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sábado, 29 de agosto de 2020

El conde de Lhimoner (65, final)

Tal y como había pronosticado Beldek en unos días la población había vuelto a su dinámica habitual. Haltahl pasó ante los cadíes que en un par de días le declararon culpable de los asesinatos rituales, de la conspiración y de la muerte de Shiahl durante su captura. Lo ejecutaron y pusieron su cabeza ante la multitud para que toda la población supiera de lo que se hacía con los asesinos que intentaban acabar con la paz y la tranquilidad de la capital.

Tal como había discurrido Beldek, tampoco volvió a ver al capitán Ahlssei, si ese era su verdadero nombre. No llegó a preguntar a Thimort cuando fue llamado por el emperador a entregar un informe detallado de sus pesquisas, así como recibir sus nuevas órdenes que le obligaban a olvidar todo lo referido a la muerte del sumo sacerdote Jhiven. Tampoco le pareció nada raro cuando le llegaron las noticias de los fallecimientos del abad Aahl de Dheren y el padre Thyun de Ghannar. Se explicaron que fueron por causas naturales. Nadie investigó nada sobre ello. De esta forma la elección de un nuevo sumo sacerdote se quedó sin sus dos principales candidatos. Al final y tras muchos días de oración se eligió a un sorprendido padre Ghahl, que se creía ya mayor y sin posibilidades para asumir el cargo de cabeza de la Iglesia de Bhall.

Debido a lo mucho que había estado sobre el caso, el emperador ordenó al general Shernahl que le diera al coronel unas semanas de descanso, algo que el general aprobó con una rapidez y alegría que rayaba en lo ofensivo. Parecía que el general disfrutaba cuando le ordenó que se fuera a casa por unas semanas. Cuando regresase, tendría que preparar a un nuevo sargento, pues Fhahl no podía encargarse de todo solo. Pero ahora Shernahl había sido sustituido por un oficial de más peso al que Beldek no podía desobedecer, a su esposa Ghanali.



Muchos meses tras la ejecución de Haltahl, la lluvia caía con fuerza en un pequeño burgo en las comarcas del sur. Unos jinetes embozados en unas pesadas capas de viaje, llenas de agua y del barro del camino, cruzaron el portal de la empalizada antes de que se cerrasen las puertas debido a que llegaba la noche. Aunque las nubes negras y la lluvia no parecían indicar que ningún momento había sido de día. Los jinetes llevaron sus monturas hasta el establo que había en la única posada del burgo. Los habitantes, con caras serias, observaban de soslayo a los recién llegados. Siempre podía traer mala suerte unos extranjeros que llegaban a última hora de la tarde. Pero el frío y el agua, hizo preferir a los lugareños esconderse en sus cálidas casas que aventurarse por las calles llenas de barro, por lo que quedaron libres para que los recién llegados deambularan un poco como si estuviesen perdidos.

Pero esa no era la realidad, pues sabían muy bien a dónde se dirigían. Se dirigían a una casa de cierto tamaño, situada dentro de un muro de dos metros de altura. Los lugareños sabían que hacía unos meses la había comprado un hombre, alguien con dinero, pero que no se solía dejar ver demasiado. Todos suponían que huía de alguien y había elegido su pequeño burgo para desaparecer.

Cuando llegaron a una verja, un hombre que vestía como ellos, la abrió, permitiendo que los dos jinetes entrasen. El primero de ellos preguntó algo, que el ruido de las gotas de agua silencio. El hombre que les esperaba señaló la casa y cerró la verja con cuidado cuando los otros dos se dirigieron hacia el palacete. El de la verja se escondió entre las sombras, pues su cometido era impedir que nadie les molestase. Aunque allí nadie vendría a quejarse de ruidos raros, ni acudirían a saber que hacían.

El calor del interior de la casa les golpeó a los dos hombres cuando la puerta principal se abrió. La luz del interior les cegó momentáneamente. Dentro se despojaron de las capas mojadas. Ambos vestían con armaduras del ejército regular, pero eran algo diferentes, las habían oscurecido y casi no chirriaban las juntas. Estaban hechas para moverse con el máximo silencio. El primero de ellos se acercó a la sala donde provenía la luz y el calor. Dentro había cuatro hombres más vestidos como él, Estaban tumbados en sofás y divanes. Pero cuando entró, la mayoría se pusieron rígidos.

-   ¿Dónde está? -preguntó el hombre en un tono seco, sin ningún rasgo de sentimientos o camaradería.
-   Abajo, capitán -murmuró el que parecía de más edad de los hombres.
-   Llévame con él -ordenó el recién llegado.
-   Sí, ahora mismo.

El hombre se puso en marcha y el recién llegado fue tras sus pasos. Pero justo había un espejo y se miró. Su rostro parecía cambiado, cansado, había perdido la alegría o el color de cuando había trabajado al aire. Pero su labor era normalmente moverse en las sombras, en la oscuridad del imperio. Bien lo había indicado el coronel Beldek, así eran los lobos del emperador y su forma de caza, aunque Ahlssei echaba de menos la forma en que había llevado a cabo la investigación con el conde de Lhimoner. Bien sabía que eso no volvería a ocurrir de nuevo. Ahora le esperaba en un sucio sótano un huido de la justicia del emperador.

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