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domingo, 12 de abril de 2020

El conde de Lhimoner (45)

Beldek observaba como Ahlssei se movía en el asiento que estaba frente a él. Ambos viajaban en un carruaje que pertenecía a la milicia. El general Shernahl lo había cedido con mucha amabilidad, sobretodo porque lo iban a usar para llegar hasta la fiesta del conde Yhurino y sabía que iban a apretarle las tuercas. El uniforme de capitán de estado mayor que había traído Shiahl para Ahlssei era casi de su talla, pero le estaba algo justo. Por ello, estaba cada poco estirando las piezas de cuero. Shiahl comandaba una escuadra de soldados y hacía ya un rato que todos habían dejado atrás la ciudadela.

-       Debemos ser muy cautos cuando hablemos con Yhurino, el conde es muy hábil para llevar la conversación a su terreno -advirtió Beldek a su acompañante-. Si consigue ganarte la mano, lo usará todas las veces para sacarte de quicio. lo que hay que conseguir es evitar que te lleve por el camino de la confrontación.
-       Entonces casi es mejor que habléis vos con él, le conocéis mejor que nadie -murmuró Ahlseei, incómodo por el uniforme-. Deberíamos haber mandado a Shiahl por otro uniforme, este me queda justo. 
-    No había tiempo, capitán -negó Beldek-. Además no os queda tan mal.

Ahlssei no las tenía todas con él, pero prefirió no comentar nada más. Miraba por la ventanilla del carruaje. Estaba anocheciendo, pero se podía distinguir bien lo que ocurría fuera. Había grupos de soldados de la milicia que se empleaban con ganas contra grupos de ciudadanos que estaban incumpliendo las medidas de excepción que el general Shernahl había dictado con el apoyo del palacio de la Ciudadanía y el palacio de los cadíes. Se decía que del palacio imperial había llegado una respuesta positiva a las medidas que iban a imponer en la ciudad.

Sin duda por el grado de violencia, estaba seguro que ya se había corrido la noticia de la carga que había llevado un coronel de la milicia durante la mañana que había dejado un balance de diez muertos y cincuenta heridos. Los alborotadores pronto saldrían con más fuerza, aunque ahora se enfrentaban a penas de prisión. Solo los más aguerridos se expondrían a ello. De todas formas, el general Shernahl intentaría guardar el orden hasta el último momento.

Durante todo el trayecto Beldek permaneció en silencio y Ahlssei prefería mirar el paisaje de la ciudad. El palacio del conde de Zornahl era un edificio de tres plantas, rodeado de un pequeño parque y separado del resto de la ciudad por un muro de piedra, rematado por picas de hierro. En la puerta, el conde había situado un nutrido grupo de siervos, armados con garrotes. Estos no se opusieron al paso de la milicia y el carruaje, como lo hicieron los que por la mañana defendían el monasterio. Sin duda, Yhurino quería que sus invitados observasen que les tendría lo suficientemente seguros.

Tras cruzar el parque, formado principalmente por palmeras y árboles frutales, el carruaje se detuvo delante de una escalinata, donde había siervos con librea manteniendo faroles, mientras que otros se encargaron de los caballos de tiro. Uno de los que llevaban farol, se acercó y abrió la portezuela. El primero en descender del carruaje fue Beldek, que iba más elegante que otras veces. Su turbante parecía más grande y decorado que el que usaba a diario. Sobre su casaca llevaba más condecoraciones y la vaina que portaba su sable estaba enjoyada. Había hecho traer de su casa la vestimenta de gala de un coronel noble. El uniforme de Ahlssei tampoco se quedaba corto en detalles y buen gusto. Sin duda Beldek no pudo evitar fijarse como alguna de las damas que habían llegado antes, miraban de soslayo a Ahlssei, que era un gallardo joven, aunque más peligroso de lo que aparentaba. Se rió en su interior por ello. De todas formas, Ahlssei no pareció darse cuenta de que era el centro de atención de las damas. 

Un siervo, vestido de forma más recargada, se acercó a Beldek. Este le tendió un papelito. En él, había escrito su identidad y la de Ahlssei. El hombre que sería el chambelán o el mayordomo principal de la mansión abrió mucho los ojos al leer el papelito. Beldek supuso que tal vez se debiera porque sabía de los problemas de su señor con la milicia o el propio siervo había oído hablar de él. El prefecto de la guardia criminal era conocido por la ciudad e incluso fuera de ella. El siervo les indicó que le siguieran, haciéndoles cruzar la puerta de entrada.

Les guió por el interior del edificio. El hall de entrada era inmenso, de techos altos. Las paredes al igual que el suelo habían sido revestidas de mármol de color blanco con filigranas de color verde oscuro grabadas en la roca. Había cuadros, esculturas y todo tipo de decoración. El siervo subió las grandes escaleras por las que accedieron al hall superior y por unas puertas de madera rojiza al gran salón de baile, donde había suficientes personas ya así como músicos trabajando. El siervo se paró una vez pasadas las puertas y con una voz clara y fuerte anunció sus identidades.  

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