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miércoles, 3 de enero de 2018

El tesoro de Maichlons (33)



Allí, no muy lejos de él, había un grupo de varias personas, exactamente tres hombres, dos de cierta edad y uno más joven. Junto a ellos había cuatro damas y otras tres que parecían sirvientas. Dos damas eran ya mayores, rondarían los cincuenta años y serían las mujeres de los dos hombres mayores. Luego había una que estaría por los treinta años, una edad más parecida al tercer hombre. Por último había una chica joven, Gharsiz. Así que se sirvió una copa de vino, dio un sorbo y se dirigió hacia el grupo de hombres.
Uno de los hombres mayores, no le había quitado el ojo de encima, pero lo había hecho con cuidado, para no parecer que estaba interesado, pero sonrió al ver que Maichlons se les acercaba. En el último momento fue el que abrió el grupo para recibir al soldado.
-          General de Inçeret, debo daros en mi nombre y en el de mi esposa las gracias por escoltar a mi pobre hija hasta casa -dijo el hombre, haciendo una ligera reverencia que Maichlons devolvió de inmediato.
-          Mi honor me lo exigía -indicó Maichlons.
-          ¡Hum! Sí, me olvidaba del honor de los soldados, claro -indicó sonriente el hombre-. Dejad que me presente. Soy Edwhin de Tuvelorn, líder de la casa Tuvelorn. Me acompaña mi hermano Adgart -Edwhin señaló al otro hombre mayor- y Authior de Surbazon, una joven promesa en este mundillo.
Los dos hombres aludidos saludaron con corrección a Maichlons, quien devolvió el saludo como era esperado.
-          Pero no creo que el general quiera hablar con nosotros de temas comerciales -señaló Edwhin-. Creo que tal vez podría distraer a mi querida hija, que este tipo de conversaciones o la que tienen mi esposa, mi cuñada y la acompañante de Authior, no es apta para una joven.
-          Será para mí un gran honor servir a vuestra hija -aseguró Maichlons.
-          El honor del soldado, ¿verdad? -dijo burlón Edwhin, mientras le hacía un gesto a su hija para que se acercara.
-          ¿En qué os puedo ayudar, padre? -preguntó con suavidad Gharsiz.
-          El general de Inçeret parece perdido en esta fiesta, creo que tal vez deberías enseñarle la sala de baile -comentó Edwhin.
-          Como quieras, padre -asintió Gharsiz, intentando no aparentar sus verdaderos sentimientos.
Gharsiz le tendió la mano a Maichlons que este aceptó gustosamente. Ambos se fueron con paso ligero hacia una puerta que quedaba al otro lado de la que había empleado Maichlons para entrar en ese salón. Edwhin y su esposa observaban en silencio, pero sonrientes, pues el general era un buen partido para su hija. Los tíos de la muchacha también estaban alegres, porque si podían unir su empresa con un noble de alta cuna sería muy oportuno y un negocio importante. La dama que había venido con Authior, observaba sin importarle mucho la situación, pues era una cortesana que había recibido una buena bolsa de oro por acompañar al joven comerciante. El que en verdad no estaba demasiado contento era Authior, pues había estado meses rondando a Edwhin y su negocio, ayudándoles con empresas comerciales más beneficiosas a los dos Tuvelorn que a él mismo, con la única idea de prometerse con la hija, pero esta y su familia parecían más interesadas en ese militar. Pero claro, Maichlons había nacido en una casa más noble que la suya, unos comerciantes venidos a más.
Maichlons y Gharsiz, ajenos a las inquinas y las estrategias sociales, avanzaron a paso ligero hacia la sala de baile. Al acercarse fueron oyendo las notas que los músicos estaban sacando de sus instrumentos. Gharsiz llevaba un vestido más elegante que con el que iba de paseo. El busto estaba apretado por un corsé rojo con correajes negros brillantes, colocado sobre un vestido de una pieza de color perla, con volantes en muñecas, cuello y final de la falda. Unas medias blancas y unos zapatos planos rojos cubrían sus piernas. Sobre el pelo una redecilla de cordones de seda trenzada, con perlas y pequeños diamantes, creando una bella combinación con su pelo castaño, peinado hacia atrás, uniéndose en un moño. Las manos iban con unos guantes, tan blancos como las medias, que le llegaban hasta el codo o más arriba. Entre las muñecas y medio antebrazo, había una serie de brazaletes de oro y en los dedos unas sortijas de plata. Sobre el escote un bello collar terminado en un inmenso rubí engarzado en una lámina de plata. Cualquiera que viera a Gharsiz, se podía distinguir que no era una pobre, pero no era como esas que se escudaban en la vanagloria de sus joyas, pues ella ya era una piedra preciosa en sí, o por lo menos eso era lo que pensaba Maichlons.

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