia durante la mañana que había dejado un balance de diez muertos y
cincuenta heridos. Los alborotadores pronto saldrían con más fuerza, aunque
ahora se enfrentaban a penas de prisión. Solo los más aguerridos se expondrían
a ello. De todas formas, el general Shernahl intentaría guardar el orden hasta
el último momento.
Durante todo el trayecto Beldek permaneció en silencio
y Ahlssei prefería mirar el paisaje de la ciudad. El palacio del conde de
Zornahl era un edificio de tres plantas, rodeado de un pequeño parque y
separado del resto de la ciudad por un muro de piedra, rematado por picas de
hierro. En la puerta, el conde había situado un nutrido grupo de siervos,
armados con garrotes. Estos no se opusieron al paso de la milicia y el
carruaje, como lo hicieron los que por la mañana defendían el monasterio. Sin
duda, Yhurino quería que sus invitados observasen que les tendría lo
suficientemente seguros.
Tras cruzar el parque, formado principalmente por
palmeras y árboles frutales, el carruaje se detuvo delante de una escalinata,
donde había siervos con librea manteniendo faroles, mientras que otros se
encargaron de los caballos de tiro. Uno de los que llevaban farol, se acercó y
abrió la portezuela. El primero en descender del carruaje fue Beldek, que iba
más elegante que otras veces. Su turbante parecía más grande y decorado que el
que usaba a diario. Sobre su casaca llevaba más condecoraciones y la vaina que
portaba su sable estaba enjoyada. Había hecho traer de su casa la vestimenta de
gala de un coronel noble. El uniforme de Ahlssei tampoco se quedaba corto en
detalles y buen gusto. Sin duda Beldek no pudo evitar fijarse como alguna de
las damas que habían llegado antes, miraban de soslayo a Ahlssei, que era un
gallardo joven, aunque más peligroso de lo que aparentaba. Se rió en su
interior por ello. De todas formas, Ahlssei no pareció darse cuenta de que era
el centro de atención de las damas.
Un siervo, vestido de forma más recargada, se acercó a
Beldek. Este le tendió un papelito. En él, había escrito su identidad y la de
Ahlssei. El hombre que sería el chambelán o el mayordomo principal de la
mansión abrió mucho los ojos al leer el papelito. Beldek supuso que tal vez se
debiera porque sabía de los problemas de su señor con la milicia o el propio
siervo había oído hablar de él. El prefecto de la guardia criminal era conocido
por la ciudad e incluso fuera de ella. El siervo les indicó que le siguieran,
haciéndoles cruzar la puerta de entrada.
Les guió por el interior del edificio. El hall de
entrada era inmenso, de techos altos. Las paredes al igual que el suelo habían
sido revestidas de mármol de color blanco con filigranas de color verde oscuro
grabadas en la roca. Había cuadros, esculturas y todo tipo de decoración. El
siervo subió las grandes escaleras por las que accedieron al hall superior y
por unas puertas de madera rojiza al gran salón de baile, donde había
suficientes personas ya así como músicos trabajando. El siervo se paró una vez
pasadas las puertas y con una voz clara y fuerte anunció sus identidades.
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