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sábado, 5 de septiembre de 2020

Aguas patrias (1)

 

Las campanadas de media hicieron que muchos hombres saltarán de sus coyes y se movieran con pesadez. En las escalas, tanto al pie de la cubierta, como en la del sollado, los hombres que descendían para dormir y los que empezaban su guardia se turnaban en los escalones. Por encima, los gritos de los ayudantes del condestable, metiéndoles prisa y restallando sus varas de avellano.

Desde el alcázar, junto a los tres marineros que mantenían firme la rueda del timón, impidiendo que las corrientes o el viento modificarán ni un grado el curso del navío, se encontraban los oficiales de guardia. Hacía unos pocos minutos que el primer teniente había llegado junto a dos guardiamarinas para sustituir al tercer teniente y sus dos ayudantes. Los guardiamarinas no eran más que unos zagales de entre once y quince años. Todos los del barco eran menores de edad, siendo esta su primera singladura por el océano.

El primer teniente era un caso aparte, pues tenía ya treinta años y distaba bastante en edad al segundo teniente, de veintiuno. Era un hombre alto, de amplias hechuras, fuerte, musculoso, con varias cicatrices por su cuerpo, pero la más evidente era la que le iba desde la oreja derecha a la maxilar inferior, haciendo un arco. Fue el regalo póstumo de un corsario inglés que atraparon hacía ya bastante tiempo. El pelo era negro, al igual que sus ojos, del color del carbón. La piel estaba curtida por el Sol y el mar, pues llevaba en ella desde los diez años, cuando se enroló como guardiamarina. Tenía una nariz grande, ligeramente curvada hacia fuera, y bajo ella, un gran bigote.

-    Los hombres están listos, señor Casas -dijo uno de los ayudantes del condestable cuando el último marinero llegó a cubierta. 

-    Déjeles a su aire, Montoya -respondió el primer teniente-. Por ahora no hay orden de cambiar de rumbo. 

-    Como ordene -acató Montoya, haciéndole un saludo castrense y retirándose.

El primer teniente se llamaba Eugenio Casas y era natural de Sevilla, aunque llevaba ya demasiado en las Indias, entre la base de la Habana y la de Cartagena de Indias. Ahora navegaba en un gran 80 cañones, el Vera Cruz, un navío de tres palos y tres puentes. El Vera Cruz lo capitaneaba don Rafael de Ortiz y Guevara, un vasco de cincuenta y seis años, no muy alto, pero fuerte, letal con el sable y muy bragado. El pelo ya le encanecía y tenía más cicatrices que él. Estando en la Habana, don Rafael se había encontrado con él. Eugenio esperaba destino, pues su último navío, una fragata lenta y pesada había naufragado tras luchar con denuedo contra un navío inglés en la pasada guerra. Los ingleses, habían intercambiado a los españoles y Eugenio se había quedado varado en la isla. Primero tuvo que pasar el consejo de guerra, pero al ser uno de los pocos supervivientes, no se le pudo calificar de cobarde.

Eugenio ya había servido antes con don Rafael, quien le saludó con halagos y muy cordial. Le invitó a comer y hablaron de la mar. Don Rafael estaba interesado en el combate contra el navío inglés, pero no por el morbo, sino por la acción militar y sobre todo por la parte que llevó a cabo Eugenio. La comida fue suntuosa, más de lo que se podía haber pagado Eugenio, pero fue don Rafael quien dejó caer unas monedas de oro en la mano del posadero, de forma despreocupada. Se despidió de él, disculpándose por haberle hecho perder la tarde con un viejo, a lo que Eugenio se desvivió por hacer ver que se equivocaba. Ese día Eugenio tenía poco que hacer, pues ya había pasado por la casa del gobernador, para hablar con el encargado de asignar a los marineros con sus barcos. Y era gracioso, pues había muchos en el puerto, ya que estaba toda la flota del almirante Torres. Claramente, no caía bien a alguien y no tenía más oro para regalos. Cada uno se marchó por su lado, don Rafael a su barco y él a la cochambrosa pensión donde aún podía pagarse una habitación con su reducida paga.

Y entonces llegó un soldado de la guarnición de la ciudad, con un sobre lacrado. Se le ordenaba presentarse lo antes posible en el Vera Cruz, para tomar el puesto de primer oficial. Llevaba las firmas del encargado de la muy real y católica armada, junto a la del gobernador. Y aunque las firmas parecían reales y el lacre que había roto también, no las tenía todas consigo. El puesto de primer teniente era una posición alta en el navío, el segundo al mando tras el capitán, lo que le daba mucho poder cuando éste no estaba en el puente. Cuando por fin dio por buena la carta, recordó que indicaba que debía presentarse a bordo lo antes posible. Iba a salir a escape, pero al ver su uniforme, decidió que una buena planchada, así como un poco de hilo no le iría mal. Era descortés presentarse como un andrajoso ante el capitán del navío, el primer día. Gastó un par de horas en preparar el uniforme, en darse un baño y en desayunar. Después recogió sus enseres, que no eran muchos, pues la fragata se llevó casi todas sus pertenencias al hundirse. Se vistió y al marchar pagó sus deudas con el tabernero, que le deseó una buena singladura, de la forma que lo hace un marinero a otro.

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