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sábado, 12 de septiembre de 2020

Aguas patrias (2)

Desde el muelle, pudo ver por primera vez el Vera Cruz, un navío antiguo, pero según decían, aún marinero. Fuera quien fuera el capitán, parecía ser de los que no soportaban la inactividad en los puertos. Los marineros estaban subiendo y bajando por los obenques. Iban hasta las vergas, parecía que iban a largar las velas, pero no. Eugenio levantó un brazo y le hizo señas al timonel de una barca, que asintió con la cabeza, ordenando a los remeros que se pusieran en marcha.

- ¿A cuál, capitán? -dijo el timonel, enganchando el bichero entre las piedras del muelle. Eugenio tiró su petate al interior del bote y luego se subió él.

- Vera Cruz -respondió Eugenio, sonriente, sin corregir al timonel.

- Un buen navío, señor -afirmó el timonel, a la vez que soltaba el bichero del muelle y dio un silbido, a lo que los remeros comenzaron a bogar con brío-. Es un buen bajel, un poco viejo, pero bien dirigido y con los cañones que porta, puede revertir esa edad. En otro tiempo, era el terror de estos mares.

- Eso había oído -aseguró Eugenio, que conocía la historia del navío.

- Incluso tiene muy buena figura y su capitán, don Rafael, no ha permitido que el ocio le eche a perder. ¿Conoce al capitán? -prosiguió el timonel, animado por el buen trato del teniente. No todos los oficiales eran así, sino un grupo de soberbios y prepotentes que no conocían lo que era el buen trato.

- Sí, ya he servido con don Rafael -asintió Eugenio, al tiempo que buscaba la bolsa y sacaba un par de monedas de plata, el pago por el servicio.

El bote cruzó el puerto y se acercó al Vera Cruz. Cuando estaba a un cable de distancia, el timonel giró el timón, cambiando de rumbo, rodeando el navío sin acercarse del todo. Aún con el jaleo de los marineros subiendo y bajando por los obenques, moviéndose por los gavias y las vergas, pronto se escuchó una voz potente, la de un cabo de la infantería de marina del barco. El militar quería saber el propósito de que el bote se aproximaba al navío y el timonel solo respondió “Vera Cruz”. El militar repitió la respuesta del timonel y luego permitió que el bote se acercase al casco del navío. El timonel conocía bien su trabajo y se pegó al navío sin siquiera arañar las cuadernas. El teniente se echó el petate a la espalda, mientras el timonel del bote le deseaba suerte y puso un pie sobre la borda. Esperó hasta que hubo controlado el oleaje y la marea, para dar un salto y agarrarse a los escalones que había en el costado del navío. Estos no eran más que un ligero relieve, húmedos y resbaladizos en la línea de flotación. Eugenio sabía que más de un buen oficial podía perder su carisma y su fama, por resbalar y hundirse en el agua, o peor, en medio de un mar más picado, no volver a verlo más.

Pero Eugenio era hábil y estaba ágil. No tardó mucho en hacerse uno con el mar y su salto fue simple. Con una mano agarrada a la cuerda de su petate y con los pies bien aferrados, fue subiendo con ayuda de la marea, avanzando cada vez que el barco ascendía con una ola. Por fin rebasó el guardamanos de la cubierta y se encontró con el infante de guardia, que le miraba con ojos taxativos.

- Teniente Eugenio Casas -se presentó Eugenio, sacando de debajo de su casaca la orden que había recibido en la posada-. Nuestra Real y Católica Armada me ha enviado a asumir mi puesto en el navío.

El infante se cuadró primero y luego acercó la mano para tomar la hoja de papel, doblada de forma desigual. No había ni empezado a leerla cuando una voz potente le obligó a mirar hacia delante.

- Teniente Casas, si que has sido veloz para presentarte a bordo -Eugenio se giró sobre el lugar que se encontraba, pero sin perder ni un ápice de rigidez, pues la voz no era otra que la de don Rafael-. Bienvenido al Vera Cruz.

Don Rafael llegaba vestido con sus mejores galas, el uniforme de capitán de navío, con sus charreteras, sus cordones dorados y los botones brillantes. En la mano llevaba un bicornio con un broche de oro con un gran rubí engastado. En la casaca llevaba más broches y medallas. Una banda rojiza y la espada colgando del cinturón eran el resto de su atuendo. Detrás de él, un hombre de unos veintitrés, de pelo negro, con barba oscura, recortada con estilo. Tenía unos ojillos pequeños y verdes. Llevaba el uniforme de teniente, como el suyo, pero de mucha más calidad. Sin duda era de mejor familia que el hijo de un comerciante.

- Teniente Casas, me hubiera gustado enseñarle yo mismo el navío, pero el gobernador me reclama -prosiguió don Rafael, tras arrebatarle el papel al infante de marina-. El teniente de Gonzaga se encargará de que conozca el Vera Cruz y a sus hombres. De Gonzaga, no se olvide de la práctica con los cañones.

- Sí, capitán -contestó el otro teniente, que se fue dando órdenes-. ¡Izad la falúa del capitán! ¡Vamos, con brío!

Eugenio se quedó allí parado, a la espera de que se hicieran las maniobras para botar la falúa, que bajasen los remeros, el capitán se despidiera y descendiera por la escala. Ambos tenientes se quedaron junto a la borda hasta que la falúa estaba casi junto al muelle. Solo entonces, ambos se movieron de allí.

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