Seguidores

sábado, 6 de noviembre de 2021

Aguas patrias (61)

Sabiendo que ya nadie le molestaría en la noche, abrió con cuidado el sobre, como si fuese uno de sus tesoros más preciados. A la luz del farol de su camarote, el que tenía siempre colgado sobre su coy pudo deleitarse mirando la letra de Teresa, angulosa, de trazos ligeros, no como la suya, ruda. Se tumbó en el coy y empezó a leer.

Capitán Casas, Eugenio, espero que estés bien. Los días que han pasado desde que os marchasteis, todos, la escuadra, han sido días convulsos, no solo para la ciudad, como ya sabrás, algo que me ha estremecido, sino para mi, que era incapaz de saber que te podría pasar. Supongo que así es la espera de la mujer que su hombre está en la mar. Pero el asunto de Juanito, su proceder con la hija de don Eusebio, qué conmoción, para mí que me consideraba su amiga. Espero que haya amor en sus actos y no solamente lujuria, como piensa mi padre y buena parte de la ciudad. Pero no hablemos de esto. Me gustaría verte, pues sé que dirigiste el asalto al Vera Cruz y mi padre me llevó al astillero, al ver como esta el navío, temblé de miedo pensando en los que han combatido allí, en lo que os ha podido pasar. Espero que estés bien y pueda veros pronto en una comida. Vuestra servidora, Teresa de Vergara.”

Eran palabras amables pero denotaban tal vez que la muchacha sentía algo más por él que la simple amistad. Era algo que le gustaría saber más pronto que tarde. Pero había tenido que rechazar la invitación de su padre y le había costado mucho. Sabía bien que el gobernador les invitaría tras el segundo consejo de guerra, uno mucho más descorazonador que el del capitán de Rivera y Ortiz. Pero tenían que ser aún más duros que con el capitán. La pena capital iba a ser el único resultado posible, Eugenio lo sabía bien. Eran desertores que habían empuñado las armas contra su propio país, combatiendo con más fiereza que los ingleses, pues sabían bien su destino si eran capturados.

Eugenio se quedó dormido tras releer varias veces la carta de Teresa, que guardó dentro del sobre en algún momento. Pues así se la encontró cuando le despertó el ruido de la campana que tocaba las siete de la mañana. El sobre estaba en el coy con él, por lo que lo recogió y lo guardó entre sus papeles oficiales. Luego llamó a su asistente, para que le trajese agua para asearse, el uniforme de gala y algo de desayuno. El marinero asintió y se marchó. Eugenio se quitó la camisola y los calzones que usaba para dormir, quedándose desnudo. El asistente así le encontró pero no hizo ninguna muestra de sorpresa o sonrisa al ver a su capitán desnudo. Estaba totalmente al tanto de las costumbres de Eugenio y la verdad, sabía que su capitán no era un dios reencarnado, sino un hombre. Dejo la jofaina llena de agua, que para variar era de agua dulce, al estar en el puerto podía tener ese lujo, y una toalla.

Mientras Eugenio se limpiaba, el asistente se marchó para regresar con el uniforme de gala del capitán, que había comprado mientras habían permanecido fondeados sin poder descender al puerto. Eugenio, tenía oro y había gastado un poco para quedar bien en las fiestas oficiales. También había comprado un par de uniformes más sencillos, pero que no estaban llenos de andrajos como el resto de los suyos. Ahora podría morir en combate sin sentirse casi capitán. Por lo demás, el dinero que había conseguido por su última misión había ido a parar al banco, donde estaría bien seguro.

Lo último que llegó a su camarote fue el desayuno. Tras terminar de secarse con la toalla, se puso solo la camisola y unos calzones normales, pues sabía que al desayunar podría mancharse. Le habían traído algo de galleta del barco, café humeante, unas tostadas algo quemadas y mermelada de fruta, y un par de huevos fritos con torreznos. Las tripas de Eugenio rugieron al ver todo lo que había en la bandeja. Se sentó y devoró lo que le habían traído. Cuando estuvo lleno, se quitó los calzones y se vistió con el uniforme de gala. El asistente entró para retirar la bandeja, pero al verle vestirse, se puso a ayudarle. El marinero sabía que los capitanes podían ser muchas cosas, pero se volvían locos cuando había que ponerse las medias de seda. Él era mucho más hábil y recibió el agradecimiento de Eugenio cuando le ayudó.

Cuando el asistente se marchó con el desayuno, Eugenio se miró ante un espejo para ver si estaba lo más decente para subir a cubierta. Suponía que Romonés estaría allí y le querría informar de la situación del barco, que volvería a quedarse en sus manos, mientras él estuviera en tierra. Se colgó la vaina de su espada de gala del cinturón y se colocó su bicornio bajo el brazo. Sólo entonces salió de su camarote.

No hay comentarios:

Publicar un comentario