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sábado, 31 de octubre de 2020

Aguas patrias (8)

En el último momento, ocurrió lo que don Rafael se había esperado, el capitán inglés no había podido con el temor a ser barrido de la cubierta por la fuerza de la batería del navío y viro por su estribor. Don Rafael dio una orden, que hizo que el Vera Cruz virara ligeramente, pero que detuviera su avance, de forma que la popa y parte del costado de babor inglés quedará a su merced. Fue en ese momento cuando don Rafael ordenó hacer fuego. Todo el Vera Cruz se agitó cuando todos los cañones de babor abrieron fuego al unísono. Un rugido cortó el mar y una nube de humo envolvió el navío.

Tras la primera andanada siguieron otras. Las primeras parecieron muy seguidas y casi completas, pero las últimas las hacían solo grupos de cañones. Esto era así porque el inglés una vez que terminó de virar, comenzó a responder con los cañones que le quedaban. Por eso, habían sido desmontados algunos cañones y había agujeros en la borda. Eugenio mantenía el fuego graneado, mientras pedía informes a los carpinteros. Las balas inglesas, mucho más pequeñas que las suyas habían abierto agujeros en el casco, pero ninguno bajo la línea de flotación. No había vías, pero si desperfectos en vergas y el aparejo.

Por otro lado, don Rafael estaba más atento al manejo de las velas y a mantener al Vera Cruz a la misma velocidad que la fragata enemiga, para que los cañones siguieran escupiendo plomo y muerte. A su vez, los infantes de marina, se empleaban desde las alturas para eliminar a cualquier enemigo que encontrasen, aunque debido al humo de los cañones, no eran capaces de cazar a muchos.

De repente se escuchó un gañido, seguido del crujir de madera y entre el humo vieron como el palo de mesana se derrumbaba. Con los palos, las drizas y el resto  del aparejo se fue la bandera del barco enemigo. 

-    ¿Se han rendido? -quiso saber don Rafael-. ¿Se han rendido? Enterate Eugenio. ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! 

-    Voy, mi capitán -asintió Eugenio haciéndose con una bocina.

Eugenio se acercó al pasamanos del alcázar, a babor y empezó a gritar si se rendían en el inglés que sabía. No había respuesta, pero al parar de disparar, se empezó a disipar el humo y dejó ver la ruina que quedaba de la fragata inglesa. Estaban aún en pie el palo mayor y el trinquete, pero habían perdido casi todas las vergas con sus velas. La nave iba más hundida y por los imbornales salía agua mezclada con sangre. No parecía que fueran a seguir luchando y no habían colocado la bandera. 

-    ¡Acerquen los botes! -gritó Eugenio, adelantándose a la orden de don Rafael. 

-    Teniente, los ingleses están echando un bote al agua -avisó a voces uno de los marineros-. En la popa están poniendo una bandera roja. No se rinden. 

-   ¡Cállese! -ordenó Eugenio-. Es un paño blanco manchado de sangre, dudo que les quede algo blanco blanco. Se rinden capitán. 

-    Bien -dijo don Rafael-. Que el capitán Cardenas y sus muchachos tomen el mando en la fragata. Eugenio, encárguese de que la fragata no se hunda. 

-    Así se hará -respondió Eugenio.

La siguiente hora fue crucial. Desde el Vera Cruz empezaron a moverse los botes y lanchas, iban llenas de marineros e infantes de marina. Don Rafael también ordenó al médico de abordo que fuera a ayudar a los ingleses. Los trozos de abordaje llegaron a un barco destrozado. La mayoría de las vergas habían sido dañadas. Los palos mayor y trinquete seguían en pie, pero estaban muy deteriorados. Las balas disparadas desde el Vera Cruz los habían golpeado y resquebrajado.

Eugenio, desde el alcázar del Vera Cruz coordinó todos los trabajos. Por un lado tenía a parte de los carpinteros del navío arreglando los escasos desperfectos de las balas inglesas. Con dotaciones de marineros, volvieron a montar los cañones que habían sido afectados por las andanadas de la fragata, así como repusieron velas, vergas y cabos. A su vez, una parte de la dotación de infantería de marina preparó la bodega inferior para albergar a los marineros ingleses capturados.

Por otro lado, los marineros enviados a la fragata inglesa que resultó ser la Syren, estaban en los cabrestantes de las bombas, intentando sacar toda el agua que pudiesen. Se afanaban, junto con los marineros ingleses que no estaban demasiado heridos, en ese menester tan crítico. El carpintero jefe del Vera Cruz se encargaba de reparar todos los agujeros que fueron encontrando en la sentina, por debajo de la línea de flotación de la Syren. Eugenio tuvo que dar la orden de abandonar definitivamente a su suerte al palo de mesana, ya que era una obra muerta que lastraba a la fragata.

Con las velas hechas jirones o sobre la cubierta, la Syren no podría moverse de allí, así que hasta que pudiesen izar alguna lona en los palos que quedaban, sin que estos se rompiesen, Eugenio lanzó un cabo desde el Vera Cruz y se dispuso a tirar de la Syren. Eugenio, al final, pasó de una nave a otra para poder hacer una relación completa de los que le faltaba a la Syren y cuál era el estado general, ya que don Rafael, que en esos momentos se dedicaba a gobernar el Vera Cruz y reunir de nuevo la pequeña escuadra. Por fin la Santa Cristina se aproximaba, esta vez acompañada del Waesel, que había ido a su encuentro al empezar el combate entre la Syren y el Vera Cruz.


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