Yholet estaba a punto de volver hacia la
torre, cuando en el suelo de lo que sería el castillo de la atarazana le
pareció ver algo que brillaba. Al no observar ningún movimiento por allí, se
aproximó con cuidado y tras remover el polvo y la tierra con la mano, encontró
una argolla de hierro, aunque en su mayor parte estaba herrumbrosa. Aun así,
quedaban puntos donde se veía el hierro original. Al examinar el aro de hierro,
se dio cuenta que estaba unida a una trampilla, de piedra, simulada con las
losas del suelo. Tiró de ella, pero no le pareció que pasase nada. Así que se
empleó un poco más. En ese intento notó que la pieza era pesada, pero que se
había movido un poco. La segunda vez que intentó levantar la trampilla empleó
más fuerza y se dio cuenta que era más fuerte de lo que había llegado a
suponer. Claramente los siglos de olvido habían hecho que el polvo de los
escombros se hubiera metido por las rendijas y se hubiera convertido en un
cemento. Pero al no ser creado así, sino originado por las condiciones
atmosféricas era quebradizo.
Por fin pudo levantarla y se encontró con
unas escaleras de piedra que se perdían en la oscuridad. Junto a la trampilla,
descubrió un portateas, con una antorcha apagada. La tomó y se acercó a la
fogata. Introdujo la estaca de madera en las brasas y rápidamente ardió. Con
esa luz se dirigió hacia las escaleras y empezó a descender. Fueron una serie
de escalones, pero pronto llegó al fondo. Ante él se habría una sala, pero no
era una construcción como el acceso, sino una cueva natural, grande. Fue
encendiendo más antorchas que se fue encontrando, hasta llegar a un estanque de
agua. Por encima de su cabeza entraba luz y al mirar hacia arriba se dio cuenta
que era la apertura del pozo. En ese momento lo comprendió. Cuando excavaron
para crear el pozo encontraron esa caverna y por ello erigieron ahí toda la
atalaya.
Empezó a investigar los muebles y cajas
que había en la parte en la que se podía moverse, antes de alcanzar la laguna.
Poco había quedado allí. Pero encontró varios arcos, de buena madera y buen
acabado. Al revisar alguno de ellos, vio que ya no se podrían usar, pero uno de
ellos era mejor que el resto. Lo tomó y se lo colgó del brazo. También dio con
un carcaj y varios toneles llenos de flechas. Estuvo un rato observándolas. La
mayoría se habían echado a perder por la humedad del lugar, pero se hizo con un
buen hatillo con el que rellenar el carcaj. Pero lo que más le interesó fue un
cofre, pequeño, con el emblema de un dragón grabado en la cerradura. Estaba
cerrado, pero no para él. Como había perdido sus ganzúas, tuvo que apañárselas
con unos hierros herrumbrosos que encontró en un estante. Tras manipular la
cerradura esta se abrió. En el interior sólo había dos cosas. Un anillo de oro
con una esmeralda pulida con forma de dragón y un libro con encuadernación de
cuero. Abrió una de las tapas y dio con el autor. Ponía “Capitán Olghain”. Pasó
algunas páginas y parecían un diario de la vida en la atalaya.
Se puso el anillo en uno de los dedos y se
llevó consigo el libro. Estaba interesado en leerlo, aunque fuera tedioso. Era
historia de su familia.
Volvió a subir por las escaleras, pero
cuando llegó a la superficie se encontró a Kounia, con una cara entre enfadada
y sorprendida. Yholet se la quedó mirando, sin saber qué decir.
- ¿Qué estabas haciendo? -preguntó Kounia-.
Me he preocupado al ver que no regresabas. Me he expuesto mucho al permitirte
tomar tus armas. ¿De dónde has sacado ese arco?
Yholet le explicó lo que había pasado
cuando fue a buscar las armas. Lo de la argolla y su interés por descubrir lo
que era. Luego le habló de la trampilla y su necesidad de abrirla, pues pensaba
que igual encontraba armas o algo que ayudase a los Grakan en la defensa de las
ruinas. Kounia le observó intentando escrutar la verdad en esas palabras. Pero
Yholet no le habló ni del anillo, ni del diario. Cuando Kounia preguntó si
había armas, Yholet dijo que lo único que había encontrado sano era ese arco y
esas flechas. La mujer indicó que los grakan no solían usar arcos, no veían
mucha utilidad a esas armas en la selva. Preferían las lanzas para caza, más
robustas. Yholet dijo que en ese caso lo utilizaría él, para que cargar a los
guerreros con armas que no les servían.
Kounia y Yholet regresaron a la torre. La
mujer no perdía de vista a Yholet, por si le daba por desaparecer otra vez. Tras
mirar un poco por el parapeto, puso mala cara. Le informó que la manada se
estaba agrupando. Veía a seis adultos, pero podía haber crías, más pequeñas,
pero igual de peligrosas. Cuando Yholet preguntó cuántas crías podían ir con
los adultos, Kounia aventuró que seis por adulto, lo que sorprendió al hombre.
Kounia miró al cielo y dijo que quedarían tres horas para el amanecer, lo que
haría que los ultharns se pusieran en marcha.
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