El señor Nardiok esperaba pensativo sobre
su trono, una silla de madera, barnizada, pero carente del esplendor que
hubiera tenido el trono de su abuelo, el gran Naradhar III, el último señor de
las cascadas. Sus sueños se iban terminando y cada día que pasaba estaba seguro
de su imposibilidad para tener un heredero. Se había casado tres veces, siempre
con jóvenes lozanas, vírgenes que habían tenido su primer contacto con un
hombre con él. Sus padres habían asegurado que eran lo que decían ser, y
Nardiok nunca lo puso en duda, pero ninguna de ellas le permitió tener
descendencia, lo que le hizo palpable el temor que ya tenía, él no podría
engendrar nada, pues claramente era estéril.
Era algo que ya se lo podía haber
supuesto, pues su padre, Nardok, le había costado casi una vida entera tenerle,
y le costó seis esposas, hasta que consiguió el heredero. Ahora se repetía el
problema. Por ello se había reunido el consejo de su clan, los Irinat, para
resolver el problema de la herencia del señorío. Él tenía claro lo que debía
ocurrir a su muerte, pero había familiares que tal vez no estuvieran de
acuerdo. Tuvo que hablar con ellos durante toda la jornada, pero al final todos
estuvieron a favor de su propuesta, la única posible. Por ello había escrito
una misiva muy importante y esperaba a un joven, el hijo de un gran amigo y del
que esperaba grandes cosas. Le acababa de hacer llamar, por lo que debería
esperar un rato.
Una niña de cuatro años, menuda y flaca,
corría por un prado verde, llevando un ramo de flores pequeñas y de colores
entre sus manos. Vestía con una falda plisada de color ocre, junto una blusa
ancha blanquecina, medias gruesas de lana entrelazada, y sobre un cabello liso
y rubio, un pañuelo de color rojizo atado bajo el mentón.
Su recorrido le llevaba hacia un joven, de
unos veintisiete años, alto y fornido, de pelo oscuro, cortado al raso, ojos
verdes, agradables. Vestía con una cota de malla corporal y almófar, sobre la
que llevaba un peto verde con el escudo de unos jabalís y un árbol tras ellos.
Las manos estaban protegidas por unos guanteletes de cuero con plaquetas de
metal, al igual que unas altas botas negras. Llevaba refuerzos de placas de
metal en cuello, hombros, codos, rodillas y espinillas. De un tahalí en su cintura
caía una espada envainada.
La niña se acercó y el joven puso las
palmas hacia delante para que no se hiciera daño al chocar con sus
protecciones. La niña golpeó contra el joven, pero sin fuerza, pues había
frenado unos pasos antes. Le sonrió al soldado con unos dientes blancos y
cuidados, a lo que el joven devolvió con otra sonrisa, cálida y amigable.
- Son para ti -dijo la niña como saludo,
presentando el ramillete de flores.
- Gracias, Ofhini -agradeció el joven,
doblándose para poder besar a la niña en un pómulo-. Ya has hecho tus labores
en la casa, ¿has ayudado a mamá?
- Sí, lo he hecho, ella me ha dejado salir
-aseguró Ofhini, intentando parecer tranquila.
El joven la miró con especial cariño, al
fin y al cabo era su hermana. Claramente no eran hijos de la misma madre, ya
que la suya, Güit, había fallecido cuando él tenía dieciséis años. Su padre se
había mantenido soltero, como un viudo durante muchos años y al final, en gran parte
por su consejo había tomado una nueva esposa, una joven de veinticuatro años,
un poco baja, entrada en carnes, pero suficiente para su padre, un hombre en la
última fase de su vida.
- Sabes que padre se enfadará contigo si tu
madre se queja de que no la ayudas en la casa -le recordó el joven.
- ¡Ofthar no seas malo! -grito Ofhini,
poniéndose la roja.
- Vale, vale -dijo Ofthar intentando
apaciguar a la niña.
Entonces Ofthar notó movimiento a su
espalda y se volvió con cuidado para ver a un soldado de la guardia de su
señor. Los soldados de la guardia aparte de la cota de malla, llevaban una
coraza y un yelmo decorado con plumas de color verde. Ofthar reconoció al
momento a Rhennast, ya que era amigo de su padre y recientemente le habían
ascendido a capitán de la guardia, por lo que ahora era parte del clan de su
señor, además de estar casado con una prima de Ofhar, lo que le unía a los dos
clanes del señorío.
- Mira Ofhini, el capitán Rhennast ha venido
a hacernos una visita, ¿cómo debes recibirlo? -indicó Ofthar, dándose la
vuelta.
- Buenos días, capitán -saludó Ofhini
haciendo una ligera reverencia, que provocó una sonrisa en la cara siempre
seria del gigantón.
- Ofthar, el señor Nardiok solicita tu
presencia -informó Rhennast, tras alborotar el peinado de Ofhini.
- ¡Tío Rhennast! -gritó Ofhini-. No me
despeines o madre se enfadará.
Rhennast simuló un gesto de temor, como si
la actual esposa de Ofhar fuera de armas tomar. Ofthar le dijo a Ofhini que
regresase a casa, y que se pusiera al cuidado de su aya. Tras lo cual los dos
guerreros se dirigieron hacia el palacio de Nardiok, en el reducto más interno
de la ciudadela.
- ¿Hay noticias de mi padre? -preguntó
Ofthar, mientras caminaba junto a Rhennast.
- Parece que ha encontrado un sitio idóneo
para el proyecto -contestó Rhennast-. En una colina llamada Bhlonnor. Está
cerca de la frontera con el señorío de las llanuras. Según el norteño es un
lugar único para ello, parece que hay una fuente perpetua de agua debajo de esa
colina, se podrá beber aunque la ciudad esté bajo sitio. También han dado ya
con unas canteras con la piedra que necesitan.
Ofthar siguió andando, pero pensando en lo
que le había comunicado Rhennast, sobre el proyecto que tenía a su padre lejos
de Pharakhe, la capital del señorío. Ofhar había convencido al señor Nardiok
para erigir una ciudad capital más moderna y más segura que la actual
ciudadela. Pharakhe solo se protegía con empalizadas de madera, gruesas, pero
sencillas. Ofhar quería por lo menos una muralla exterior de piedra, para
aguantar un sitio en condiciones. Pero este proyecto tenía un inconveniente,
los sureños no sabían o no recordaban cómo labrar la piedra. La solución se la
había dado Ordhin como un envío celestial. El antiguo reino vecino del norte se
había convertido ahora en una provincia de un gran imperio, y este había
lanzado un par de incursiones. La primera la realizaron en invierno y había
fallado estrepitosamente. En la segunda tampoco habían conseguido mucho,
excepto cerciorarse que no valía tanto esfuerzo para un premio tan pobre. Pero
de estos ataques, Ofhar se había conseguido un gran premio, Ghutt de Alhmar, un
ingeniero militar imperial, que había obtenido un trato especial si les ayudaba
a modernizar el señorío y crear defensas para las ciudades y fortalezas clave.
El norteño no se negó, era mejor eso que ser un esclavo normal.
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