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domingo, 7 de octubre de 2018

El conde de Lhimoner (11)


Regresar a la ciudadela de Ahlmarion les llevó otro silencioso rato, pero menos que a la ida, pues la tarde se iba acercando a la noche y muchos de los ciudadanos ya estaban regresando a la paz de sus casas. Los mercaderes ya no se moverían con sus productos hasta la mañana siguiente. Incluso las grandes avenidas estaban menos concurridas. Aunque en parte, Beldek pensaba que los ciudadanos cuando veían su furgón de presos se alejaban, por si la maldad de los que en ellos viajaban fueran a mancharles. Las supersticiones calaban mucho en los corazones de la gente, mientras que la realidad les costaba más asimilarla.


Al contrario que en las puertas del barrio alto y de ciudadela del palacio, los guardias de la puerta de la ciudadela de Ahlmarion, les dejaron pasar según vieron al prefecto. Se dirigieron hacia su cuartel. Cruzaron el pasadizo que les llevaba al patio de armas, deteniéndose en uno de los lados, no ante la puerta principal. El conductor del carruaje y el estudioso se apearon rápidamente. El guardia se encargó de abrir la portezuela, y el estudioso esperó a que su compañero se apease y entre ambos sacaron la camilla, que se llevaron hacia una pequeña puerta, cerca de donde se habían detenido. Beldek esperó a que unos guardias se acercaran para tomar las riendas de sus caballos. Entonces se apeó y se dirigió hacia la puerta por donde habían desaparecido los estudiosos y su carga. Ahlssei y Fhahl le siguieron en silencio.


Para sorpresa de Ahlssei, al otro lado de la puerta había únicamente unas escaleras que se adentraban en el suelo. Las paredes no parecían las de un sótano, sino que habían sido excavadas en la roca, eran vastas. Cuanto más descendían, el ambiente se volvió más fresco. Al final distinguió mucha luz, que debido a la semisombra de las antorchas de la escalera, le cegó al entrar. Cuando sus ojos se aclimataron, se dio cuenta que estaba en una sala en cuyas paredes se habían instalado muchos espejos, lo que explicaba lo de la claridad. En el centro de la sala había cuatro mesas, grandes. Sobre una de ellas estaba colocada su víctima, aun tapada por la sábana. Sus ojos no pudieron evitar detenerse en otro cuerpo, menudo, de piel blanca, surcada de multitud de rastros de las alimañas. Le faltaban los ojos y supuso que más cosas. Un hombre de barba blanca, enfundado en una ropa muy parecida a los estudiosos observaba ese pequeño cuerpo. A parte del arco por el que habían accedido, había otros dos en las paredes de la derecha y enfrente. También había algún estante y una mesa llena de papeles y útiles de escritura.


   -   Prefecto, la hemos encontrado donde Khirahl dijo -habló un guardia que Ahlssei no se había percatado de su presencia.

   -   Bien hecho Shiahl, pero me temo que este caso que traigo conmigo tiene prioridad, es un caso imperial -afirmó Beldek-. Hervolk, necesitó que dejes paralizado el caso de Khirahl y pases directamente a esta mujer.


El estudioso de barba blanca dejó de observar con detenimiento el cuerpo menudo y miró al cuerpo de la otra mesa. Parecía un hombre bastante mayor, un anciano, pero se le veía que disfrutaba con su trabajo, pues sonrió al ver el nuevo espécimen.


   -   Como ordene prefecto, pero la niña ya no me dice nada más -dijo Hervolk, tomando una sábana y tapando el cuerpo menudo-. Le he preparado un informe para el cadí.

   -   Lo miraré con detalle, Hervolk, pero supongo que será un gran trabajo de tu parte -elogió Beldek al anciano que parecía más interesado en el nuevo cuerpo que las buenas palabras del prefecto.


Beldek se dirigió hacia la mesa llena de papeles y vio una carpeta de piel en la que ponía caso Khirahl y la tomó. Iba a abrirla, cuando notó que tanto Ahlseei, como los dos sargentos se habían aproximado a él. Beldek supuso que en parte se debía a que querían hablar con él, pero en parte sería porque el anciano, ayudado por uno de sus compañeros había retirado la sábana que cubría la mujer que había traído del gran templo. La gran sonrisa que se había dibujado en el rostro del anciano, era una mueca demencial, de aquel que le gusta la belleza de lo muerto.


   -   Le has llamado Hervolk, ese nombre me suena. ¿Dónde he escuchado ese nombre antes? -murmuró Ahlseei, que prefería no mirar directamente a el anciano.

   -   Seguro que habrás oído de Hervolk de Fhigahl -indicó Beldek.

   -   ¿Hervolk de Fhigahl? -repitió asombrado Ahlssei-. ¿El médico que se dedicaba a matar gente? ¿El mutilador de La Sobhora? ¿Ese Hervolk de Fhigahl?

   -   El mismo que viste y calza -afirmó Beldek, pidiendo calma-. Le pedí al emperador que me lo cediese. El verdugo y el alcaide de la prisión querían hacer la condena lo más corta posible. Pero mi explicación y lo que sabe hacer, han sido suficientes para conseguir que viva aquí. La verdad es que este lugar le viene como anillo al dedo para sus impulsos. Entra el suficiente número de cuerpos para que no le entren ansias de ir a buscar más. Excepto por ese pequeño vicio, es una persona muy considerada y eficiente -Beldek levantó la carpeta.

   -   ¿Su pequeño vicio? ¿Una persona considerada y eficiente? -repitió incrédulo Ahlssei-. Eso no puede ser, si era un carnicero despiadado. Dejó cientos de muertos tras las décadas que actuó en la ciudad y ni qué decir de La Sobhora.

   -   Las personas cambian si se les estimula lo suficiente -se limitó a decir Beldek, mientras abría la carpeta-. Si me permitía una lectura breve.


Ahlssei asintió con la cabeza, tras lo que Beldek se puso a leer lo que había dentro de la carpeta. Los dos sargentos habían preferido permanecer en silencio, sin decir lo que pensaban sobre la presencia del macabro médico de su morgue.

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