El cuarto de guardia era un cuchitril horroroso. Jörhk
había visto otros en su vida, pero estaban mejor cuidados que este. Aquí, a
excepción de la consola de mandos que mantenía las puertas y las cámaras
activadas, las paredes y el techo parecían estar a punto de irse abajo. Encima,
cada paso que se daba por ese suelo, te pegaba a él. Jörhk supuso que ni ese
hombre ni el tal Horace, que resultó ser un joven larguirucho, feo a rabiar y
con unos ojos malévolos, limpiaban mucho ese lugar. Sin duda eran tan guarros
como feos o inhumanos eran ellos. Si Jane hubiera estado al mando de ese lugar,
esos dos matones haría tiempo que hubieran mantenido el lugar limpio como una
patena.
-
¿Qué les pasaba a las cámaras, Whein? -preguntó Horace, que estaba
sentado en una silla, de espaldas a la compuerta-. ¿Y por qué se han saltado
las alarmas? Me está taladrando los tímpanos este ruido infernal.
- Yo soy
quien ha fastidiado tu paz, chaval -gruñó Jörhk-. Si no quieres que la niña te
agujeree tu cuerpecito de mujer, deja tu pistola sobre la mesa y levántate con
las manos en alto y…
Las palabras de Jörhk se quedaron silenciadas por el
ruido de una pistola al dispararse. A Jörhk solo le dio tiempo a ver por el
rabillo del ojo la luz del disparo, y como el joven dejaba caer su pistola al
suelo, mientras su cuerpo caía hacia delante, con el rastro quemado del paso
del láser por su espalda.
-
¿Pero qué coño crees que haces, niña? -espetó malhumorado Jörhk.
No porque hubiera matado al otro matón, sino debido a que hubiera disparado tan
cerca de él y por su espalda-. Aquí soy yo quien da las órdenes de…
-
Horace se lo merecía -murmuró Whein-. Ya le avise que no debía
meterse con la mercancía, no era nuestro trabajo. Pero cuando eres tan feo como
él, sólo puedes optar por lo fácil.
- Tú a
callar, amigo -espetó Jörhk, empujándolo para que se moviera.
Jörhk le llevó hasta lo que parecía un cuarto de baño
y le ató los pies y las manos, haciendo de su cuerpo un ovillo. El lugar era
repulsivo. Había un olor a muerto y descomposición desagradable. Incluso Whein
parecía consciente de ello, pero cuando Jörhk le tapó la boca para que no
gritara, le dejó sin la opción de quejarse. Aunque Whein no creía que fuera a
aguantar ese desagradable olor, quería salir con vida de allí, por lo que cerró
su boca. Él era un superviviente y no quería acabar con un agujero en su
espalda como Horace. Mejor un poco de peste que la muerte, pensó aliviado Whein.
Cuando Jörhk regresó, encontró a Di, en el mismo sitio
que antes, aun apuntando al muerto. Se acercó a Horace y comprobó que estaba
muerto. Sobre la mesa y debajo de su cuerpo, había una segunda pistola. Un
cabrón listo. Aunque Jörhk supuso que su gran error había sido pensar que solo
le atacaba una persona. Lo que ahora le rondaba por la cabeza a Jörhk era de
que la conocían Whein y Horace a Di y cómo ello iba a repercutir en lo que
habían venido hacer. Él no era tonto y suponía que Di había trabajado allí y
por las cicatrices en su espalda no había sido una cosa muy placentera. Pero el
problema actual era que la muchacha empezase una venganza con todos los de ese
local, no podía permitir una matanza, por mucho que se lo mereciesen en ese
lugar, que sin duda sería un antro de depravación. Suspiró y decidió seguir
adelante, con el riesgo, al fin y al cabo, él era un soldado, las consecuencias
para otro.
Recogió las dos pistolas de Horace y las observó. Una
de ellas era una pieza muy normal, por lo que la desarmó y se hizo con la
célula de munición. Sin esta, la pistola no era más que un juguete inofensivo.
La otra pistola era mucho mejor, por lo que se la quedó, guardando la suya
propia bajo su abrigo.
-
Dame la pistola, Di -dijo Jörhk mientras se la arrebataba-. No es
una buena pieza. Mejor desarmarla.
Tras guardar la célula, con otras que llevaba encima,
Jörhk se dirigió a la consola y apagó la alarma. Tras lo cual investigó el
interior del local gracias a las cámaras. Más allá de la compuerta interior,
había un gran salón, donde había sentados varios clientes, la mayoría hombres,
pero también había mujeres, todos humanos. La mayoría jugaban en mesas de
cartas o con una ruleta. Otros bebían en una larga barra que se extendía en la
pared frente a la compuerta. A la derecha de la entrada y recorriendo todo el
salón había otra compuerta. Jörhk supuso que sería el acceso a la zona donde
tenían a las esclavas. Toqueteando los botones de la consola accedió a una
última cámara, en la que se veía un sujeto sentado en una silla, junto a una
compuerta, en un lado de un largo pasillo lleno de puertas. Así que debía
eliminar a otro imbécil.
-
¿Puedes moverte, niña? -preguntó Jörhk, mientras cogía una tarjeta
que apareció por una ranura de la consola-. No tengo tiempo de cargar contigo.
Lo has matado, a ese imbécil. Me importa poco por qué. Pero si quieres salvar a
tu amiga, mejor es que nos movamos.
Di asintió con la cabeza y se movió, para colocarse
tras Jörhk. El hombre salió del cuarto de seguridad y se dirigió a la consola
de la compuerta interior. Colocó la tarjeta y está se abrió. El calor del
interior les golpeó con fuerza, así como el olor de incienso y tabaco. La
mayoría de clientes ni se fijaron en ellos, cuando cruzaron el salón. Jörhk en
cambio, sí que estaba atento a lo que le rodeaba. Pronto le parecieron
sospechosos un par de tipos, que se mantenían en una mesa, con dos copas casi
vacías, hablando. Eran grandotes, y le parecieron matones, de un grado mayor
que los del cuarto de seguridad. De todas formas, esperó no tener que cruzarse
con ellos.
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