Jörhk se acercó a la compuerta y colocó la tarjeta
sobre la consola que tenía junto al marco. Con la otra mano agarró el mango de
uno de sus cuchillos, listo para actuar. La compuerta se abrió y dejó ver al
hombre sentado en una silla que había descubierto antes en las imágenes de las
cámaras. El matón se giró al escuchar el ruido de la apertura de la compuerta,
para conseguir ver una figura grandota que se le echaba encima. Jörhk se movió
muy rápido, ni Di se dio cuenta de lo que ocurría hasta que cruzó la puerta y
se colocó junto a él. La mano que sujetaba el puñal se encontraba rozando el
cuello del hombre, que mantenía una mueca de sorpresa en su rostro. Pero no
había nada más que eso. Los ojos estaban vacíos, sin vida, como el resto del
cuerpo.
Jörhk esperó a que la compuerta se volviera a cerrar
para revisar la hoja y apagarla. Se puso recto y dio un paso a atrás. El cuerpo
del hombre empezó a echarse hacia delante hasta caer de bruces. Se quedó ahí
inerte.
-
Bueno niña, ¿cuál es el cuarto de tu amiga? -preguntó Jörhk,
guardando el puñal y empuñando una de las pistolas.
-
No lo sé, las van cambiando de cuando en cuando -respondió Di, un
poco asustada, pero sin parecer miedosa-. La última vez que estuve, era el
primero a la derecha.
- Vale,
comprobaremos ese y si no todos los demás -suspiró Jörhk-. Saca una pistola,
pero cuidado con hacer más disparos sin que lo haya ordenado. ¿Entendido?
Di asintió con la cabeza y sacó una de las pistolas.
Los dos se acercaron a la primera puerta, la que había designado Di. Jörhk
acercó la tarjeta a la consola y esta se puso verde. La compuerta se abrió y
dejó ver el interior. La habitación era pequeña, parecida a la celda de una
prisión, sin grandes lujos, excepto por los murales llenos de color y dibujos
de animalitos, flores y arcoíris. En un costado había un lecho, en este caso
pequeño, ya que la sala la llenaba una serie de artilugios. Había una especie
de aspa con argollas, cadenas y cuerdas por el suelo, un potro y una especie de
plinto triangular, con la parte superior terminada en un vértice.
Pero lo primero que notaron Di y Jörhk fueron unos
sonidos que les quebraron los tímpanos. Eran una mezcla de lloriqueos y gemidos
de dolor, amortiguados por unas carcajadas desagradables con jadeos de
esfuerzo. Todo ello provenía de donde se encontraba el inusual plinto. Los ojos
de Jörhk, que habían visto de todo en la guerra, se llenaron de odio y asco.
Sobre el plinto atada de pies y manos a unas argollas que había en los costados
del aparato, una niña de diez años, desnuda, que lanzaba lágrimas de dolor.
Detrás de ella, de pie junto al plinto, un hombre, grande y gordo, desnudo,
peludo, de pelo negro, con una tripa que caía sobre el culo de la niña. Con una
mano, que cogía una vara de un material duro, golpeaba incesantemente la
espalda de la niña, haciendo saltar la sangre. Con la otra golpeaba de cuando
en cuando una de las nalgas. A su vez, su miembro se introducía con violencia
por el ano de la niña.
Jörhk levantó su arma para apuntar al hombre y
zarandeó a Di.
-
¿Es ella? -susurró Jörhk, esperando que no lo fuese.
En ese momento el hombre giró la cabeza, los miró y
sonrió con unos dientes negruzcos. Jörhk se dio cuenta que miraba directamente
a Di, pasando olímpicamente de él y su pistola.
-
¡Diane! Cuánto tiempo, pequeña -dijo el hombre con una voz
desagradable-. ¿Has venido a jugar conmigo, tu querido tío?
Jörhk notó que Di estaba temblando, paralizada por el
terror que le provocaba ese hombre. A su vez escuchó como goteaba un líquido.
Jörhk ya había oído ese sonido antes y en otras situaciones. Di se había meado
encima. Miró mejor al hombre, cuyos ojos dejaban claro que sentía una lujuria
insana hacia Di. Entonces recordó algo que le había comentado el tal Colt, el
doctor Trebellor había acudido al barrio a visitar a un familiar. Un mal
presentimiento le recorrió todo el espinazo. La frase que Di había usado como
clave para entrar en el local, en la consola del callejón, había sido “vengo a
jugar con mi sobrina”. Y el hombre que tenía delante, que violaba y golpeaba
con saña a la niña del plinto se había autodefinido como el tío de Di. Las
coincidencias nunca eran buenas consejeras.
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