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sábado, 10 de octubre de 2020

Aguas patrias (6)

La estratagema ideada por el don Rafael parecía haber surtido efecto. Desde que Eugenio había vuelto de desayunar había estado siguiendo los acontecimientos. Un par de horas después de abandonar su posición en la escuadra, el Waesel había asumido su papel de mercante inglés huyendo del enemigo, aunque la realidad es que ya lo había sido antes. La Santa Ana, informada de su nuevo papel, perseguía al Waesel, sin importarle la presencia de otros barcos. No mandaba mensajes, para hacer creer que era un barco solitario molestando al comercio inglés.

Y la obra teatral que habían montado el Waesel y el Santa Ana habían llamado la atención de los recién llegados, pues las juanetes del navío que iba en cabeza ya eran visibles desde las cofas del Vera Cruz. Iba con las alas desplegadas. Era de tres palos y para todos los que lo habían observado debía ser una fragata. Aún no se distinguía su bandera, pero estaban seguros de que era inglés. Y para opinión de la mayoría de oficiales estaba pecando de incauto, pues si ellos ya le veían, él debía estar viendo al Vera Cruz.

Hacía poco que el capitán había ordenado el zafarrancho, aunque había vuelto a su camarote, al ver que aún tenía mucho tiempo. Además sabía que Eugenio le mandaría un aviso cuando se necesitaran sus órdenes. Los tenientes estaban todos hablando en el alcázar junto al pasamano de babor. Habían dado las órdenes y eran los guardiamarinas junto el contramaestre y sus ayudantes los que debían hacer que los marineros trabajasen. 

-    Sin duda tiene que ser una fragata -aseguró el teniente de Gonzaga-. Y parece rápida. Parece que viene con fuerza a nuestro encuentro. 

-    Puede ser, pero su capitán debe estar cegado por el oro que ganará, porque tiene que haber visto nuestras velas superiores -indicó el teniente Heredia, con su acento andaluz, fresco y jovial-. Pues creo que va a ser hierro lo que va a recibir. Mis cañones le van a destrozar. 

-    Eso si se queda a luchar -dijo Eugenio, serio, como debía ser el primer teniente que era-. Cuando vea las bocas de nuestros cañones huirá como una mujerzuela asustada. 

-    Parece que le cuesta avanzar -intervino el capitán Isidoro Cardenas, con su casaca azul, con los botones dorados, brillantes, sus calzones blancos. listo para pasar revista-. Espero que no nos agüe la fiesta. 

-    No se preocupe capitán, ese viene pidiendo un escarmiento -aseguró el teniente de Gonzaga, contento por un poco de batalla. 

-    El capitán -avisó el cuarto teniente, un hombre joven, recién ascendido a ese puesto, llamado Mariano Romonés.

Como si fueran un grupo de conspiradores pillados infraganti, el grupo se deshizo, quedándose solo Eugenio y el capitán Cardenas. El capitán se acercó a ellos, sin decir nada de los tenientes que se marchaban hacía otras partes de la cubierta. 

-    Espero que sus hombres estén listos para la acción, capitán Cardenas -dijo como saludo don Rafael-. Los necesitaré pronto en las cofas haciendo fuego contra la cubierta enemiga. 

-    Mis muchachos no van a dejar ni un solo inglés entero -se rió el capitán Cardenas. 

-    En ese caso, vaya haciéndolos subir con la munición suficiente -ordenó don Rafael, que tomó el catalejo que le pasaba Eugenio. Durante un rato estuvo mirando la actuación del Santa Ana y el Weasel-. Juan Manuel parece que se lo está pasando en grande, pero espero que no quiera hacerse con algo más de honra y ataque la fragata inglesa, parece más pesada que nuestra Santa Ana. Podría estropeárnosla. 

-    El capitán de Rivera y Ortiz conoce el valor que tiene usted a sus fuerzas -aseguró Eugenio-. Si le ha dado la orden de simular una cacería, se ceñirá a ella. 

-   ¿Y la Santa Cristina? -preguntó don Rafael, girando sobre el sitio y mirando tras la estela. 

-    Me temo que la vieja y pesada Santa Cristina se retrasa -indicó Eugenio. 

-    Eso ya lo veo, Eugenio inste al capitán Trinquez a desplegar más vela o se quedará fuera del botín -señaló don Rafael. 

-    Me temo que ya le he ordenado mediante señales que despliegue más lona -aseguró Eugenio-. Pero solo ha rascado algo más de velocidad. No he lanzado cañonazos porque temía que la fragata inglesa se percatara. 

-    Bien -se limitó a decir don Rafael plegando el catalejo y devolviéndoselo a Eugenio.

Don Rafael se quedó en la cubierta, en silencio, tras cambiar ligeramente el rumbo. Observaba las velas, el viento, la mar y cada poco a los otros barcos. Eugenio estaba seguro que la mente de su capitán era un hervidero de cálculos, pues debía tener en cuenta todos lo que le rodeaba para cazar a sus presas.

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