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miércoles, 15 de abril de 2020

El mercenario (21)

Jörhk se acercó a la compuerta y colocó la tarjeta sobre la consola que tenía junto al marco. Con la otra mano agarró el mango de uno de sus cuchillos, listo para actuar. La compuerta se abrió y dejó ver al hombre sentado en una silla que había descubierto antes en las imágenes de las cámaras. El matón se giró al escuchar el ruido de la apertura de la compuerta, para conseguir ver una figura grandota que se le echaba encima. Jörhk se movió muy rápido, ni Di se dio cuenta de lo que ocurría hasta que cruzó la puerta y se colocó junto a él. La mano que sujetaba el puñal se encontraba rozando el cuello del hombre, que mantenía una mueca de sorpresa en su rostro. Pero no había nada más que eso. Los ojos estaban vacíos, sin vida, como el resto del cuerpo.

Jörhk esperó a que la compuerta se volviera a cerrar para revisar la hoja y apagarla. Se puso recto y dio un paso a atrás. El cuerpo del hombre empezó a echarse hacia delante hasta caer de bruces. Se quedó ahí inerte.

-       Bueno niña, ¿cuál es el cuarto de tu amiga? -preguntó Jörhk, guardando el puñal y empuñando una de las pistolas.
-       No lo sé, las van cambiando de cuando en cuando -respondió Di, un poco asustada, pero sin parecer miedosa-. La última vez que estuve, era el primero a la derecha. 
-    Vale, comprobaremos ese y si no todos los demás -suspiró Jörhk-. Saca una pistola, pero cuidado con hacer más disparos sin que lo haya ordenado. ¿Entendido?

Di asintió con la cabeza y sacó una de las pistolas. Los dos se acercaron a la primera puerta, la que había designado Di. Jörhk acercó la tarjeta a la consola y esta se puso verde. La compuerta se abrió y dejó ver el interior. La habitación era pequeña, parecida a la celda de una prisión, sin grandes lujos, excepto por los murales llenos de color y dibujos de animalitos, flores y arcoíris. En un costado había un lecho, en este caso pequeño, ya que la sala la llenaba una serie de artilugios. Había una especie de aspa con argollas, cadenas y cuerdas por el suelo, un potro y una especie de plinto triangular, con la parte superior terminada en un vértice.

Pero lo primero que notaron Di y Jörhk fueron unos sonidos que les quebraron los tímpanos. Eran una mezcla de lloriqueos y gemidos de dolor, amortiguados por unas carcajadas desagradables con jadeos de esfuerzo. Todo ello provenía de donde se encontraba el inusual plinto. Los ojos de Jörhk, que habían visto de todo en la guerra, se llenaron de odio y asco. Sobre el plinto atada de pies y manos a unas argollas que había en los costados del aparato, una niña de diez años, desnuda, que lanzaba lágrimas de dolor. Detrás de ella, de pie junto al plinto, un hombre, grande y gordo, desnudo, peludo, de pelo negro, con una tripa que caía sobre el culo de la niña. Con una mano, que cogía una vara de un material duro, golpeaba incesantemente la espalda de la niña, haciendo saltar la sangre. Con la otra golpeaba de cuando en cuando una de las nalgas. A su vez, su miembro se introducía con violencia por el ano de la niña. 

Jörhk levantó su arma para apuntar al hombre y zarandeó a Di.

-       ¿Es ella? -susurró Jörhk, esperando que no lo fuese.

En ese momento el hombre giró la cabeza, los miró y sonrió con unos dientes negruzcos. Jörhk se dio cuenta que miraba directamente a Di, pasando olímpicamente de él y su pistola. 

-       ¡Diane! Cuánto tiempo, pequeña -dijo el hombre con una voz desagradable-. ¿Has venido a jugar conmigo, tu querido tío?

Jörhk notó que Di estaba temblando, paralizada por el terror que le provocaba ese hombre. A su vez escuchó como goteaba un líquido. Jörhk ya había oído ese sonido antes y en otras situaciones. Di se había meado encima. Miró mejor al hombre, cuyos ojos dejaban claro que sentía una lujuria insana hacia Di. Entonces recordó algo que le había comentado el tal Colt, el doctor Trebellor había acudido al barrio a visitar a un familiar. Un mal presentimiento le recorrió todo el espinazo. La frase que Di había usado como clave para entrar en el local, en la consola del callejón, había sido “vengo a jugar con mi sobrina”. Y el hombre que tenía delante, que violaba y golpeaba con saña a la niña del plinto se había autodefinido como el tío de Di. Las coincidencias nunca eran buenas consejeras. 

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