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sábado, 19 de septiembre de 2020

Aguas patrias (3)

Eugenio volvió a la realidad cuando escuchó como la rueda del timón se movió ligeramente.

- Cuidado con la rueda, no podemos abatirnos ni un grado del rumbo -advirtió Eugenio a los tres marineros, que asintieron con la cabeza-. Señor Ortegana, mi catalejo, por favor.

Uno de los guardiamarinas se movió y entregó el objeto requerido a Eugenio. Con el tubo entre las manos, Eugenio se acercó a la borda de popa, extendió el catalejo y miró hacia la estela. En ese momento, cruzaba la estela del Vera Cruz el Waesel, un pequeño bergantín que habían capturado hacía dos días. Lo habían cazado por casualidad. Era un mercante inglés que se había desviado de su ruta por culpa de una tormenta. Iba cargado de pertrechos navales, algo de pólvora, tabaco y algodón de las colonias americanas. Era una buena presa y le daría un buen oro al capitán. Tras el Waesel, iba la Santa Cristina, una fragata vieja, pesada, de treinta y dos cañones. Tras ver las luces de los dos barcos, se giró y se acercó a la borda de babor, enfocando hacia algún punto por la amura. Tras un poco, consiguió detectar las luces de la Santa Ana, una fragata ligera de veintiocho cañones. El capitán la había mandado de descubierta, hacia el Atlántico, mientras él y el resto de barcos viajaban más cerca de tierra.

En sí, a Eugenio le había sido una sorpresa que don Rafael fuera a comandar una escuadra. El gobernador le había otorgado el cargo temporal de comodoro. Eugenio se había enterado de ello en la cena que había dado don Rafael la misma noche que había llegado al Vera Cruz. Su sorpresa fue mayor al ver a viejos conocidos suyos, como capitanes de la Santa Cristina y la Santa Ana. El capitán de la Santa Cristina era un hombre de baja estatura de nombre Amador Trinquez, originario de Cádiz. Eugenio y él habían servido juntos como guardiamarinas en el Dragón, un setenta y cuatro cañones, el primer tres puentes que capitaneó don Rafael. Ambos aprendieron mucho, pero Amador, ligeramente mayor que Eugenio, hizo el examen de teniente y siguió su camino. Amador tenía el pelo castaño y unos ojos verduzcos. Cuando convivió con él en la camareta de guardiamarinas, era un joven alegre, chistoso y muy afable. Según Eugenio entró en la sala, Amador se acercó y le saludó como cuando eran guardiamarinas. Sin duda el tiempo no le había cambiado mucho. El capitán de la Santa Ana, era Juan Manuel de Rivera y Ortiz, el tercer hijo de un terrateniente de México. Por lo que sabía, ese terrateniente tenía inmensas posesiones a ambas márgenes del río Grande. Como aún recordaba bien a sus ancestros españoles, había decidido que no todos sus hijos se quedarán en tierra. Eugenio estaba seguro que le estaba financiando los ascensos, pues no hacía mucho que había coincidido con él como tercer teniente. Eugenio no negaba que el muchacho tenía potencial para ser un buen marino, pero le faltaba experiencia. De por sí, Juan Manuel podría haber pasado los exámenes de forma normal. El que le hubieran asignado a la escuadra de don Rafael, lo más posible es que fuera porque al almirante Torres no le gustaba tener que ser su niñera. Habían coincidido en otro barco, como guardiamarinas, aunque en ese caso, Eugenio era quien ascendía a teniente y Juan Manuel aún debía quedarse más tiempo para su formación. Viéndole tuvo una pequeña punta de envidia, pero se olvidó enseguida, pues como don Rafael tenía el cargo de comodoro, él tendría que actuar más como un capitán que como un primer teniente. Si se distinguía en ese puesto, tal vez pudiera mantener el cargo, aunque no le concedieran un tres puentes, pero con una corbeta o una fragata se podría conformar.

- Bueno señores, el gobernador ya me ha dado la luz verde -dijo don Rafael, cuando el último plato estuvo sobre la mesa y las copas de plata bien llenas-. Mañana con la marea pondremos rumbo a la mar. El Vera Cruz y la Santa Cristina navegaremos juntos, pero Juan Manuel, quiero que lleves la Santa Ana a distancia de cofa, hacia alta mar. Nos avisarás cuando veas algo. Iremos así hasta el estrecho de la Mona. Allí, haremos una escala de aprovisionamiento en Santiago. Después volveremos a salir para hacer un roto en el comercio inglés. ¿Qué les parece, señores?

Todos los allí presentes jalearon a la pregunta de don Rafael, pues todos esperaban llenar su bolsa con las presas que pudieran capturar. La conversación fue yendo de un tema a otro, hasta que se terminó la comida, el postre y todo lo que los allí presentes fueron capaces de meterse entre pecho y espalda. Lo único que parecía no acabarse fue el vino, lo que indicaba que el capitán tenía bastante en el barco. Cuando pasaron de las doce de la noche, los capitanes se fueron marchando. Eugenio, por petición de don Rafael, les acompañó y ayudó a que llegarán a sus botes en perfecta forma. Después regresó al camarote de este. Le encontró sin la casaca y con la camisa abierta unos botones, tirado en su coy. Por un momento pensó que se había dormido y se decidió a marcharse.

- ¿Les has dejado bien en sus botes? -preguntó don Rafael, en voz baja-. Juan Manuel iba muy perjudicado, ¿no?

Eugenio pensó en cómo había acabado la noche el joven capitán, con demasiado alcohol y quejándose de un calor impropio. Se había dedicado a contar sus batallas románticas y sus conquistas de cama con demasiada literalidad, impropias de un caballero. Dos hombres le habían arrastrado hasta la borda y habían tenido que bajarlo al bote con una guindaleza, temiendo que acabará en el agua si le dejaban descender la escala solo.

- Supongo que la falta de experiencia en la mar no es lo único que le falta -prosiguió don Rafael, sin esperar respuesta por parte de Eugenio-. Espero que sea más útil cuando haya dormido la mona. Necesitaré de todos mis hombres para la misión.

- En ocasiones un poco de vino viene bien para tomar por asalto un barco enemigo -indicó Eugenio.

- Puede ser, pero no solo vamos a fastidiar al inglés -murmuró don Rafael-. El gobernador quiere que hagamos lo que Torres se niega en redondo. Hay que navegar hasta Cartagena y ver que tal está el almirante de Lezo. Hace ya demasiado que no se sabe mucho de él.

Eugenio no sabía qué decir. Por lo que sabía, Cartagena había sido elegida por la armada inglesa para un ataque sin precedentes.

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