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sábado, 27 de noviembre de 2021

Aguas patrias (64)

Desgraciadamente Eugenio tuvo que escuchar algunas cosas más del capitán Trinquez, no solo su problema de faldas, sino que también pegaba a sus amantes y que bebía más de la cuenta. Solo el flujo de locuacidad del capitán de la Osa terminó cuando el carruaje se detuvo ante la entrada del palacio del gobernador. Los tres capitanes se apearon del vehículo y pagaron a medias al cochero. Eugenio le dio una propina, cuando los otros dos capitanes ya se alejaban. El cochero le sonrió y le hizo una despedida con el sombrero un poco exagerada.

Los tres capitanes cruzaron el arco de entrada, que estaba custodiado por cuatro soldados de la milicia de la ciudad y un sargento que les pidió sus credenciales. Los tres se las presentaron sin falta, aunque estaban seguros que el sargento sabía que se reunía otra vez el consejo de guerra naval. Cruzaron la explanada, una línea de piedra con palmeras en ambos lados. Mientras de la Osa entretenía a Heredia hablándole del cultivo de las palmeras, algo que por lo visto era uno de sus grandes placeres cuando estaba en tierra, ya que él poseía unas fincas al norte de la ciudad, Eugenio miraba hacia la derecha del camino, más allá de la línea de palmeras. Había una explanada empedrada, como una antigua plaza de armas. Allí había varios carros de presos y un buen número de soldados. Sin duda eran los reos que iban a juzgar. Por lo que creía recordar, los habían sacado del Vera Cruz y los habían llevado a la prisión de la ciudad. Por lo cual los habrían traído antes de que se formase el tribunal. 

-   Capitán Casas -escuchó la voz afable del capitán Menendez, por lo que volvió la mirada hacia donde provenía la voz-. Veo que sois un hombre madrugador. 

-   ¿Qué os trae al palacio a vos, capitán? -se interesó Eugenio, así se podía escapar un poco de la conversación de la Osa. 

-   Me han citado para contar mi encontronazo con uno de los reos -indicó el capitán Menendez-. Parece que asegura que él se rindió, pero que yo le seguía atacando. Dice que estaba sediento de sangre. Es para partirse de risa. Malditos traidores. 

-   No creo que el tribunal os haga hablar más de la cuenta -aseguró Eugenio-. Estos criminales están sentenciados desde el momento de su deserción. Pero creo que el gobernador quiere saber de qué barco se marcharon. Si fue de la antigua Nuestra Señora de Begoña, tal vez se cierre ese maldito capítulo. 

-   Ojala estés en lo cierto -afirmó Menendez. 

-   ¿Cómo está tu hijo? -inquirió Eugenio, intentando cambiar de tema por algo que fuera más alegre, pues les esperaba a ambos algo más triste, aunque algo le decía que le iba a sentar peor a él que al capitán. 

-   ¡Oh! Está mucho mejor -respondió el capitán, cambiándole la cara-. Mira que me dicen que una vez que nos hicimos a la mar ya estaba levantándose de la cama. Por lo visto era mi presencia la que le hacía estar postrado en el lecho. Lo que hay que oír. Un padre se desvive por su hijo y así te lo paga. 

-   Y tanto -añadió Eugenio afable.

En ese momento unos soldados le hicieron gestos al capitán, que se despidió de Eugenio, indicando que no se podía ser oficial allí, siempre le estaban requiriendo para todo. Tras una despedida amable y relajada, el capitán se marchó en dirección a los soldados. Eugenio vio que los capitanes Heredia y de la Osa ya habían entrado en el edificio, dejándole solo, mientras hablaba con el capitán Menendez. Sacó su reloj y miró la hora. Aún quedaban unos minutos para la hora señalada, por lo que se dirigió al palacio.

Una vez que entró por las puertas acristaladas, le preguntó a uno de los escribanos donde se iba a celebrar el segundo consejo de guerra. El siervo le guió de inmediato hacia el mismo lugar donde habían juzgado a Juan Manuel. Los capitanes de la Osa y Heredia se habían encontrado con el capitán Salazar, que parecía que había sido el primero en llegar. Faltaba el comodoro, el gobernador y el capitán Trinquez. 

-   Acérquese capitán Casas -le llamó el capitán de la Osa, con su afabilidad, que a Eugenio ya le empezaba a resultar pesada-. Parece que el capitán Trinquez no va a poder asistir al juicio. Por lo visto ayer se cayó por una de las escalas de su fragata. Un lamentable accidente. Estaba celebrando el resultado del juicio de ayer. 

-   ¿Cómo os habéis enterado de ese triste suceso? -quiso saber Eugenio, intentando parecer educado y neutral, pero a la vez quería saber si alguno de sus antiguos compañeros de tripulación empezaban a empaparse con las malas formas de este. 

-   El médico de abordo ha mandado a uno de los guardiamarinas con un mensaje firmado por el primer teniente -explicó de la Osa-. El capitán está estable, pero inconsciente. Claramente han avisado al gobernador lo antes posible. 

-   Con razón lo han hecho, sin el capitán Trinquez no se puede formar el consejo de guerra -indicó entre molesto y aliviado Eugenio-. Habrá que esperar a que recupere la salud o llegue otro barco de guerra a puerto. 

-   Vaya -se limitó a decir de la Osa, que parecía que no se había percatado de ese problema, mientras se deleitaba con las nuevas.

Pero la realidad era que tal vez no hubiese el consejo de guerra y si Trinquez no se recuperaba y no llegaba otro capitán, el consejo contra los desertores quedase paralizado, o por lo menos, la escuadra se marchase a Cartagena antes de que se pudiera formar el juicio.

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