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martes, 16 de noviembre de 2021

Lágrimas de hollín (105)

Fhin había ordenado que les hicieran esperar unos cuantos minutos. Mientras les estudiaba con detenimiento. Sin duda el general enemigo no era solo precavido, sino también le gustaba interpretar un papel. Pero todos actores de algo, en la vida que les tocaba representar. Cuando creyó que ya les había hecho esperar suficiente tiempo se presentó ante ellos, ataviado con su máscara dorada, que al final le hacía ser el gran Jockhel. 

-   ¿Tú eres el que dirige a esa chusma que ha acampado en mi plaza y ha entrado en mi barrio como una manada de cerdos? -espetó Fhin como saludo, dejándose caer en la silla que había preparado para él. 

-   Soy el general Al… -empezó a presentarse el general, haciendo una ligera reverencia con la cabeza. 

-   Me importa poco el nombre de un muerto, general -le cortó Fhin a malas-. Siéntate de una maldita vez en la silla o haré que te sienten. 

-   Eso sería incumplir la bandera de tregua, señor Jockhel -advirtió el general, sentándose con pompa, como si fuese él quien había decidido sentarse y no le afectaban las palabras de Jockhel-. He venido intrigado por la bandera blanca. 

-   Antes de hablar, déjame que nos traigan algo -ordenó Jockhel, que empezó a dar unas palmadas en el aire.

De los edificios cercanos salieron varios Gatos, vestidas provocativamente, como si fueran criadas del harén de Jockhel. Cargaban con fuentes de plata llenas de manjares. Dejaron dos copas de oro con incrustaciones, que el general reconoció como parte de sus pertenencias robadas, lo que le hizo poner una mueca de asombro, seguida de una de ira. Vertieron en las copas, vino y colocaron una delante del general. 

-   Así está mejor, pruebe de lo que quiera -dijo Fhin, socarrón, al tiempo que cogía de una de las bandejas y comía algo. 

-   No es necesario -negó el general-. ¿De que querías hablar? 

-   De vuestra rendición claramente -soltó Fhin, dejando al general boquiabierto-. Si os rendís y os volvéis por donde habéis venido, prometo dejaros en paz. Pero si insistís en seguir en mi barrio, pereceréis todos. Lo prometo. 

-   ¿Qué lo prometes? -repitió el general, intentando controlar su ira-. Creo que no estás en la posición de prometer nada. Aquí el único que ha de rendirse eres tú o si no pienso borrar a este barrio y sus gentes del mundo. Piénsalo. Mis hombres van a masacrar a los tuyos. Pero si te rindes y te dejas arrestar te prometo que no le hará nada al resto. 

-    Tus hombres, tus hombres, pero si son unas damiselas -se burló Jockhel, que hizo un gesto con la mano-. Mira para lo que me sirven tus hombres.

De una casa sacaron a cuatro soldados imperiales, que habrían sido hechos prisioneros en algún momento. Tenían las manos atadas y cuando llegaron a un punto, sus captores los tiraron al suelo. Al momento, se acercaron hombres con hachas y los decapitaron. Las miradas del general y su guardia estaban fijas en la salvajada, irradiando odio y deseo de venganza. Fhin había conseguido lo que esperaba. 

-   Así que general de rameras, vete con tus niñas a donde tu emperador de pacotilla y deja a los verdaderos hombres en paz -ironizó Fhin. 

-   ¡Vete a la mierda! -explotó el general, poniéndose de pie, tirando su silla y golpeando la mesa con fuerza. La copa del general se derramó.

Todos los arqueros de Jockhel apuntaron al general y sus hombres. Este había puesto su mano en la empuñadura de su espada, sin darse cuenta, en un arranque de ira. Poco a poco se fue dando cuenta de su error y retiró la mano. Jockhel levantó la suya y los arqueros se relajaron. 

-   No hay rendición de vuestra parte por lo que veo, Jockhel -indicó el general-. Esta conversación no tiene nada más, me vuelvo con mis hombres. Pero antes de irme, le voy a advertir una cosa. Cuando te capturemos, no tendrás una muerte rápida. Rogarás a nuestros torturadores que acaben con tu sufrimiento. Entonces tú serás una niña llorona -el general se dio la vuelta-. ¡Nos vamos! 

-   Un momento general -ordenó Jockhel-. Si das un paso más estás muerto. Aquí yo soy el señor y tú un invitado. Acompañadlos a su plaza. Y gracias por las copas, me gustan mucho.

La voz de Jockhel se terció en unas fuertes carcajadas, que no hacían más que herir al general. Que se puso a andar a buen paso, seguido de sus hombres. La forma de andar de los doce le indicaban a Fhin que ninguno iba a dar un paso atrás, querían venganza, querían matar a Jockhel y a sus seguidores, no pararían hasta un gran baño de sangre. Destruirían el barrio, a fuego y acero. No habría piedad, no se salvaría ninguno de esos criminales, no habría tiempo para el perdón. Pero claro, eso pasaría si pillaban a alguno de ellos. Y solo encontrarían a los del baluarte. Había creado un monstruo en los corazones de los soldados imperiales, uno que sabía cómo manejar, para llevar a cabo su plan a la perfección. Era el momento de volver al puesto de mando, pues las siguientes horas serían cruciales para todo.

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