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sábado, 16 de abril de 2022

Aguas patrias (84)

El gobernador parecía deleitarse haciendo esperar a los oficiales de la armada, que por sus ojos parecían estar deseosos de saber lo que le había pasado al capitán Trinquez. 

-   Como ya les he indicado, según me enteré de lo que ambos hombres iban a llevar a cabo, les mande una carta a los dos -reinició su narración el gobernador-. Ambos me respondieron al poco, asegurándome que no habría duelo, ya que no querían tener problemas conmigo y el gobierno de Santiago. Pero por lo visto, ambos hombres decidieron o tal vez fue el azar lo que provocó que ambos hombres se encontrasen en una de las tabernas de Santiago. Supongo que sus malas relaciones y la ayuda del alcohol que ambos habían ingerido fue suficiente para lo que se desató a continuación. ¡Una pelea, señores! Una pelea como la de dos matones de baja estofa. Empezaron a puños, pero las malas artes que ambos parecen usar habitualmente les llevaron a sacar las navajas a pasear. Por lo que ha podido recabar la milicia, de los testigos presentes, ambos se hicieron el suficiente daño como para detener la pelea. Pero Trinquez, que estaba hecho un basilisco, no quiso perder su presa. La cuestión al final se decantó para Juan Manuel. Por el informe del teniente Boquerón y el del médico jefe del hospital, el capitán Trinquez recibió siete puñaladas importantes. Tiene perforado un pulmón y las tripas. Los médicos no saben cómo puede sobrevivir con esas heridas. 

-   ¿Y Juan Manuel? -inquirió don Rafael. 

-   Dicen que recibió unos cuantos cortes y algunas puñaladas, pero escapó antes de que llegase la milicia a detenerle -informó el gobernador-. Se habrán cruzado con los jinetes. He mandado a parte de la milicia a cazarle. Por lo visto, parece haber huido de Santiago. Si el capitán Trinquez muere, lo arrestaré por asesinato. Le espera la horca. 

-   El homicidio de un capitán de la Armada en tierra no compete a la armada, sino a las autoridades locales -indicó don Rafael, con un tono calmado-. Lo que hagáis con un asesino es cosa vuestra. ¿Por qué nos habéis llamado? 

-   No hemos dado con Juan Manuel hasta ahora, necesitaba que los capitanes no estuvieran a bordo cuando subieran los miembros de la milicia a registrarlos -dijo el gobernador.

Don Rafael se puso de pie como un resorte, lanzando su silla hacia atrás que golpeó con estruendo al chocar contra el suelo. 

-   ¡Esto es una ignominia! ¡No podéis registrar los barcos de su majestad buscando a asesinos, sin que los capitanes estén a bordo! ¡Inaudito! ¡Volvemos a nuestros barcos inmedi… 

-   No vais a hacer nada de eso, comodoro -le advirtió el gobernador-. Esta sala esta rodeada de soldados, listos para detener a quien intente marcharse sin… 

-   ¿Habéis perdido la razón? 

-   ¡Yo! Yo no he perdido nada, comodoro -negó el gobernador, sin perder la compostura-. Parecen ser vuestros hombres los que las han extraviado. Un cobarde se lia combates, duelos y peleas. Asesina o casi a otro de los suyos. ¿Quién ha perdido realmente la razón? Yo diría que única y exclusivamente sus marineros  oficiales. Nadie ha visto huir a Juan Manuel. No ha pasado los puestos de las puertas de la ciudad. Solo le quedan sus viejos oficiales y sus amigos de la Armada. Seguro que se encuentra en alguno de los navíos de su armada. 

-   Ninguno de mis oficiales permitiría tal cosa, eso seguro -aseguró don Rafael-. Hay más barcos en la bahía. 

-   Ya hemos registrado los mercantes -afirmó el gobernador.

Eugenio recordó las palabras de varios marineros de su falúa. En su momento no había hecho mucho caso, ya que prefería no inmiscuirse demasiado en las habladurías de sus hombres. Pero estos hablaban del importante tráfico de botes y barcos del guardacostas por la bahía desde primera hora de la mañana. Así que eran los hombres del gobernador buscando a Juan Manuel. 

-   Aun así, no es de recibo que se intente registrar los navíos sin los oficiales en los barcos -volvió a la carga don Rafael. 

-   Comodoro, hay un asesino que intenta huir de la ciudad y aún tiene demasiados amigos en la armada, los que le ayudarían a escapar de la horca. 

-   Pondré una queja formal al almirante de la flota -advirtió don Rafael que se agachó para recuperar sus silla y volver a sentarse. 

-   Yo mismo le pasare un par de asistentes para que redacte la misiva a su almirante -aseguró el gobernador-. Por ahora se pasaran unas aquí, recibiendo la hospitalidad del palacio del gobernador.

Ni don Rafael, ni el resto de los capitanes parecía verdaderamente contento de estar recluidos en el palacio, mientras sus barcos eran revisados de proa a popa, buscando a un fugitivo.

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