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domingo, 21 de octubre de 2018

El conde de Lhimoner (13)


Un par de miembros de la milicia trajeron los caballos del guardia real y el prefecto. Mientras seguían charlando los dos hombres.


   -   Antes ha hablado de un retrato, ¿a qué se refiere? -quiso saber Ahlssei.

   -   Uno de nuestros estudiosos es un gran artista, pinta grabados y dibujos al carboncillo, aparte de cuadros claro -contestó Beldek-. Pero eso no es lo mejor, sino que además los realiza como si la persona muerta hubiera estado viva. La gente recuerda mejor un conocido cuando su cara estaba llena de vida, de felicidad, que un rostro frío o con un rictus forzado por una muerte violenta. Hemos descubierto la identidad de muchos de los cadáveres que nos hemos encontrado gracias a este artista y este método. Piense que nosotros no solemos dar con muertos tan bien conservados como esta mujer. Cuando los encontramos los animales ya se han cebado con ellos.

   -   Comprendo lo bueno que puede ser tener a ese hombre -admitió Ahlssei, tomando las riendas de su montura.


Los dos hombres se subieron a sus sillas y emprendieron el camino hacia la salida. El prefecto quería regresar a su casa, para pasar la noche y el capitán tendría que pasar por donde el canciller para dar el primer informe y contar todo lo que había visto. A Beldek no se le escapaba que el canciller quería ver cómo funcionaba el grupo del prefecto, pues seguía mosca por el asunto de Hervolk. Para la población normal de la ciudad, ese médico fue ajusticiado. Por ello, Hervolk no podía abandonar la morgue. La verdad es que desde que estaba allí no había habido ni un solo problema y el viejo no tenía ninguna necesidad que no estuviera siendo cubierta con su nuevo trabajo.


-  -   Mañana me pasaré por aquí, a primera hora -anunció Ahlssei, aunque Beldek ya lo había dado por supuesto-. Supongo que no tendrá ningún problema con ello.

   -   Capitán, las palabras del canciller eran claras, usted ha sido asignado temporalmente a mi grupo, hasta que el criminal sea detenido y supongo que hasta que confiese -indicó Beldek, sonriente-. Yo siempre empiezo mi jornada con las primeras luces. Recuerde que los criminales nunca descansan.

   -   Entiendo, prefecto -asintió Ahlssei-. Me voy adelantando, pues tengo más trayecto que usted. Hasta mañana.


Ahlssei no esperó a que el prefecto se despidiese, espoleó su montura y se internó en la ciudad por la primera calle que apareció. Beldek prefirió seguir el mismo camino que habían tomado por la mañana, bordear la ciudad y luego tomar la avenida de los reyes. Su casa, era una vivienda de varias alturas, rodeada por una tapia, que encerraba el edificio, junto un pequeño jardín y unos establos. Solo tenía una docena de criados que moraban en el bajo del edificio, mientras que en el primero tenía la habitaciones para visitas y en el segundo las suyas privadas. Tenía un despacho en un altillo bajo el tejado. Dada la hora que era, esperaba un criado en la puerta, listo para abrirla y cerrarla según lo que pasara fuera. Según vio llegar a su señor, abrió una de las láminas de madera para que pudiera cruzar.


Una vez que estuvo dentro, el criado cerró la puerta y echó los cerrojos y una pequeña tranca. Luego se acercó a Beldek y tomó las riendas, mientras este se apeaba.


   -   Cuando termines de cepillarle, Ulbho puedes retirarte a descansar -indicó Beldek, sonriente, dándole una palmada al criado, que le devolvió el gesto con una sonrisa.


Ulbho era una de los criados más antiguos que tenía. En su día fue criado de su padre y había crecido bajo sus cuidados. Por ello el hombre alcanzaba ya la edad de setenta y seis años, una edad bastante alta, y sobre todo para salir a recibirle todas las noches cuando llegaba. Pero aun así, Ulbho siempre estaba allí esperando. En más de una ocasión Beldek le había pedido, incluso rogado que dejara de hacerlo. Podía encargarse de ello alguno de sus hijos. Pero Ulbho era terco como una mula. El resto de los criados eran la familia de Ulbho. Su mujer había sido su cocinera de joven y ahora era la ama de llaves y servía a la condesa. Ulbho y ella habían tenido a cuatro hijos. El mayor era el actual mayordomo, casado con la cocinera, el segundo era el jefe de los establos y cuidador del jardín, casado con una de las criadas de limpieza, las otras dos eran muchachas muy risueñas que ejercían puestos de ayuda en las cocinas, limpieza por la casa, o como ama de cría o acompañamiento. Ambas estaban casadas, y sus esposos trabajaban para la casa, uno era un manitas y se encargaba de todos los desperfectos. El otro hacía lo que podía. Los nietos de Ulbho también vivían allí. La mayoría eran aún muy jóvenes para ejercer puestos en la casa, pero un par sí, con lo que ayudaban al resto.


Con el rabillo del ojo, le pareció que uno de los nietos de Ulbho, un mozalbete travieso, pero muy listo ayudó a su abuelo a llevar el caballo de Beldek. También le había parecido que antes había sido él quien cerró la puerta. Beldek solo se sonrió, pues no iba a hacerle ver a su viejo criado que se había dado cuenta, pues su orgullo podría obligarle a obcecarse más y no permitir que sus nietos le ayudaran. Eso sí, ya le daría alguna moneda al chaval por su buena acción.

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